Huayna Cápac llevó la obra civilizatoria impulsada por su padre Tupac Yupanki a un nivel de franco esplendor, el cual sólo pudo ser truncado con la irrupción de los españoles en pleno apogeo de la expansión incaica que se materializaba con la fundación de «llajtas» como Cochabamba.
Durante la expansión incaica que suponía la conquista quechua desde el Cusco sobre los pueblos aymaras del Collasuyo, los estadistas incas emprendieron un proceso masivo de desplazamientos poblacionales conocidos como «mitimaes», cuya finalidad era reemplazar a las poblaciones rebeldes aymaras con habitantes leales al dios quechua Inti, «relocalizando» grandes masas en todo el imperio para garantizar esa emergente hegemonía sustentada sobre una intensificación de la producción agrícola en esta zona. Cochabamba estuvo en el centro de esa estrategia llevada a cabo durante el incanato de Huayna Cápac, quien gobernó entre 1493 y 1525.
Según Teresa Gisbert, el emperador Huayna Cápac decidió que el centro y cabeza de playa del imperio para la repartición de mitimaes sería Cochabamba («Kochaj-pampa»), pues era «un valle fértil que después de la guerra con los naturales había quedado completamente deshabitado» [1].
Tristan Platt explica con mayor detalle aquel proceso:
«Así, el Inka pudo emprender un vasto programa de producción maicera en el Valle de Cochabamba. Grupos mitimaq fueron traidos desde fuera del Qullasuyu para cuidar los depósitos donde se guardaban las cosechas bajo la dirección de un miembro de la élite inka. Los habitantes nativos del valle (aymaras, nr) fueron enviados a defender la frontera chiriwana al Sudeste. Las tierras así vaciadas fueron trabajadas por 14.000 maluri (mitimaes rotativos, nr), enviados por los mallku de todo el Qullasuyu. Los trabajadores tenían sus propias parcelas, cedidas por el Inka, (...). En otros contextos, sin embargo, los Charka y los Karakara recibieron un tratamiento especial por parte de los inka; fueron seleccionados como sus guerreros predilectos, y liberados de toda fanea aparte de la producción maicera para el Estado en el Valle de Cochabamba» [2].
David Pereira, que dirige el Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Antropológicas de la Universidad Mayor de San Simón (UMSS), sostiene que «en el sector Oeste del valle central cochabambino (área comprendida entre los actuales pueblos de Quillacollo y Sipe Sipe, el inca Huayna Cápac organizó un complejo mecanismo de distribución de tierras y de trabajo para producir maíz con grupos étnicos aymara-quechuas, habitantes de diversa procedencia, transportando parte del producto al Cuzco y el resto para sostener la penetración del ejército hacia los valles del Sudeste del actual territorio boliviano» [3].
Según la tradición oral que pervive desde aquellas épocas, la elección de nuestro valle como centro motor de la más importante empresa conocida en los años últimos del imperio incaico (apenas tres décadas antes de la conquista española), había dado a Cochabamba su fama como «Granero del Inca». El sector Oeste al que alude Pereira abarca las actuales poblaciones de Quillacollo, Sipe Sipe, Vinto, Pairumani, El Paso, Colcapirhua y Tiquipaya, asentadas todas ellas en las faldas de la coordillera del Tunari. Un poco más distantes, aunque bajo la misma influencia, se hallaban las punas y valles de Tapacarí, Arque, Paria, Ayopaya, Pocona y Mizque, proveedoras de tubérculos y hortalizas para su intercambio con el maíz. En esta área tan extensa, Huayna Cápac erigió un centro administrativo que apoyaba la expansión militar y económica del imperio apuntando hacia los territorios chirguanos y yuracarés en el Chaco y los trópicos del Chapare y Moxos, ante una eventual irrupción guaraya en estos valles interandinos.
