Los antídotos frente a los cambios que todos quisieran funcionan eficazmente: nada se mueve. Las fuerzas inerciales que están por todos lados estropeando cualquier transformación siguen saliéndose con la suya (incluso en nombre de la "revolución") A pesar de la larga enumeración de mutaciones que efectivamente están andando por todo el mundo, la academia se las arregla para permanecer básicamente igual. Antes esta situación sólo era una impresión originada en el olfato y otros medios heterodoxos de conocimiento.
Ahora abundan los diagnósticos, los estudios de todo géneros, las discusiones a todas las escalas (centenares o miles de eventos realizados para debatir el tema universitario en todo el mundo), las reflexiones hechas por todos los actores que tienen algo que ver con el mundo académico (centenares o miles de publicaciones de todo tipo consagradas a la discusión sobre Educación Superior) De esa impresionante masa crítica de información y análisis resalta una realidad brutal: la universidad no se está transformando (ni siquiera en el sentido funcional que propaga el discurso del Banco Mundial con el subterfugio de la "modernización" de la educación superior) [1]
El primer impacto de este curioso fenómeno (cuanto más información se aporta más patético es el cuadro) es la perplejidad con la que numerosos estudios tienen que hacerse cargo del hecho de provenir justamente del mundo académico. A primera vista lo que constatamos es un discurso circular que piensa la universidad desde la universidad misma.
Lo cual no es forzosamente una fatalidad, habida cuenta de los valiosos aportes que se han generado históricamente de intelectuales orgánicamente comprometidos con la cultura académica Moderna (La "M" mayúscula destaca la identificación con el discurso educativo de la Modernidad). Sólo que en la coyuntura actual este círculo vicioso se hizo parte de la crisis que está instalada en la médula fundacional de la idea misma de Educación que nos trajo hasta aquí, y con ello, la conmoción de los pivotes paradigmáticos de la idea de "Universidad" con la que ha funcionado durante estos tres siglos el Proyecto Ilustrado en todo el mundo.
Esta impotencia del discurso universitario para pensarse a sí mismo no es una rareza atribuible anecdóticamente a los síndromes del subdesarrollo o leyendas parecidas. Se trata en el fondo del mismo fenómeno que aqueja al conjunto del pensamiento de la Modernidad, es decir, a la racionalidad constitutiva de la civilización occidental. No se trata pues de una anomalía accidental que pondría en dificultades momentáneas al discurso oficial para dar cuenta de la crisis de un modelo de universidad.
Ello, al contrario, es la expresión de una invalidación mayor: se trata, para decirlo sin sutilezas, del vaciamiento de todas las parafernalias científicas de las que se ha valido el discurso académico para auto-legitimarse, para justificar su existencia, para perpetuarse inercialmente.
Sin ese magma cultural que flota en el ambiente la universidad hubiese dado paso a otra cosa hace ya rato. Sin ese sentido común tan poderoso que funciona implacablemente en toda la sociedad, hace ya mucho que la Educación Superior se hubiese transformado en sus raíces. Lo que estamos afirmando es que sin la transfiguración de ese humus cultural no hay cambio posible. Para decirlo en clave moriniana: "sin reforma del pensamiento no hay reforma de la universidad".
Pero esta convicción profunda puede dar lugar a varios malentendidos que convendría despejar. El más generalizado entre ellos es la suposición según la cual habría que "esperar" a que una tal reforma del pensamiento tenga lugar para "luego" emprender la tan esperada transformación de la universidad. Es más o menos el mismo dilema que se plantea en los ambientes culturales con una tesis que se emparenta: la revolución, o es cultural o no es revolución. Sólo cuando los cambios se hacen piel de la gente (cuando habitan su sensibilidad profunda) se vuelven ellos mismo irreversibles. Moraleja: la revolución está bien lejos. Si estos asuntos son pensados linealmente, no hay salida. Si se plantea mecánicamente que una cosa va "primero" y otra viene "después", el juego está trancado.
