La historia no es una línea recta y ascendente, tampoco la espiral perfecta que imaginaba Hegel, sino un complejo de procesos que se entrecruzan, se solapan, colisionan, se juntan y se distancian o marchan paralelos.
A veces todo ocurre mediante una lenta y predecible evolución y otras por inesperados saltos. Existen períodos de avances colosales, o costosos retrocesos.
En todos los casos los protagonistas son las clases sociales, las elites y los partidos políticos, los líderes y los caudillos. Todos dicen actuar con el favor de Dios, en nombre del progreso y por mandato del pueblo. Casi siempre es mentira. Tal vez ningún ejemplo lo prueba mejor que el de Bolivia.
El país que nos legó la expresión que simboliza la riqueza: «Es un Potosí» es el más pobre de Hispanoamérica y la Nación a la que Bolívar dio su nombre es políticamente de las más atrasadas, paradigma de los extremos de embrutecimiento e inmovilismo a que pueden conducir el dominio de la oligarquía nativa.
En 181 años de vida independiente, Bolivia ha tenido 64 presidentes, algunos de ellos lo han sido tres o cuatro veces, otros apenas unas semanas. La mayoría ha sido victima de alguno de los cerca de 200 golpes de estado, casi siempre protagonizados por el ejército en connivencia con algún sector de la oligarquía.
En la historia, Bolivia es probablemente el país con más conflictos territoriales de toda América, uno de los que más guerras ha librado y el que más veces ha sido derrotado. Pocos han perdido más, entre otras cosas la salida al mar e inmensos territorios.
Lo más característico del proceso político boliviano ha sido el desprecio de la oligarquía por las masas, que figuran entre las más excluidas y preteridas del mundo.
La pobreza de Bolivia no se debe a la infertilidad de su suelo, ni a la escasez de recursos naturales y tampoco a la dolorosa mediterraneidad ha que ha sido condenada. La pobreza boliviana, como la de todos los demás países, es un producto de la combinación del saqueo colonial, la voracidad del capital extranjero y la entrega de la oligarquía nativa, una odiosa triada compuesta por los terratenientes, el clero y el ejército, preocupada exclusivamente por la defensa de sus privilegios.
La inestabilidad política boliviana no es resultado de una predisposición genética al desorden, sino a la falta de cohesión en las elites de poder. Excepto en los procesos de la década del cincuenta, en ningún momento de la historia boliviana, ninguno de los sectores en pugna levantó una bandera realmente popular. Siempre se ha tratado de conflictos al interior de la oligarquía y la burguesía nativa.
Eso es precisamente lo nuevo del proceso político de los últimos tres años, que con las elecciones de mañana domingo se adentrará en una etapa cualitativamente diferente.
No se trata de que Evo Morales sea un indígena, sino de que por primera vez encabeza un movimiento genuinamente popular y lleva consigo al pueblo. Ese hecho y no sus ancestros son los que asustan a la oligarquía que ha hecho del miedo su bandera.
El pueblo boliviano, la indiada triste y preterida, los olvidados y los humillados de siempre van a un encuentro crucial con su destino.
Ha pasado demasiado tiempo y ésta es la única oportunidad que han tenido los excluidos de siempre.
Nunca estuvieron tan cerca del poder. Seguramente no les temblará el pulso.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter