Liberada por el CICR (Comité Internacional de la Cruz Roja) del hotel Rixos en Trípoli en donde estaba bloqueada durante cinco días, la periodista Lizzie Phelan nos da sus primeras impresiones de la caída de la capital libia. El peligro, la muerte y el miedo reinan por todos lados en adelante en Trípoli, la capital de la «Nueva Libia», mientras que desfilan las tropas de la OTAN y sus Colaboradores.
Juntos con sus colegas de Telesur, Russia Today, del Centre for Research on Globalization, de la Red Voltaire, la periodista Lizzie Phelan (PressTV) es una de las raras reporteras en haber arriesgado su vida para informar la realidad de la guerra en Libia, información muy diferente y a contra-corriente de la propaganda divulgada por los medios comerciales en los países de la Coalición.
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En medio de todo el furor mediático por la caída de Trípoli del control del gobierno libio, no es fácil conseguir una visión clara de cómo van las cosas bajo sus nuevos gobernantes. Después de haber pasado cinco días atrapada en el hotel Rixos junto con 35 otros periodistas extranjeros, me costó creer que las calles por las que conducíamos eran las mismas con las que me había familiarizado durante el mes que pasé en la capital.
Las calles previamente animadas en las que familias iban y venían desde la playa y se preparaban para una cena para interrumpir el ayuno estaban vacías, las banderas verdes reemplazadas por las de los rebeldes, y los pocos puntos de control previamente ocupados por voluntarios hombres y mujeres, es decir residentes, con Kalashnikovs, habían sido reemplazados por puntos de control cada 100 metros, ocupados por tanques y combatientes exclusivamente masculinos portando armas sofisticadas suministradas por la fuerza militar más poderosa del mundo, la OTAN.
Los orgullosos jóvenes libios negros que protegían sus vecindarios habían desaparecido. Después vimos imágenes en las cuales son acorralados y colocados en camionetas, una imagen que en los meses anteriores había sido limitada a sitios como Bengasi y Misrata. Son las víctimas de la afirmación de que Gadafi había contratado mercenarios del continente africano, que había sido abundantemente rechazada por organizaciones de derechos humanos por carecer de toda evidencia. Pero en la nueva Libia son algunos de los primeros –junto con los de las mayores tribus, Wafalla, Washafana, Zlitan y Tarhouna – sospechosos de apoyar a Muamar Gadafi, un crimen castigado con la muerte y algo mucho peor.
El convoy de la Cruz Roja que nos transportaba llegó al hotel Corinthia. Cuando estuve allí en un viaje anterior hace solo un mes, sólo dos o tres guardias armadas ocupaban la entrada. Esta vez estaba repleta de hombres armados portando armas enviadas por la OTAN y Qatar y solo quedaba un puñado de miembros del personal abrumados y exhaustos.
Más tarde, vi algunas caras libia que reconocí, con sus ojos llenos de dolor. “¿Cómo le va?” pregunté a una mujer, “él sigue estando en nuestros corazones” me respondió. Más adelante, cuando tuvimos más tiempo para hablar en privado se descompuso, y pidió perdón por llorar. Me dijo que era imposible hablar con alguien: “Libia es como nuestra madre, pero ya no podemos hablar con nuestra madre”. Por ser Wafalla del área tribal de Beni Walid –sabía que ella y su familia podían ser atrapados en todo momento, simplemente por el apoyo inalterable de los Wafalla al que ellos llaman su “guía”– Muamar Gadafi. Me dijo:
“La gente de Beni Walid siempre ha sido muy orgullosa, generosa, humilde y digna. Bajo esa bandera [la rebelde] del rey Idris, teníamos que besar los pies del rey antes de poder decirle una palabra. Hemos vuelto a esos tiempos.”
Fue una de muchos que me advirtieron que me mantuviera al margen y me fuera lo antes posible. Yo había sido uno de los pocos periodistas que se concentraron en los efectos de la campaña de bombardeo de la OTAN en el país y había tratado de destacar el millón de marchas y de conferencias tribales a favor del gobierno libio que indicaban que no era tan impopular dentro de Libia como trataban de presentarlo.
También había tratado de denunciar los vínculos de los rebeldes con al Qaida, a la que la OTAN combatía en sitios como Afganistán. Desde la admisión de los rebeldes de que el asesinato del ex comandante rebelde Abd al Fatah Younis fue realizado por grupos vinculados a al Qaida dentro de sus filas, la presencia de los extremistas amenazaba con hacerse más evidente mientras el gobierno libio de entonces se disponía a publicar archivos y grabaciones telefónicas que sacaban a la luz la participación de al Qaida en la crisis y cómo Occidente había trabajado con ellos.
