1 de mayo de 1954
Ferdinand Marcos sedujo y casó a Imelda Romuáldez en once días, al cabo una especie de carrera contrarreloj, ventilada hasta el hartazgo por las crónicas del sentimentalismo barato y el romanticismo cursi. Doce años mayor, intrépido para el flirteo, el incisivo diputado ilocano no reparó en el exceso de naturalidad, la falta de refinamiento y los dejos de tosquedad de la joven.
Al unísono obedeció al astuto cálculo político de unirse con una mujer cuyo apellido acarrearía a su caudal del norte los votos del sur, y se dejó guiar por el estado de encantamiento en que lo puso la aparición de Imelda en el despacho de su primo, el presidente de la Cámara, aquel 6 de abril de 1954.
Relajada y en sandalias, despreocupada por el recinto, comiendo pepitas de melón y lamiendo un helado, fastidiada por los mosquitos, a ella el encuentro con el legislador liberal la tomó desprevenida. Su noviazgo con Aristón Nakpil se mantenía incólume, no obstante la lentitud para que se disolviera el casamiento que le había costado una velada de ebriedad al promisorio aristócrata formado en Europa y Estados Unidos. Para Marcos el flechazo fue devastador.
La cortejó de inmediato, haciéndole llegar dos rosas, una en prueba del amor naciente, la otra en testimonio de la eternidad de sus sentimientos. Dulces, chocolates y el repicar del teléfono darían las notas del pentagrama en los días siguientes, al ritmo de ramos de flores con versos de Walt Whitman, Omar Khayan y William Shakespeare.
El periodista José Joe Guevara, del Manila Times, amigo de Marcos y presente en el Congreso cuando la pareja se conoció, fue quien convenció a Imelda para que, aprovechando el asueto parlamentario de Pascuas, compartiera con ellos unos días de esparcimiento en Baguio, un centro turístico con campos de golf y salas de baile a tres horas de auto de Manila. Era cuestión de socorrer a Marcos, quien rezaba a santa Catalina que no le hiciera perder a Imelda, puesto que nunca le había acontecido "nada parecido con una mujer".
Ella se alojó en la Residencia de Gobierno en Baguio gracias a una reserva de su primo, jefe del Parlamento, y Guevara y Marcos, en el hotel Los Pinos. La Semana Santa estuvo fervorosa. El trío paseaba en un Plymouth blanco de Marcos, regalo de los comerciantes chinos al diputado por facilitar licencias de importación fraudulentas.
Marcos no era católico pero simulaba devoción y concurría a las misas con Imelda. Ardorosamente le propuso matrimonio y Meldita finiquitó sus cavilaciones en la madrugada del Viernes Santo, luego de una conversación telefónica con Aristón Nakpil, quien perdió la partida acusándola, tiempo después, de no haberle jugado limpio.
"Te trataré como a una reina y serás feliz", profetizaba Marcos, preocupado por evitar que llegara a oídos de Imelda su relación con la hispano-filipina Carmen Ortega, Miss Fotografía de Prensa 1949, con quien ya tenía un hijo. Ansioso, él desenvainó una licencia de casamiento en blanco para que Imelda la firmara. Jactancioso bromeaba: "que más quieres, soy guapo y rico, no tengo vicios menores, no bebo, no fumo, sólo cometo un pecado, la política".
Imelda aparcó sus dudas y estampó la rúbrica. El Sábado de Gloria la pareja concurrió ante el juez Francisco Chanco -compañero de estudios de Marcos, justamente quien había facilitado el formulario de casamiento- y celebraron la boda con Guevara y Eugenio Baltao, dos testigos proporcionados por el novio.
Al día siguiente ella telegrafió a su padre y de retorno en Manila, fijaron con su flamante marido la fecha del 1 de mayo de 1954 para solemnizar las nupcias religiosas y la recepción social.
Fue en la Iglesia de San Miguel de Manila que Imelda reveló a la concurrencia los secretos del traje de novia diseñado por Ramón Valera, de quien había sido fugazmente modelo. Luciendo un conjunto de satén y nailon, velo de tul y una cascada de perlas esparcidas sobre el vestido, recibió la bendición divina.
Se unió católicamente con Ferdinand Marcos, que se bautizó apurado en las vísperas para cumplir con el rito apostólico y romano, renegando con el gesto de sus creencias protestantes practicadas en la iglesia filipina aglipayana, y de sus aficiones al yoga tántrico.
El presidente de Filipinas, Ramón Magsaysay, que había asumido la primera magistratura el año anterior catapultado por la CIA, les prestó, por cortesía, los jardines del Palacio de Malacañán para que dieran una fiesta por todo lo alto con 3.000 invitados. En la pantagruélica comilona se deglutió, a los postres, una gigantesca torta que reproducía el edificio del Parlamento, tal vez un simbólico adelanto de la voracidad con que los cónyuges saquearían los órganos del Estado.
Ferdinand le regaló un brazalete con 11 diamantes, uno por cada día de noviazgo, un anillo de compromiso con un diamante de diez quilates como una avellana, que Imelda muestra hasta el presente, y unos pendientes también de diamantes. Ella se limitó a unos gemelos de perlas. Partieron de luna de miel por cuatro meses alrededor del planeta. Fue durante ese periplo que Imelda echó a rodar la historia del tesoro abandonado por los japoneses y capturado por Marcos, puesto a resguardo en cofres bancarios de distintas latitudes.
Este argumento fue la piedra angular de su defensa judicial de estos últimos años, descargando el fardo sobre su difunto esposo, quien no está más en este mundo para descorrer las cortinas de la verdad.
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