Se trata entonces de resituar estas visiones colocando el acento en la simultaneidad de los procesos de forma y fondo, en el manejo conjunto de los grandes lineamientos y las realizaciones inmediatas. No hay nada que "esperar" para emprender aquí y ahora la transformación universitaria. Entendiendo en todo momento que habrá contenidos viejos que se arrastran, aspiraciones utópicas que nunca llegan, transiciones problemáticas que jamás serán "puras". Como las reformas no se decretan entonces contamos con un amplio margen de maniobras para las transacciones, para experimentar, para cambiar el rumbo cada vez que sea preciso.
Tener claro que el meollo del asunto son los modos de pensar tal vez no asegure un destino preciso de las luchas por la transformación universitaria, pero coloca un horizonte de sentido para el quehacer cotidiano extremadamente valioso: para valorar las alianzas, para recuperar las pequeñas experiencias, para ejercitar la crítica de lo que se hace, en fin, para enrumbar la acción transformadora frente a cada situación concreta.
No se trata de un "principio" dogmático que se invoca ritualmente para confortar los espíritus. Como parece obvio, el asunto de fondo de los modos de pensar convoca una carga de contenidos muy potente a la hora de confrontar una visión de la universidad y del mundo de hoy. Es justamente allí donde se juega con mayor densidad el espesor de un pensamiento posmoderno, es decir, la perspectiva epistemológica que se hace cargo de los nuevos modos de pensar (nótese que hablamos en plural justamente para enfatizar la diversidad que es constitutiva de la vida cognitiva)
Se entiende así que la preocupación por los contenidos epistemológicos de esta agenda suscite un clima permanentemente tenso en el que abundan las confusiones y malentendidos.
Comenzando por una cierta dejadez intelectual que supone cómodamente que estos asuntos corresponden "a otros", es decir, la clásica externalidad que se escabulle con el pretexto de que "eso no es conmigo". No obstante, lo que se reclama desde una perspectiva crítica es precisamente la necesidad de articular los presupuestos básicos con los análisis coyunturales (lo cual es válido, por lo demás, para todas las esferas de la reflexión teórica).
De lo que se trata es de hacer visible la conexión esencial entre ciertos referentes paradigmáticos y las visiones que circulan sobre la universidad. Estas conexiones no son un saludo a la bandera para hacer lucir las propuestas de reforma universitaria. Tampoco aludimos a las conocidas "declaraciones de principio" que sólo sirven como tranquilizantes espirituales de enfoques inconsistentes y acomodaticios.
El asunto es explicitar hasta sus últimas consecuencias las bases epistemológicas sobre las que reposa un determinado análisis de la universidad. De esa matriz epistémica depende buena parte de lo que se propone en materia de reforma académica. De allí surgen luego los caminos que desembocan, por ejemplo, en una teoría posmoderna de la educación, o los torrentes que van a dar a una crítica de la idea de "trabajo", en fin, todas las variantes que van desprendiéndose de una noción de formación que ha ajustado cuentas con la "escuela" y otros encierros.
Si logramos recuperar la relevancia del debate epistemológico hemos ganado un valioso terreno para la recreación de los presupuestos de otra manera de pensar. Pero ese paso es insuficiente. Son muchas las epistemologías que entran en escena. Son contradictorios los enfoques que allí se disputan. No da igual ésta o aquélla mirada sobre el conocimiento. Es preciso llenar de contenido la postulación según la cual en el terreno epistemológico se juega buena parte del destino de la reforma universitaria. ¿Con cuál paradigma entonces?
En el sentido que asigna Edgar Morin a la noción de "Paradigma" (conjunto de presupuestos que gobiernan la reflexividad en campos, épocas o tenencias del pensamiento) podemos conjeturar que nos encaminamos a una formulación epistemológica abierta que echa manos de un amplio abanico de postulaciones básicas, cuya síntesis apretada puede dibujar ese "paradigma de la complejidad" que se ofrece como alternativa. Los vectores que integran este mapa epistémico pueden resumirse como sigue:
– Asunción de la transcomplejidad como magma de la reflexividad que se abre paso.
– Apuesta fuerte por el "pensamiento débil". Con ello, una crítica a las pretensiones unificadoras de los enfoques cientificistas.
– Una mirada arqueológica-genealógica (en la tradición foucaultiana) que toma distancia del historicismo, del evolucionismo lineal, de las visiones el tiempo continuo, unitario y teleológico.
