El 2007 se inició con un sabor agridulce. El próximo despertar de la larga noche neoliberal en Ecuador, se enturbia con un vago sentimiento de vergüenza por el silencio cómplice y concertado de todo un mundo enajenado ante el show bárbaro transmitido en vivo y en directo de un hombre “muerto a puntapiés”, amenizado con fanfarrias y sin cortes comerciales para solaz de la plebe.
El escenario, un país arrasado, humillado y ofendido como suelen ser los pueblos invadidos por hordas extranjeras. El ambiente, un clima de terror que deja docenas de cadáveres mutilados en cada uno de los mil trescientos ochenta y cinco días malditos que ya dura el cruel martirio. -Pero dicen que es un éxito, porque sólo hay tres mil americanos muertos.
El protagonista, un tirano que impuso con mano de hierro, paz y progreso a una nación; un monstruo que abusó de su poder y sacrificó a miles de inocentes; un ’aliado’ al que las potencias occidentales le vendieron a buen precio sofisticados instrumentos de muerte para una guerra que cegó un millón de vidas en ocho años; un "terrorista" acusado de atentar contra el mundo occidental-judeo y cristiano con “armas invisibles de destrucción masiva”.
Los directores, los amos del universo: Bush, su camarilla y la “coalición”.
El guión, la “justicia infinita”, “el eje del mal”, “la doctrina de seguridad nacional”.
La trama, un juicio ilegal llevado a cabo por un tribunal impuesto por el Pentágono y escogido de entre las presuntas víctimas del acusado: kurdos y chiíes.
El «Oscar», los pozos del Medio Oriente.
De extras, un gobierno títere, una corte espuria, unos organismos internacionales castrados, una prensa unidireccional y nosotros.
Para calentar el ambiente, los invitados especiales fueron deleitados con imágenes de los campesinos afganos hacinados en Guantánamo, de los iraquíes torturados en Abu Ghraib y de los sobrevivientes del holocausto de Fallujah.
Pero algo falla en el guión: en vez de un epílogo humillante, aparece la víctima desafiando a sus verdugos y desdeñando a la muerte.
La valentía y dignidad prevalecerán en la historia como el último gesto del ahorcado.
Las doce campanadas marcan el fin de un año más.
Las respectivas uvas se cruzan entre la esperanza y la ira.
En silencio, al borde del bochorno, me atrevo a improvisar un padrenuestro por el alma del desalmado.
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