Los vestigios de aquella febril actividad productiva impulsada por el Inca a partir del cultivo intensivo de maíz y otros productos básicos para el mantenimiento del imperio, están a la vista aun hoy. A lo largo y ancho del territorio mencionado, el Departamento de Arqueología de la UMSS ha descubierto y registrado más de 2.500 silos de almacenamiento de gramíneas; se trata de gigantescas construcciones circulares con cimientos de piedra capaces de contener, cada una, entre cinco y diez toneladas de maíz. Una mayoría de aquellos silos se concentraba en la zona conocida como Cotapachi. Como parte de esa colosal infraestructura, en Sipe Sipe queda una portentosa edificación, hoy llamada «Incarracay», que cumplía la función de tambo principal desde donde se organizaba la exportación maicera a los demás territorios del vasto imperio.
Como cabe suponer, a tan intensa y singular actividad agrícola correspondía un multitudinario movimiento religioso igualmente sin precedentes.
Del Cusco a Cochabamba
La sociedad incaica (aymara y quechua) entrelazaba sus actividades económicas con la práctica religiosa de manera indisoluble. Muchas activides productivas como siembra, cosecha, limpieza de canales de riego, etcétera, que exigían un trabajo cooperativo, según Stern, se realizaban en un marco ritual. «La creencia en que las relaciones con los dioses afectaban al bienestar material reforzaba la autoridad de las élites de la comunidad, pero estaba arraigada, no obstante, en la experiencia práctica» [4].
Es más, de no cumplirse con las ofrendas y ritos para halagar a los generosos dioses y diosas agrícolas, éstos tomarían represalias suspendiendo las lluvias para riego, provocando sequías o desatando tempestuosas inundaciones con la consecuente zaga de hambruna y pestes.
Era pues, entonces, imprescindible que el formidable centro agrícola, administrativo y militar establecido por Huayna Cápac en los valles de Cochabamba tuviera también que funcionar como un escenario de intensa actividad religiosa desarrollada en torno a los «collus» cochabambinos [5].
Se diría que con el traslado de los mitimaes del sur de Cuzco hacia los valles de Cochabamba, los incas trajeron también a estas tierras los (y las) «huacas» y «huillcas» de los que se tiene memoria gracias a los textos de Huarochiri [6].
El capítulo 14 del Manuscrito de Huarochiri nos ofrece un dato revelador: Fue el dios caminante Cuniraya Wiracocha quien animó al inca Huayna Cápac a bajar del Cuzco para cruzar el Titicaca hasta llegar a las fronteras aymaras de Cochabamba:
Se dice que poco antes de la aparición de los huiracochas [7] Cuniraya se encaminaba hacia el Cuzco. Al llegar allí, habló con el inca Huayna Cápac: «vamos, hijo, a Titicaca», le dijo. «Allí voy a iniciarte en mi culto». Y agregó: «Inga, dales instrucciones a tus hombres para que enviemos a los brujos, a todos los sabios, a las tierras de abajo». Huayna Cápac lo hizo enseguida.
Unos hombres dijeron que eran animados por el Cóndor (condoris). Otros se dijeron animados por el Halcón (mamanis). Entonces Cuniraya Wiracocha les dio las instrucciones siguientes: «Id a las tierras de abajo, allí direis a mi padre que su hijo os envía para que os entregue una de sus hermanas».
Y fue que el padre de Cuniraya Wiracocha, el dios aymara Pachacamac, respondió a los mensajeros del inca Wayna Cápac enviándoles desde las tierras del sur un cofre que cuando fue abierto «aquel lugar se inundó de luz».
El culto valluno a la fertilidad
Tratamos de demostrar que resulta altamente probable que, al ser un importante centro agrícola y ceremonial, el valle bajo cochabambino en el Collasuyo, como Huarochiri en el Cuzco, fue un vasto panteón de deidades mayores y menores que propiciaban fiestas y bacanales como medio para incrementar la fertilidad agrícola y la prosperidad comunaria.
«Las prácticas religiosas» -afirma Stern- «desempeñaban una función económica vital que imprimía una cierta similitud a la idea de que las relaciones con los dioses afectaban el bienestar cotidiano de sus pueblos. El cumplimiento de las obligaciones religiosas por ayllus ’hermanos’ solía unir a éstos en tareas cooperativas de producción bajo un ambiente festivo».
