(Por Marina Garber).- Desde hace algunos años y por diversos motivos, la lengua española –a la que convendría, según la opinión de muchos, seguir denominando castellana– es noticia. Su enorme riqueza, su valor económico, sus 400 millones de hablantes, su incesante crecimiento y su venturoso futuro son temas de frecuentes artículos periodísticos, y también de congresos que convocan a personalidades del mundo cultural y político –congresos financiados, invariablemente, por grandes empresas de capital español–, mientras nuevos eslóganes, logotipos y avisos publicitarios la promocionan como si se tratara de un producto más del mercado.
En los medios de comunicación, en ministerios, empresas y universidades de uno y otro –pero sobre todo del otro– lado del Atlántico, se repite que el español está en expansión, que es la lengua del futuro, que se impone en Internet, que conquista día a día nuevos territorios. Claro que –esta vez– lo hace sin violencia. Basta con hojear las páginas de cualquier diario de España o América latina para comprobar que la lengua es el epicentro de un fenómeno a cuya trascendencia, sin dudas, han contribuido el Estado español y sus agencias lingüísticas: la Real Academia Española y el Instituto Cervantes, con la ayuda de los medios de comunicación. “Estamos viviendo –señalaba un editorial de El país de Madrid en marzo de 2007– un momento de plenitud en las previsiones sobre la pujanza del español; las estadísticas conceden a este idioma el mayor crecimiento entre los globales, que podría tener una difusión equiparable a la del inglés hacia mediados del siglo actual”.
La mayoría de los discursos políticos y periodísticos que se ocupan del tema suelen describir a la lengua como un fenómeno natural que se expande y reproduce por sus propios medios, en función de sus leyes internas. O que crece, en cambio, gracias a la elección, libre y democrática, de los hablantes. Esta última perspectiva fue expresada con claridad por el rey Juan Carlos cuando, en marzo de 2001, le entregó el premio Cervantes al escritor Francisco Umbral, con un discurso que despertó tanta polémica como su célebre “Por qué no te callas”: “Nunca fue la nuestra –aseguró el rey–, lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyo, por voluntad libérrima, el idioma de Cervantes”.
Las de vascos, gallegos y catalanes, a quienes el franquismo intentó “castellanizar” compulsivamente, prohibiendo la enseñanza de sus lenguas nacionales y relegándolas a los espacios domésticos, fueron las voces que más airadamente se alzaron contra las palabras de Juan Carlos. No hay dudas de que, a lo largo de la historia, tanto en España como en el continente americano, el avance del español se produjo a costa de otras lenguas y gracias a formas, más o menos explícitas, de violencia. Esta circunstancia fue remarcada hasta por reconocidos intelectuales de derecha, como el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa, quien aseguró, a raíz del discurso del rey, que las lenguas “han sido siempre el corolario de las colonizaciones, invasiones, conquistas, guerras”, que dejaron “un reguero de tragedias y traumas”. De hecho, no es necesario más que un poco de sentido común para advertir que la desaparición de las incontables lenguas que se hablaban en América “fue consecuencia de la acción de los conquistadores, de la evangelización forzosa o del etnocidio desembozado”, como señala la lingüista Leila Albarracín, de la Asociación de Investigadores en Lengua Quechua.
La expansión actual del español, está, sin dudas, lejos de la violencia conquistadora de otros siglos, pero también de las imágenes algo ingenuas según las cuales este crecimiento obedecería a la fuerza del “espíritu” o del “genio” de la lengua, o sería pura obra del azar. Detrás, o antes, del tan promocionado boom del español, hay muy precisas estrategias de política cultural emprendidas por España, país que ha convertido a la lengua en una cuestión de Estado. La creación del Instituto Cervantes en 1991 y la multiplicación de sus sedes (ya suman 68) en todo el mundo, los Congresos Internacionales de la Lengua (Zacatecas, México, 1997; Valladolid, España, 2001; Rosario, Argentina, 2004 y Medellín, Colombia, 2007) son algunos de los hitos de las políticas de promoción del idioma.
