Poco más de treinta años atrás, Luis Felipe Angell, Sofocleto, escribió el tomo I de su Enciclopedia de la Conducta Humana a la que puso por título, Los cojudos. En efecto, como lo dicen sus irrisorias y picantes líneas, de estos personajes estaba infestado el Perú de entonces, el de siempre, hoy y hasta pareciera haber un sino que nos avitualla de esa clase de bobos cual patrimonio nacional que crece en los árboles.
Verbi gracia, los de esa secta pretenden en Defensa, más recursos para consultorías (léase, pago de onanismos intelectuales a desempleados amigotes) y los mismos que han destruido la moral de las FFAA desvirtuando los genuinos conceptos de la defensa nacional adoptan las huachafadas de seguridad cooperativa, núcleo básico eficaz, etc., están, por asentimiento del resto del país, ¡en el único sitio en que no debían estar porque son quintacolumnas y trabajan contra el Perú!
Angell escribió con humor ácido pero bastante próximo a la crudeza real de lo que significa la presencia de esos ejemplares en la cosa pública. Leamos pues sus palabras y no nos llamemos a “escándalo” hipócrita por lo que dice el escritor. (Herbert Mujica Rojas)
“Nadie se atrevería a sostener, por ejemplo, que la palabra “cojudo” es de origen griego o que en algún remoto idioma quiere decir “crepúsculo”. No. Cojudo quiere decir cojudo, a secas. Y, si bien para algún campesino español este vocablo sólo se refiere a un “animal no castrado”, en el Perú, por razones que algún día quedarán al descubierto, casi diríamos que pertenece al patrimonio nacional. Porque entre nosotros la palabra “cojudo” se ha sublimado hasta alcanzar niveles sensoriales y características de ser vivo. Aquí en el Perú la cojudez se respira, se huele, tiene color y temperatura, dimensión, forma y hasta sabor, diría. Se lanza un “¡cojudo!” al aire y es como si el idioma pusiera un huevo o pariera un “algo” capaz de hablar, moverse, crecer y multiplicarse en miles y miles de otros “cojudos” poliformos. Más allá del idioma, la cojudez nos penetró en la sangre y, a través de ella, nos invadió el cerebro. Se nos hizo indispensable para vivir, comunicarnos y resumir en sus tres sílabas todo el contexto espiritual, social, intelectual y material de nuestro pueblo. Poco a poco nos fuimos impregnando de cojudez en todas sus posibilidades y variantes. Hicimos de ella un verbo, un adjetivo, un sustantivo, un título, una marca de fábrica y una gallarda frontera que separaba a los demás cojudos de nosotros. Sin darnos cuenta fuimos elevando la cojudez al grado místico de abracadabra, de las varitas mágicas, del curalotodo y de la penicilina verbal. Pronto el cojudeo surgió como una de las profesiones liberales y como base inamovible de nuestro ordenamiento sociológico. De la noche a la mañana comenzamos a fabricar cojudos en serie, exportando a los más completos (muchos de ellos a través del Servicio Diplomático) para infiltrar la cojudez en los países vecinos, como hizo Inglaterra con China cuando introdujo el opio para desmoralizarla. El clima, el aire, el mar de nuestras costas, los microbios, el agua, el cielo e, inclusive, los rayos de la Luna al cruzar por la atmósfera, todo se volvió cojudo en el Perú, hasta que un día, de la manera más cojuda, comprendimos que no teníamos alternativa ni salida.
¿Navegaríamos en la historia como una flotilla de cojudos a la vela? No. Pero suicidarse era tan cojudo como seguir viviendo y sólo nos quedaba la resignación, que es otra reverenda cojudez. También nos quedaba el consuelo de acostumbrarnos a la idea de enfrentarnos a ella, de aceptar la realidad y de cojudearnos los unos a los otros proclamando ante la humanidad que éramos diferentes y originales.... Para esto era indispensable limpiar a la cojudez de toda implicancia escatológica y elevar su condición folclórica a la categoría de ciencia o filosofía social. Era necesario clasificar, definir, organizar, remontarse hasta los orígenes etimológicos de “lo cojudo” químicamente puro y legar ese estudio a las futuras generaciones, para que nuestros nietos se fueran acostumbrando a la idea de ser unos solemnes cojudos por los siglos de los siglos, amén. Esta es, modestamente, la tarea asumida en el presente libro, que aspira a convertirse en un volumen esencial para cualquier estudio contemporáneo o futuro de la sociedad peruana. Esperemos que así sea.
De lo contrario, el autor habrá perdido su tiempo como un pobre y triste cojudo”. Los cojudos, Lima 1976, pp. 13-14-15
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