Pero después de la caída de Trípoli solo la firme aceptación de la nueva Libia garantizaría mi seguridad, y mi amiga Wafalla me instó a volver a casa y hablar sobre lo que estaba sucediendo.
Mientras los combates siguen arrasando las carreteras en el interior del país, y éstas son particularmente inseguras para cualquiera sin protección rebelde, mi única posibilidad de volver a casa era cruzando el Mediterráneo.
Durante días fue una posibilidad muy limitada – la conmoción entre rebeldes que estallaba frecuentemente en el hotel Corinthia por cuál era la verdadera autoridad, se extendía no solo hasta el camino al puerto que necesitaba para escapar, sino a gran parte de la ciudad. Durante cuatro días decían a otros extranjeros y a mí cada unas pocas horas que podíamos partir, solo para que la persona que había aprobado la partida en el puerto desapareciera y fuera reemplazada.
Con tantos grupos diferentes, como el Grupo de Combate Islámico Libio, el Frente Nacional por la Salvación de Libia, y aquellos leales a los desertores del gobierno de Gadafi, las fuerzas occidentales que ahora están abiertamente en el terreno parecen moverse en terreno desconocido.
En mi segundo día en el Corinthia, tres británicos machotes se pavoneaban por ahí e insistían en que ellos estaban ahora a cargo de la seguridad del hotel. Uno de ellos me dijo que había llegado de Kabul, que “se está poniendo mucho peor”. “¿Piensa que esto se va a poner como Kabul?”, pregunte. “Es muy probable, con tantos grupos diferentes que luchan por el poder”, respondió.
Mientras tanto el coste en vidas perdidas en la caída de Trípoli ha recibido poca atención. Las últimas cifras concretas provienen del entonces existente Ministerio de Salud durante el segundo día de combates en Trípoli, que fijó la cantidad de muertos en 12 horas solo en la capital en 1.300 con 900 heridos. El Ministerio informó que el día anterior más de 300 habían sido asesinados y 500 heridos. Eso sobrepasa los 1.400 masacrados durante el ataque durante dos semanas de la Operación Plomo Fundido de Israel contra Gaza que provocó indignación en todo el mundo.
Después de fuertes bombardeos y ataques por helicópteros Apache en el vecindario más pobre de Trípoli y una de las últimas áreas en caer, Abu Saleem, testigos presenciales informaron que habían visto montones de cuerpos cubriendo las calles. Un pariente de alguien del que se temía que estuviera entre los muertos visitó el hospital local donde dijo que quedaban solo un doctor y dos enfermeras. Como las masas de los trabajadores de la capital, gran parte del personal del hospital había huido, estaba oculto o tal vez muerto. Cuando quiso ver los cuerpos, los guardias le dijeron que no había ninguno – su familia teme que hayan sido arrojados a fosas comunes en sitios que pueden mantenerse desconocidos durante mucho tiempo.
Este baño de sangre no corresponde a la narrativa de una “Libia libre” en la cual los civiles son “protegidos”, pero en una atmósfera semejante cargada de la avidez por control a cualquier precio, es casi imposible que los que están en el terreno sean honestos en cuanto a las imágenes ante sus ojos, mientras permanezcan en territorio en manos de los rebeldes.
Un joven rebelde armado que llevaba la bandera francesa sobre su uniforme de campaña apareció detrás de mí y me preguntó de dónde era. “Londres” respondí. “Ah Cameron, amamos a Cameron”, sonrió con una amplia sonrisa. Me obligué a sonreír; incluso una crítica a mi propio primer ministro dejaría traslucir deslealtad hacia los nuevos gobernantes de Libia.
En el puerto mientras observábamos el barco que había estado esperando para que descargaran sus suministros y que fueran reemplazados por pasajeros, un italiano comentó que eran “como niños dirigiendo una universidad” mientras la nueva gente a cargo trataba de operar las grúas y otra maquinaria necesaria para que los barcos pudieran ir y venir.
Se nos dijo que era posible que el barco no pudiera partir durante cinco o diez días y que la única opción para salir por mar era un barco pesquero de 20 metros de largo para 12 personas, sin la mayor parte del equipo de seguridad.
43 personas nos preparamos al embarque. El rebelde a cargo de monitorear nuestro barco controló repetidamente nuestra identificación durante cuatro horas, insistiendo en que no se permitiría la partida de ningún ruso, serbio o ucraniano. Tampoco de un ciudadano cubano o ecuatoriano. Las relaciones de sus países habían sido demasiado buenas con Muamar Gadafi durante la crisis.
Finalmente, cerca de medianoche, todos pudimos subir, con la excepción de un ruso.
Mientras los ruidos de tanques y tiroteos y el olor a muerte que llenaba el aire se hacían más y más distantes, recordé la ciudad pacífica, acogedora y segura a la que había llegado.
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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