Revelaciones sumamente interesantes las que enuncia en el siguiente artículo el embajador e historiador Félix C. Calderón. Pone de relieve la importancia, nunca negada y sí muy mal enjuiciada, del ex presidente Augusto B. Leguía y, además, a propósito del libro Los Peruanoides de Pedro Villanueva Urquijo, de muy reciente aparición, gracias al editor Armando Villanueva del Campo, subraya acontecimientos que debieran llamar a reflexión serena, a la ecuanimidad y al borrón integral del atolondramiento que tanto señalaba Jorge Basadre como una de las taras más denigrantes del peruano de todos los tiempos. No deja de ser polémica como atrevida la propuesta de Calderón para rebautizar a la actual Avenida Arequipa con su nombre príncipe: Av. Leguía.

Herbert Mujica Rojas
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por Félix C. Calderón

Siempre es reconfortante leer testimonios de peruanos honorables que ayudan a escudriñar mejor nuestro pasado con base en la experiencia vivida y una mejor descripción de las circunstancias que rodearon los momentos cruciales de nuestra historia. En vez de seguir el infeliz consejo de un cándido periodista que propone como lecturas de fin de año lo contingente o la ficción, ya es tiempo que los peruanos presten la atención debida a publicaciones que, de una manera u otra, apuntan al rescate de la verdad histórica. Pues, es harto sabido que un pasado convenientemente deformado, no permitirá nunca transitar de manera correcta el futuro.

Pues bien, el libro de Pedro Villanueva Urquijo, “Los Peruanoides” es, desde este punto de vista, una contribución valiosa y oportuna, porque estamos todavía a tiempo los peruanos de reivindicar la patriótica obra de ese gran estadista que fue don Augusto B. Leguía. Quien esto escribe sospecha algunas de las razones que pudieron haber llevado a su hijo a publicar tardíamente el recuento testimonial de su padre. Empero, lo fundamental es que ha salido a la luz y los hechos que allí se revelan permiten confirmar algunas de las hipótesis sobre las cuales se trabajó el libro “El Tratado de 1929. La otra historia.”

Para comenzar, el término acuñado “peruanoides” es apropiado en tanto trata de identificar a quienes habiendo nacido en el Perú, no eran por sus actos, peruanos, y más de uno no escapa, hoy en día, a este calificativo. Cuando al fuerte taconeo de las pisadas se acompañaba una voz engolada, privilegios inmerecidos y una falsa grandeza, se puede decir que se estaba frente a un “peruanoide.” No el más capaz para ejecutar un programa de gobierno, sino el más favorecido por los prejuicios de casta, lo que explicaría en gran parte las desdichas nacionales.

Luego de hacer un apretado recuento de los contratiempos e infortunios del Perú republicano y de parte de las causas de ese estado de cosas, Villanueva Urquijo dedica un buen número de páginas a desbaratar las infamantes acusaciones que los golpistas de 22 de agosto de 1930 tuvieron que inventar para justificar las vejaciones a las que sometieron al defenestrado mandatario, incluyendo su oprobioso encierro en el Panóptico, no obstante la gravedad del cáncer prostático que padecía y a pesar de haber asumido sin ambages su responsabilidad ante la historia por la política internacional que condujo su gobierno.

Interés especial reviste, en este acápite, la revelación que hace el autor acerca de las intenciones bélicas de tres países vecinos a fin de resolver por la fuerza los problemas fronterizos que confrontaban con el Perú y que la incuria, incompetencia o pusilanimidad de los gobernantes peruanos que precedieron a Leguía hizo que se tradujera en una clamorosa precariedad vía status quo, modus vivendi o sencillamente negociaciones infructuosas. No se trata ahora, por cierto, de perturbar la fructífera relación vecinal trayendo a colación episodios del pasado de ingrata recordación para los peruanos. Sin embargo, resulta de gran utilidad este recordaris si se quiere apreciar en su real dimensión el legado de Leguía y, por oposición, la bajeza e infamia de Sánchez Cerro y sus cómplices, y el por qué deben arrastrar ese baldón.

Nos dice Villanueva Urquijo que cuando “el Sr. Lozano tocó la puerta de nuestra Cancillería no venía en actitud amistosa. Solapadamente nos traía un conflicto. El no traía exclusivamente la representación de su país (sic).” Da a entender qué gobierno estaba detrás de esta confabulación para “poner término violento a viejos pleitos internacionales derivados del incumplimiento de un pacto desgraciado”, y agrega a renglón seguido lo siguiente: “Fue la República de Colombia la que aceptó el papel de provocador. La misión del Sr. Fabio Lozano y Lozano, no era pues, una misión sencilla. Sí lo era de trascendencia (en cursivas en el original). O el Perú se entendía amistosamente (Idem), o se le agredía en conjunto (sic), a fin de someterlo por la fuerza e imponerle con las bayonetas la obligación de aceptar mutilaciones territoriales caprichosas.”

