Traigo a África en la sangre. El resonar de tambores, la punta afilada de lanzas, las rayas coloreadas realzando la piel y en la boca el gusto atávico de los frutos del jardín del Edén. En el alma las cicatrices abiertas de tantos azotes, el grito imperial de los cazadores de gente, los hijos separados de sus padres y los maridos de sus mujeres, el balanceo agónico de la travesía del Atlántico y en los poros la muerte segando cuerpos engullidos por el mar y triturados por los dientes afilados de los peces.
Soy hijo de Ogum y Ósala, devoto de Yemanjá, a quien elevo las ofrendas de todos los dolores y colores, lágrimas y sabores, el llanto inconsolable de las cabañas, la carne atada con cuerdas, las muñecas y los tobillos sujetados con hierros, la soledad de la raza, el vientre rasgado y preñado por la feroz pulsión de los señores de la Casa Grande.
Me quedan, en el cuenco de madera las sobras del cerdo descarnado y, mientras la mesa colonial saborea el lomo, corto pieles y orejas, rehogo en grasa los frijoles, rebano en forma de salchichón las carnes, frío longanizas y torreznos, sazono con pimienta y condimento, y me harto. En el alambique recojo la savia ardiente de la caña, y me transporto a mis ancestros, a las sabanas y selvas, al tiempo de la inconmensurable libertad.
En las noches de la Casa Grande vacía y los capataces ebrios, adorno mi cuerpo con pinturas y, al reflejo de la luna, adorno brazos y piernas, me cubro de collares y brazaletes y, al son embriagante del tambor, bailo, bailo, bailo, exorcizando tristezas, conjurando a los malos espíritus, imprimiendo al movimiento de todos mis miembros el impulso irrefrenable del vuelo del espíritu.
Soy esclavo y, sin embargo, señor de mí mismo, pues no hay cerrojo que me aherroje la conciencia ni moralismo que me haga encarar el cuerpo con los ojos de la vergüenza. Hago fiesta del sexo, del cariño liturgia, del amor bonanza, multiplicando la raza con la esperanza de quien fertiliza semillas. Le doy al señor nuevos brazos que habrán de derribarlo de su trono.
Comulgo con la exhuberancia de la naturaleza, las copas de los árboles son mis templos, traigo las ofrendas del fogón de leña, en mi ser se agitan, veloces, caballos alados, y sigo el mapa trazado por los caracoles, que me enseñan que no hay dolor que dure siempre y que el verdadero amor perdura. Tan poblado está el cielo de mis creencias que no rechazo ni siquiera la santería del clero. Antes bien reverencio el caballo de san Jorge, transfiero a los altares la devoción a mis orixás, tiro al río a la Virgen negra con la fe de que, entre tantas blancas, traídas en las andas del señor de esclavos, llegará el tiempo en que la mía será Aparecida y a sus pies también se doblarán las rodillas de los blancos.
Soy liberto y, en el fondo de los bosques, recreo un espacio de libertad, defendiendo con espíritu guerrero mi reducto de paz. En el quilombo (cabañas en la selva de los negros fugitivos), mirando a África, rescato la fuerza histérica de mi idioma, celebro rezos y congadas (bailes oriundos del Congo), el canto libre haciendo eco en el coro de la pajarería, las aguas de la cascada limpiándome de todo temor, los árboles en centinela cubiertos de mil ojos vigilantes.
Ciudadano brasileño, todavía lucho por la liberación, empeñado en abolir prejuicios y discriminaciones, trabajo esclavo y tortura, cadenas forjadas en la inconsciencia e inconsistencia de quienes insisten en hacer de la diferencia divergencia e ignoran que Dios también es negro.
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