El gobierno de Bush acaba de cometer otra de sus innumerables barrabasadas al nombrar a John Negroponte embajador en Irak. Debe sustituir al procónsul Bremer el 30 de junio, cuando se efectúe la opereta de la llamada restitución de la soberanía a los iraquíes. En realidad una fachada para ingenuos, un decorado republicano que pretenderá hacer creer que un grupo de fantoches y monigotes asume la dirección del país.
La designación de Negroponte, conocido agente de la CIA y actual embajador ante Naciones Unidas, ha creado una ola de airada estupefacción. Apenas unas horas después del anuncio muchos estadounidenses comenzaron a recoger firmas, enviar telegramas al Senado, organizar movimientos de protesta para impedir que el Congreso ratifique este nombramiento. Una verdadera tempestad de opinión pública ha seguido el anuncio. Es como si a Al Capone lo hubiesen nombrado director de la Cruz Roja.
Negroponte es un conocido manipulador político, cómplice de torturadores, animador de verdugos, siniestro encubridor de violaciones de derechos humanos, compinche de traficantes de armas. Fue embajador en Honduras de 1981 al 85.
Durante su ejercicio fundó la espantosa base de El Aguacate, centro de detención y torturas, con la cooperación de la CIA y de militares argentinos. Allí se entrenaba a los contras nicaragüenses. En agosto de 2001 unas excavaciones descubrieron los restos de 185 personas, incluyendo dos estadounidenses, quienes habían sido torturados y asesinados en aquél horrendo lugar.
Negroponte, con ayuda de la CIA, contribuyó a crear el Batallón 316 que secuestró, martirizó y exterminó a cientos de patriotas. Negroponte puso en contacto a los traficantes de armas Thomas Posey y Dana Parker con los militares hondureños y logró que el presupuesto de la ayuda militar estadounidense a Honduras creciera de cuatro a setenta y siete millones de dólares anuales.
El periódico Baltimore Sun ha recogido las declaraciones de Efraín Diaz Arrivillaga, un disidente hondureño, quien denunció a Negroponte las violaciones de derechos humanos de los militares y el embajador negó conocer esos hechos pese a que Rick Chidester, ex funcionario de la embajada estadounidense en Tegucigalpa, declarara que se le forzó a omitir de sus informes al State Department la relación de esas violaciones.
En mayo de 1982 la monja Leticia Bordes llegó a Honduras en una misión investigadora sobre la suerte corrida por 32 monjas salvadoreñas que se habían refugiado en Honduras tras el asesinato del obispo Oscar Romero. Vio a Negroponte quien negó saber nada del asunto. Sin embargo, más tarde Jack Binns, funcionario diplomático estadounidense, aseguró que las monjas habían sido secuestradas, violadas y lanzadas desde helicópteros, todo lo cual era del conocimiento y probable intervención de Negroponte.
Los Angeles Times ha denunciado que a Luis Alonso Discua Elvir, embajador alterno de Honduras en Naciones Unidas, se le revocó su visado de manera que no pudiera ser citado a declarar ante las audiencias del Senado en Washington, en julio próximo, para la aprobación del nombramiento de Negroponte.
Discua Elvir fue dirigente del siniestro batallón 316 en tiempos de Negroponte y pudiera dar testimonios horribles que impedirían la designación que Bush reclama. El gobierno de los halcones petroleros está tratando de borrar huellas y camuflar los rastros de sangre del patibulario embajador. Muchos miembros de los escuadrones de la muerte hondureños, que actualmente residen en Estados Unidos, han viajado al exterior en estos días para evitar ser interrogados.
En 1981 los cadáveres de cuatro monjas de la congregación Maryknoll de Nueva York: Ita Ford, Maureen Clarke, la ursulina Dorothy Kazel y la misionera Jean Donovan fueron hallados en El Salvador. Habían sido violadas antes de matarlas a tiros. Esas religiosas habían defendido a los salvadoreños del terror desatado por su gobierno.
El crimen, denunciado por el New York Times, provocó que la embajadora en Naciones Unidos en aquella época Jean Kirkpatrick acusase a las monjas de actividades subversivas. Ella y su sucesor, Vernon Walters, el homicida subdirector de la CIA que organizó los batallones de matarifes de la Operación Cóndor, negaron estos hechos y de paso ayudaron a Negroponte a ocultar su horrorosa hoja de terrorismo contra el pueblo hondureño.
Otro caso similar fue el del sacerdote jesuita estadounidense James Carney, quien fuera desaparecido por los militares hondureños en septiembre de 1983. Sus restos fueron exhumados en enero de 2004 en una de las bases usadas por los contras, con el asentimiento de Negroponte.
Negroponte colaboró estrechamente con el jefe del ejército hondureño, general Gustavo Álvarez Martínez en la consolidación del terrorismo de estado, de la desaparición de centenares de hondureños y salvadoreños, en la tortura, interrogatorio y asesinato de patriotas que solamente deseaban ver la tierra en que nacieron libre del dominio extranjero y de la opresión de la oligarquía nacional.
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