Dentro la organización de ayllu, entre las principales obligaciones de kurakas, mallcus y jilacatas, figura la de organizar, en su condición de sacerdotes devotos inherente a su alto rango administrativo y castrense, todas las fiestas rituales del año en cada una de las fases del ciclo agrícola.
Aquello supone, por ejemplo, que en los alrededores de Quillacollo se veneraba no solo a las diosas «mamas» Kawillaka y Chuquisuso o al dios Pariacaca en vísperas de la siembra, sino a una infinidad de «huacas» vinculados con otros ciclos agrícolas y fenómenos de la naturaleza, que ejercían influencia tangible sobre la vida cotidiana de los comunarios.
La propia geografía y los toponímicos del valle cochabambino nos sugieren su asociación con una amplia diversidad de dioses y diosas.
Pariacaca era un dios asociado con montañas enormes, semejantes al nevado del Tunari. Cuando combatió al malvado Walallu Karwinchu, según se lee en el capítulo 16 del Manuscrito de Huarochiri, aquel dios antropófago le envió una boa de dos cabezas a la cual Pariacaca exterminó lanzándole un cayado de oro en el lomo, y el ofidio quedó convertido en piedra.
«Se dice que esa boa paralizada, hasta ahora aparece claramente en el camino a Janaj Pariacaca. Se dice que la gente cuzqueña y de otros lugares, los que saben, se llevan como medicina pedazos de la indicada boa petrificada que caen al golpearla con una piedra, con la creencia de que les protegerá contra las enfermedades» [8].
Entre los departamentos de Cochabamba y Oruro, entrando a la puna, se encuentra la población de Paria, que en aymara significa «polvos de color colorado, como de berbellón» [9]. Paria-Qaqa quiere decir «Peña Colorada».
Es muy probable también que en las aguas termales de Cotapachi, próxima a la laguna de Cota, en Quillacollo, y por las orillas del rio Sapenco (hoy río Rocha), se hubiera adorado a una exuberante diosa de la fertilidad llamada Huayllama, cuya leyenda narrada en el capítulo 30 del Manuscrito nos habla de una ninfa que se petrificó después de hacer el amor con un dios de los regadíos, Anchicara, mientras éste ampliaba los cauces de un pequeño manantial.
También ha podido estar presente en estas nuestras tierras el terrible Pachacamac. Este dios emparentado con el Sol, antiguamente exigía sacrificios humanos y ofrendas de oro y plata. Los ayllus devotos eran obligados por el Inca a tributar los necesarios sacrificios en honor a este poderoso «huaca» cuando se producían movimientos sísmicos en sus dominios.
Pachacamac significa «el que conmueve al mundo». Este dios tenía el poder de crear terremotos cuando se inquietaba. Aquella vez que los dioses aymaras pactaron con el inca Tupac Yupanqui para pacificar a los collas rebeldes en beneficio de la hegemonía quechua [10], Pachacamac se negó a cooperar con el Inca porque a un solo movimiento suyo podría destruirse el mundo entero, incluido el imperio mismo. «También se dice que cuando voltea la cara a otro lado es cuando la tierra se sacude. Por eso no mueve el rostro en absoluto. Si moviera todo su cuerpo, el mundo se acabaría». Sipe Sipe y aledaños, zona de permanente actividad sísmica, habrán sido pues los dominios de Pachacamac.
La verdadera fundación
Como se ve, el emperador Huayna Cápac llevó la obra civilizatoria impulsada por su padre Tupac Yupanki a un nivel de franco esplendor, el cual sólo pudo ser truncado con la irrupción de los españoles en pleno apogeo de la expansión incaica que se materializaba con la fundación de «llajtas» como Cochabamba.
Huayna Cápac no sólo amplió la base cuantitativa del imperio incaico -habiendo llegado personalmente a inspeccionar sus nuevos dominios territoriales que llegaron hasta el norte de Chile y Argentina, desplazándose desde Cochabamba como su principal centro de reabastecimiento-, sino también dio un gran salto cualitativo creando un universo ideológico y religioso que homogeneizó el pensamiento inca en todo el imperio y se nutrió del pacto entre las diversas deidades aymaras y el dios quechua Inti.