Por cierto, más de un historiador peruano ha especulado respecto al “cuadrillazo” o “polonización” que se cernía sobre el Perú. Mas, el testimonio de quien fuera por esa época diputado del Departamento de San Martín, precisa mejor la verosimilitud de la amenaza y lo magistral de la respuesta de Leguía, atacando casi en simultáneo los tres frentes mediante propuestas negociadoras que a la postre dieron sus frutos.

El trueque de Leticia

No es del caso detenerse aquí en la negociación propiamente dicha del Tratado Salomón-Lozano, por lo demás explicada ampliamente en “El Tratado de 1929. La otra historia.” Pero sí es importante marcar las coincidencias con la obra que se comenta. En primer lugar, Leguía aceptó con renuencia la propuesta de Lozano, mientras involucraba a Estados Unidos en la ejecución del artículo III del Tratado de Ancón. En segundo lugar, concluida la negociación y firmado el tratado el 24 de marzo de 1922, Leguía procuró retardar sine die su aprobación por el Congreso peruano, interesado como estaba en desactivar la amenaza tripartita sin dejar de recuperar Tacna y Arica. En tercer lugar, se falta a la verdad cuando se dice que Leguía cedió Leticia. El modus vivendi que siguió en 1911 al incidente de La Pedrera en el que fue protagonista el entonces Coronel Oscar R. Benavides, puso en evidencia la precariedad de las posesiones peruanas al este del río Putumayo. Adicionalmente, el tratado de límites colombo-ecuatoriano de 1916, mediante el cual ambos países se repartieron virtualmente la margen izquierda del Marañón-Amazonas, no hizo más que complicarle las cosas al Perú, por cuanto Ecuador le reconoció a Colombia en virtud de ese tratado una porción territorial en la margen septentrional del Amazonas que en la actualidad iría desde Pebas o Pijuayal en el Perú hasta la frontera con el Brasil. En fin, es bueno recordar que los mapas editados en Francia, Alemania y Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX, y aún antes, tradujeron sesgadamente ese posicionamiento geográfico de Ecuador y Colombia sobre la margen izquierda del Marañón-Amazonas, arbitrariamente basado en el Tratado Larrea-Gual, firmado por el Perú en Guayaquil, el 22 de setiembre de 1829, en pleno derrumbe de la Gran Colombia.

Dicho en otras palabras, si bien el Perú tenía en 1922 la posesión del denominado trapecio de Leticia y ejercía autoridad en su territorio, no es menos verdad que desde 1821 seguía pendiente la definición de la línea de frontera con Colombia, juntamente con la de Ecuador, desde el momento que Simón Bolívar tomó la decisión unilateral de usurpar Guayaquil y pretender, luego, arrebatarle al Perú, Ayabaca, Jaén y Maynas, mediante un aprovechamiento desleal de su condición de dictador supremo. (Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar:- Tomo I : La usurpación de Guayaquil.- Lima, 2005). Por lo tanto, no fue casual ni reciente que Colombia y Ecuador, que aprendieron a actuar concertadamente, persistieran bien entrado el siglo XX en su pretensión de contar con un acceso directo al río Amazonas.

La obra trascendente del presidente Leguía consistió en dividir a los aliados ocasionales para negociar por separado con ambos, dentro de una coyuntura muy difícil como fue la negociación preliminar con Chile sobre el arbitraje. Primero con Colombia, aceptando, en 1922, la cesión de Leticia a cambio de recibir como contrapartida el triángulo de Sucumbios, valiosa franja territorial de importancia estratégica para el Perú porque lo colocaba, por el este, muy cerca de Quito, y de trueque, pues años más tarde, fue vital ese pequeño pedazo de territorio en la negociación del Protocolo de Río de Janeiro de 1942. (La Negociación del Protocolo de 1942: Mitos y Realidades.- Sociedad Peruana de Derecho Internacional y Academia Diplomática del Perú.- Lima, 1997). Y, a los dos años, con el Ecuador, porque se concluyó el 21 de junio de 1924, el Protocolo Castro Oyanguren-Ponce, en virtud del cual los dos Estados se comprometieron bonna fide a establecer el procedimiento para llegar más adelante a una solución definitiva de su controversia limítrofe.

No es de extrañar que ninguno de los iracundos opositores de Leguía, estuviera al tanto de los esfuerzos secretos del mandatario para sacrificar de ser el caso el Tratado Salomón-Lozano, tan pronto el mecanismo del laudo arbitral del presidente estadounidense Calvin Coolidge se pusiera en marcha. Conviene recordar a este respecto que meses después de suscribirse en Lima el Tratado Salomón-Lozano y el Protocolo de Arbitraje y Acta Complementaria con Chile, el 24 de marzo y el 20 de julio de 1922, respectivamente, el Gobierno peruano informó reservadamente a su enviado en Bogotá, el 19 de setiembre de ese año, de su intención de gestionar la modificación de la línea de frontera aceptada en el Tratado Salomón-Lozano.

Con posterioridad, el 11 de noviembre de 1924, el Gobierno brasileño alcanzó a Torre Tagle un memorando en el que señalaba que con el acceso colombiano al Amazonas, de conformidad con el Tratado Salomón-Lozano, se había modificado el status territorial del río Amazonas sin haber oído al Brasil. El Perú que no veía con malos ojos esa objeción y que pudo haber estado en su génesis, propuso una negociación tripartita en Washington. Y no es pura coincidencia que la solución a este último impasse se diera a través de un procès verbal suscrito por los representantes de los tres países el mismo día que el Presidente Coolidge firmara el laudo arbitral, el 4 de marzo de 1925.