– Una óptica deconstruccionista (En la tradición derridiana) que explora todas vías para colocar en el punto cero las unidades de sentido de prácticas y discursos.
– Un tono rizomático (en la onda deleuziana) que hace del conocer una operación intersticial y nómada.
– Una apuesta fuerte por lo pulsional (por la "razón sensible" de Maffesoli) que supone otra idea de la razón: habitada por la pasión, por la fantasmática, por la poética.
– Un encuentro fecundo con las orientaciones epistemológicas post-racionalistas y post-dialécticas en donde se produce hoy un rico proceso de reformulaciones inspiradas en el suelo común de la crisis de la episteme Moderna.
– Una apuesta por los efectos de desfundamentación (en la tradición de Rorty) que pone en su lugar las pretensiones del discurso filosófico de colocarse por encima de los campos teóricos sustantivos.
– Una fuerte relativización epistemológica de los criterios de consistencia con los que se formulan las teorías de procesos (contra el "universalismo" que está en los tuétanos de la racionalidad Moderna).
– Una apuesta fuerte por la dimensión crítica de las prácticas teóricas (frente a la pretendida "neutralidad" ética de la ciencia y del conocimiento mismo).
– Una reapropiación de lo irrupcional, de lo contingente, de lo efímero.
– Una apuesta fuerte por la dimensión lúdica, hedonista y erótica de la experiencia.
– Por una estetización de la existencia que hace de las prácticas cognitivas una dimensión integrada a la vida.
– Una apuesta fuerte por la performatividad de las "cajas de herramienta" (desechando los formalismos y la burocratización del pensamiento).
– Una apuesta fuerte por el diálogo de saberes que conduce a una horizontalización de las prácticas, a una democratización del conocimiento, a un verdadero encuentro de civilizaciones.
– Una reapropiación de los referentes paradigmáticos que nos permiten dotar de consistencia a las estrategias cognitivas más diversas (frente al metodologismo abstracto que pervierte los procesos de producción de conocimiento).
– Una apuesta fuerte contra los efectos de poder constitutivos de la lógica societal de la Modernidad, es decir, una mirada epistemológica que toma una distancia radical respecto a cualquier ingenuidad en torno a la lógica de la dominación.
El juego dialéctico de este conjunto de presupuestos (presupuestos que en muchos casos ocupan sólidos espacios intelectuales desplegados en teorías propiamente dichas) es lo que podríamos denominar con propiedad paradigma posmoderno: sin pretensiones de "fundamentación" filosófica, sin la ilusión de la "gran" teoría unificadora de totalidades artificiales, en fin, sin hacer concesiones a la irresistible propensión a fundar de nuevo la "Corte Suprema" del mandarinato intelectual. Pero desde luego, sí afirmado en el posicionamiento de una espesor intelectual que no es negociable, es decir, un perfilamiento de protocolos para la producción de conocimientos, un marco ético para la legitimación de procederes, unas reglas de juego para que los diálogos intelectuales sean motor real de las nuevas búsquedas. Estos efectos de contexto son adicionales a los contenidos mismos de aquéllos presupuestos epistemológicos. La discusión es por ello en dos direcciones: en el seno mismo de los contenidos que informan sobre cada una de estas palancas epistémicas, por un lado.
En el marco de los efectos socio-culturales y ético-políticos, por el otro.
Esos son los debates que cardinan los grandes ejes de la investigación de punta en el pensamiento social que pauta la agenda en todo el mundo. Allí reinan los desacuerdos, las más variadas matizaciones, las orientaciones de todo orden. El enfoque de talante posmoderno es una vertiente de este complejo decurso. Él mismo problemático en la medida en que se expresa a través de las múltiples voces que se reclaman de la posmodernidad. Imposible -e indeseable- apelar aquí a la postura "políticamente correcta".
Al contrario, que la pluralidad se exprese, que la diversidad conviva, que los conflictos animen los escenarios que irán dibujándose en el juego de tendencias que está ya conformado y que se avizora aún más animado en el porvenir.
