Para algunos, como el fiel sirviente de San Dionisio Romero Seminario, el banquero de los banqueros, Arturo Woodman Pollit, una Asamblea Constituyente generaría “ruido” y “ahuyentaría las inversiones”. ¿Será cierta la afirmación de marras? ¿O se traduce la expresión como un simple llamado a que a los empresarios tramposos les dejen seguir llenándose los bolsillos? Dice el palafrenero dionisíaco que no “entiende para qué se quiere cambiar la Constitución de 1993”. ¿Qué sabe el burro de alfajores?
Pero una Constituyente también genera soponcios, migrañas y miedos inenarrables en múltiples congresistas, políticos y aspirantes eternos a estar en la cosa pública. ¿Por causa de qué hay este clima de terror? Para algunos, la Constituyente tornaría en foco noticioso de primer orden, postergando al resto. En buen romance: ¡adiós a los titulares, entrevistas o apariciones en televisión! Importa poco que básicamente sean monsergas las que dicen, pero eso permite que tirios y troyanos tengan “presencia mediática”.
La Carta Magna de 1993, elaborada con fuerte acento autoritario y bajo el amparo de una dictadura, ha probado ser insuficiente y no es un paradigma democrático. La anterior, la de 1979, tuvo entre sus autores a personajes de cuya estatura intelectual y jurídica, moral o política, no hay duda. Baste con recordar que animó sus debates, hasta que la enfermedad socavó su existencia, Víctor Raúl Haya de la Torre, quien ejerció, pasados los 83 años, su primer y único cargo público, cobrando S/ 1 (un sol) por sueldo. Hacer una comparación con la que advino en 1993, resulta desgarrador.
Guste o no, la crisis política, y profundamente moral, del país, empuja a una definición jurídica que ordene la vida institucional, esto es: una nueva Carta Magna que debe ser elaborada con responsabilidad, a tono con los tiempos y con una profunda carga de humildad y auto-crítica. En más de 180 años más que república, somos una republiqueta, una caricatura grotesca, un mamarracho insufrible. Ni siquiera somos un Perú, somos múltiples y, lo que es peor, ni siquiera nos reconocemos entre nosotros mismos.
Por tanto el ruido es una cantinela idiota de empresarios rufianes; el pavor propiedad de políticos inmorales y cobardes; cuando una colectividad acepta el libertinaje de poderosos y el imperio del despotismo, a la larga o a la corta tiene el destino marcado para ser una chacra y no un vivero de nuevas y revolucionarias ideas. Habemos quienes moriremos en el intento de hacer del Perú madre y no madrastra de sus hijos. Pero ¡cuidado! hay quienes lo venderían al mejor postor, como sucede hoy.
¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
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