Si bien el 30 de octubre de 1925 el Congreso colombiano aprobó el Tratado de 1922; un mes más tarde, sin embargo, el Presidente Leguía, le confesó sin ningún empacho al Embajador estadounidense en Lima, Poindexter, que el tratado de límites con Colombia no sería examinado por el Congreso peruano hasta que no se hubiera resuelto primero el asunto del plebiscito de Tacna y Arica, con lo cual el fantasma del linkage se hizo evidente para los Estados Unidos.

Asimismo, por esos días el Gobierno del presidente Leguía tomó una decisión que sus detractores la callaron en todos los tonos, por razones obvias, y que hoy en día ya no es posible seguir ocultándola. En concreto, el 20 de noviembre de 1925, el Gobierno peruano autorizó de manera previsora la definición de los linderos y luego la colocación de mojones de la denominada hacienda “Victoria” en Leticia, prima facie de propiedad de Enrique A. Vigil Chopitea, y con una extensión de 550 hectáreas. El título de propiedad fue expedido por el Ministerio de Fomento peruano el 15 de abril de 1926. Es decir, no obstante que el Tratado Salomón-Lozano había sido ya ratificado por Colombia, en un hecho histórico que ha permanecido inédito por mucho tiempo, el Gobierno peruano decidió regularizar, en 1926, en el corazón de Leticia, la propiedad de un ciudadano peruano que no le era desconocido. En una palabra, Leguía adquirió otro “Chinchorro” en Leticia y solo al año siguiente, el 20 de diciembre de 1927, el Congreso peruano ratificó el Tratado Salomón-Lozano, en circunstancias que ya era evidente el afán de la diplomacia chilena de procurar un arreglo directo sobre la suerte de las “Cautivas”, en vez del proceso plebiscitario que lo estaba llevando a una derrota moral y jurídica. Y para el efecto, buscó la cooperación del Secretario de Estado Kellog.

Este “Chinchorro” peruano, que pudo haber sido un valioso enclave estratégico del Perú en Leticia, fue desgraciadamente vendido por Enrique Vigil al Capitán de Fragata Oscar Mavila, el 6 de agosto de 1936. Pero, mediante un documento de carácter privado que se guarda en el Archivo Central del Ministerio de Relaciones Exteriores, Mavila dejó constancia en aquella oportunidad que había actuado en nombre del Gobierno peruano, utilizando con ese fin un dinero que salió del pliego presupuestal de la Cancillería. Gobernaba el Perú Oscar R. Benavides, era canciller Alberto Ulloa Sotomayor y Secretario General de Relaciones Exteriores Enrique Goytizolo Bolognesi. Lo discutible del caso reside en que al año siguiente, en una torpe decision del Gobierno de Benavides la hacienda “Victoria” ( el “Chinchorro” peruano en Leticia), fue vendida por el Perú a Colombia, a través del representante colombiano en Lima.

Durante el injusto y arbitrario proceso que se le siguió a Leguía (el único presidente del Perú que murió envilecido luego de estar preso en el Panóptico) en el Tribunal de Sanción Nacional, fue llamado a dar su testimonio Julio Arana, feroz opositor del defenestrado presidente por tener intereses caucheros en el Caquetá, quien no escatimó en reconocer que el Dr. Salomón le había manifestado años atrás el interés prioritario del Gobierno de Leguía de terminar con la cuestión de límites con Chile, para lo cual resultaba indispensable poner fin al diferendo territorial con Colombia y de ser posible con Ecuador, para así neutralizarlos y tener más fuerzas en las difíciles negociaciones con el vecino del sur. También recordó Arana que, en opinión del Dr. Salomón, hubo cierta presión de parte de los Estados Unidos para que fueran terminados los arreglos con Colombia antes de que el Presidente Coolidge emitiera su fallo arbitral.

En pocas palabras, no hubo entreguismo ni mucho menos traición en la supuesta cesión de Leticia. Lo que sí hubo fue un inteligente trueque, y hace muy bien Villanueva Urquijo en recordárnoslo; pues eso le permitió a Leguía, a continuación, recuperar Tacna, y con ello darle al Perú cuatro fronteras, tras la magistral faena que libró como presidente, entre agosto y septiembre de 1909, para delimitar las fronteras con Bolivia y Brasil. Por todo ello, nadie merece más respeto ni agradecimiento de los peruanos que Augusto B. Leguía. Fue él quien, a despecho del civilismo parasitario, dio “piel” al Perú y lo introdujo en la modernidad. Mantenerlo en el purgatorio político es indigno de la peruanidad y contrario a la verdad histórica. Enhorabuena que “Los Peruanoides” nos haga ver a los peruanos nuestro craso error. Ya es tiempo que la avenida que llevaba su nombre vuelva a lucirlo con orgullo, y que se le erija el monumento que con justicia se merece este patricio de excepción.