La pregunta es entonces ¿cómo impacta el cuadro epistemológico anteriormente descrito al juego de tendencias que se observa en el debate sobre la universidad? Más directamente: ¿cuáles son las implicaciones de aquélla discusión básica para las corrientes posmodernas que intentan especificar su visión de la crisis de la universidad que tenemos, y consecuentemente, sus apuestas sobre la universidad que viene?
Volvemos al punto de partida: "sin reforma del pensamiento no hay reforma de la universidad". La insistencia de Edgar Morin en esta premisa esencial apunta al corazón mismo del debate que nos ocupa: la reforma universitaria que vale la pena es aquella que se hace cargo -en serio-de la naturaleza de la crisis profunda que sacude a todos los modelos educativos que han desfilado en estos tres siglos de Modernidad.
En su seno, el eclipse de un modelo de universidad que hace aguas (que al decir de Cristovan Buarque, Ex Ministro de Educación de Brasil, "no ha cambiado en los últimos mil años"). Esa tarea está cumplida en el mapa intelectual de hoy. Hacerse cargo de esa crisis quiere decir poder dar cuenta de lo que está verdaderamente en juego en esta coyuntura. Sobre este campo abundan los aportes teóricos provenientes de investigadores que asumen abiertamente esta perspectiva de análisis.
No podemos afirmar lo mismo en el campo de las experiencias universitarias que pudieran mostrarse como cristalizaciones de un proyecto posmoderno. La universidad se posmoderniza en el sentido de una negatividad (lo mismo que viene ocurriendo en la sociedad toda en las última décadas). Este proceso guarda un sintomático parentesco con la forma singular como se "Modernizó" el tinglado institucional en la larga marcha de la Ilustración.
Hemos tenido Modernización sin Modernidad en América Latina. Ese no es un detalle menor a la hora de valorar el itinerario que siguió entre nosotros una categoría tan cara al ideario Moderno como la de Educación. De una manera bastante parecida vivimos hoy una posmodernización sin posmodernidad. Ello es particularmente notorio en la vida académica donde tardíamente se padecen hoy los males que se atribuían al clima posmoderno en la década de los años ochenta: desesperanza, "todo vale", apatía, desafiliación, individualismo consumista, apoliticismo, pérdida de referencia en el espacio público, apología de lo privado, decadencia generalizada, etc.
El desafío mayor en esta transición es poder plasmar en las experiencias germinales lo que son ya activos intelectuales indiscutibles. Sabemos que hay una gran cantidad de movimientos en el mundo empujando en esa dirección. No se trata de "aplicar" lo que está formulado teóricamente. Se trata más bien de hacer patrimonio colectivo lo que hasta ahora ha sido amasado por las tribus más esclarecidas. Ese no es un trayecto de "aplicación" como sí de encarnación progresiva de una nueva manera de asumir la formación, es decir, una idea de universidad que ha ajustado cuentas de raíz con el humus fundador del paradigma Moderno de universidad.
Ese reto está asumido, y en lo que concierne al aporte que los distintos núcleos de ORUS en el mundo pueden compartir con tendencias y grupos que también están apostando por una transformación sustancial de la universidad, es claro que los imperativos de la agenda que está conformándose van en la dirección de los procesos tangibles de cambio, hacia las experiencias que pueden generalizarse, hacia las buenas prácticas que pueden trasegar los viejos linderos.
Para que un tal horizonte sea siquiera planteable es menester que el debate más elevado marque la pauta, que la interpelación democrática de las ideas no cese de abrir rumbos, que la polémica pueda ser procesada sin traumas. Es justamente ese espíritu el que debe ser defendido sin tregua en los escenarios que se avecinan: discusión de los marcos legales que regulan la vida universitaria, profundización de las políticas públicas hacia este sector, adecuación del Sistema de Educación Superior a los imperativos constitucionales, al reordenamiento del Estado, y sobre manera, articulación de todo ese inmenso aparato institucional a la tarea mayor de derrotar la pavorosa exclusión social de la que ha formado parte la universidad durante siglos.
[1] En otro lugar nos hemos ocupado de explorar la pregunta de por qué la universidad se ha vuelto tan refractaria a los cambios que ella misma celebra respecto a la "sociedad de la información" y otros consuelos linguísticos
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