En la sociedad de clases, la ideología es un ente tan poderoso que puede operar por ósmosis. Al vestir a un joven de soldado, junto con el uniforme, el fusil y los arreos de campaña, se le trasvasan, algunos preceptos ideológicos tan rotundos como absurdos, entre ellos, el deber del soldado.
Al convertir el deber militar en una categoría neutra y abstracta, desprovista de contenido real, de sustancia clasista y ajena a los intereses que como persona y ciudadano tiene el conscripto, se bloquea su pensamiento, tornándolo incapaz de rechazar la bazofia ideología que se le sirve como doctrina de seguridad nacional.
De la manipulación ideológica relacionada con el deber cívico, la defensa del orden, las instituciones, la seguridad y la Patria, procede el fenómeno de que al ingresar al ejército, automáticamente, los reclutas incorporen a su credo una concepción del deber que homologa la patria y el poder y asume el orden político vigente con lo ideal. Convertida en vademécum, la obediencia debida, deviene mecanismo de auto excusa y justificación para los desmanes cometidos por los militares.
De ese modo, con paga o sin ella, como por arte de magia, la oligarquía puede contar con el servicio devoto de aquellos a los oprime y excluye. Los mismos jóvenes de familias campesinas, indígenas, obrera a los que se negaron oportunidades para estudiar y desarrollarse, son llamados a filas o convertido en soldados profesionales para servir a sus opresores, cosa que además, deben hacer con orgullo.
Porque lo manda Leopoldo Galtieri, un esbirro argentino, lo ordena Pieter Botha, un artífice del apartheid o lo quiere George Bush, un contumaz mentiroso, un joven porteño debe inmolarse en el asalto a Puerto Argentino en Malvinas, un muchacho sudafricano en Cuito Cuanavale y un yanqui de Connecticut, en Faluya. No hacerlo es faltar al deber e incluso traicionar.
El mito surgió con la burguesía que acuñó la noción de Patria y manufacturó la patriotería, fundó el nacionalismo y el chovinismo y, comenzando en tiempos de Napoleón que usurpó los ecos de las la Revolución Francesa, dio a la condición de soldado un relumbrón que nunca había tenido y que naturalmente no merecía.
Mediante un proceso cuidadosamente elaborado, las fuerzas armadas, comenzando por el cuerpo de oficiales que se convirtió en una elite privilegiada y mimada, fueron separadas del pueblo y alineadas al poder opresor mediante privilegios y barreras ideológicas.
En ninguna parte de Europa y luego de América Latina, se enseñó a los soldados a servir al pueblo y a sus causas ni se les inculcaron los valores que debían enfrentarlo al imperialismo, único enemigo externo de los pueblos.
En esa época, las clase dominantes de las metrópolis europeas, hicieron creer a las masas que la gloria de la Nación provenía de la conquista y el poder de la edificación de los imperios. Desde entonces no hubo que apalear a los siervos para que combatieran ni encadenar a los esclavos a los remos de las embarcaciones de guerra para hacerlos combatir por sus señores.
Esa concepción, como otras asume como real la existencia de una lucha por el “bien común” que, en la conciencia social, suprime las contradicciones y la lucha de clases. Obviamente nada hay de común entre la oligarquía y las masas.
Los resortes que convierten a un joven chileno, peruano o salvadoreño en un esbirro, verdugo de los de su clase y condición, son inescrutables aunque, sin duda se vinculan a las nociones del deber militar que la sociedad les ha inculcado hasta convertir la obediencia en un sucedáneo de la fidelidad.
Los jóvenes soldados norteamericanos que en Abu Ghraid y Guantánamo y otras instalaciones carcelarias, algunas de ellas clandestinas, obedecen a sus superiores y torturan a los prisioneros que debían custodiar, no nacieron eran así ni desarrollaron la maldad en sus barrios y escuelas, sino en el ejército que en nombre del deber los corrompió. Es parte de la trampa.
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