A partir de un singular «diálogo inter-divino», el emperador quechua logró instaurar un equilibrio entre las tendencias monoteístas del Estado imperial inca y las pervivencias politeístas en el seno de la comunidad primitiva aymara (el ayllu). Semejante paradigma de un "Estado comunitario" fue el sustrato de una potente y próspera economía agrícola andina que, de no haber mediado la trágica irrupción española, tenía perspectivas ciertas de convertirse en un modelo civilizatorio que habría traído «otros devenires» para la postrera modernidad.
Cochabamba estuvo en el centro de aquel frustrado proyecto histórico. Esta «llajta» fue una auténtica urbe habitada por las principales divinidades del imperio en convivencia con una masa poblacional devota, progresista, dichosa y libertaria. De ese desaparecido mundo aun quedan vestigios utópicos en el alma del cochabambino común.
Por tanto, las supuestas fundaciones españolas atribuidas a Garci Ruiz de Orellana, Gerónimo de Osorio y Sebastián Barba de Padilla entre 1571 y 1573, fueron nada más un desplazamiento colonial, alentado por los curas católicos extirpadores de idolatrías, destinado a enterrar la urbe original creada por Huayna Cápac.
[1] Teresa Gisbert, Iconografía y mitos indígenas, Ed. Gisbert, La Paz, 1980.
[2] Tristan Platt, "Para una historia del Pensamiento Político Aymara" en Reflexiones sobre el Pensamiento Andino, Hisbol, La Paz, 1987.
[3] David Pereira, «Nuestros Museos», informe especial en la separata Datos & Análisis de Los Tiempos, 15-V-98.
[4] Steve Stern, Los pueblos indígenas del Perú y el desafío de la conquista española, Alianza Editorial, Madrid, 1986.
[5] Los «collus» eran una especie de «mounds» o colinas artificiales de tierra vegetal semejantes a los palacios a la interperie del neolítico europeo. Estos «mounds» andinos eran lugares de siembra y cosecha, a la vez que de adoración y fiesta. Según nos informa el historiador Rafael Peredo Antezana, «collu» es un vocablo de origen aymara que sobrevive como un importante toponímico en la región de Cochabamba; de ahí que además de Quillacollo existen otras poblaciones en esta «llajta» con nombres tales como Suticollo, Pomacollo, Chacacollo, Incacollo, Colchacollo, etcétera.
[6] El o la «Huaca» (o «Guaca») es el nombre genérico con que se conoce a las deidades mayores del mundo andino. Los dioses y diosas menores son llamados «Huillcas» o «Villcas». Estos seres son descritos en el célebre Manuscrito de Huaruchiri atribuido al extirpador de idolatrías Francisco de Ávila quien recopiló los mitos y ritos que constituían un importante culto no cristiano practicado entre Cuzco y Lima.
[7] Se creía inocentemente que la llegada de los españoles era en principio una misión civilizadora encomendada por el dios Cuniraya Huiracocha, emparentado con el Sol; por eso los indígenas los llamaron erróneamente, a los conquistadores ibéricos, «wiracochas», otorgándoles un rango de nobleza (por su supuesto origen divino) que inclusive en la actualidad equivale a «caballero» o «señor».
[8] Manuscrito de Huaruchiri, capítulo 16, editado por Angel Sandóval Herbas en Dioses mayores y menores del antiguo Huaruchiri, Mimeógrafo, Cochabamba, 1989, y por Gerald Taylor en Ritos y tradiciones de Huarochiri, Instituto Francés de Estudios Andinos, Lima, 1999.
[9] Gerald Taylor, op.cit, pag. 9.
[10] El encuentro y negociación entre los dioses aymaras y el inca Tupac Yupanqui (que gobernó aproximadamente entre 1470 y 1493 logrando ocupar y colonizar territorios collas hasta el actual río Loa en Chile y parte del norte de Argentina) es relatado en el capítulo 23 del Manuscrito.
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