Tanto la Real Academia Española como el Instituto Cervantes han recibido gran impulso en los últimos años, y en alianza con empresas y medios de comunicación, han conformado un verdadero holding lingüístico. “La RAE declara tener como misión principal la preservación de la unidad del idioma, y el Instituto Cervantes, su promoción internacional como lengua extranjera –señala el lingüista gallego José del Valle, catedrático de lingüística hispánica en la Universidad de Nueva York–. Sin embargo, detrás de estos obvios objetivos hay proyectos más ambiciosos. La renovación de la RAE y la creación del Cervantes coincidieron con la expansión de empresas de capital predominantemente español, muchas de las cuales escogieron América latina como destino. En un contexto de expansión comercial como el que se iniciaba a fines de los 80, los sucesivos gobiernos españoles, socialistas y populares, en colaboración con el empresariado y con importantes sectores del mundo de la cultura, movilizaron una serie de agencias para que le ofrecieran cobertura cultural al proyecto de expansión económica: es decir, para que produjeran una visión del español al servicio de un proyecto: la comunidad panhispánica como hermandad-mercado y el español como producto comercial en torno al cual se debe organizar y controlar una industria”.
Mientras crecían la participación de España en los principales foros de la política internacional (la Otan, la Unión Europea) y el poder económico de sus multinacionales, empresas como el BBVA, el Banco Santander, Telefónica y, más tarde, Repsol empezaron a interesarse por cuestiones vinculadas con la lengua. Es que, en términos de rentabilidad, la existencia de un idioma común era percibida como una ventaja por parte de los ejecutivos de las empresas inversoras.
Se calcula que el castellano representa para España más del 15% del Producto Nacional Bruto. Gran parte de su potencial está vinculado al mercado de su enseñanza como lengua extranjera, sobre todo en países como Brasil y Estados Unidos. Se estima que los estudiantes de español ya son 14 millones en todo el mundo y también la Argentina ha empezado a participar, en los últimos años, de en este mercado floreciente. Está claro, sin embargo, que la porción más grande de la torta se la lleva España. “Las políticas lingüísticas respecto del español –señala Elvira Narvaja de Arnoux, directora del Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA– no son encaradas por los países hispanoamericanos, sino por España, que lo hace, obviamente, en función de sus intereses nacionales y los de la integración de la que forma parte”.
Un incidente ocurrido hace poco más de un año en Brasil, donde en función de los acuerdos del Mercosur, que Argentina no respeta, la enseñanza del español es obligatoria en las escuelas primarias, sirve para ilustrar el modo algo prepotente en que España lleva a cabo sus políticas lingüísticas (prepotencia que triunfa, además, gracias a la indiferencia de nuestro país en la materia). A fines de 2006, profesores y estudiantes de la Universidad de San Pablo se movilizaron contra un proyecto del Banco Santander y el Instituto Cervantes para formar 45.000 profesores de español mediante un curso de 600 horas a través de Internet, al que consideraban “un golpe a la educación nacional” y a las universidades que vienen formando docentes desde hace más de cincuenta años, en carreras que requieren al menos 2.800 horas. Para la argentina Maite Celada, investigadora de la Universidad de San Pablo, “tratar a la lengua española como un ’tesoro’ y tratar a Brasil y a sus 170 millones de habitantes como un mercado promisorio a consolidar es algo que nos pega fuerte a muchos latinoamericanos”. En este contexto se inscribe también la preocupación que viene manifestando desde hace años el Instituto Cervantes por establecer un sistema unificado de certificación del español como lengua extranjera –a la manera del First Certificate o el TOEFL para el inglés–, que finalmente fue aprobado en marzo de 2007 en Medellín.
En la Argentina y otros países hispanoamericanos se están oyendo cada vez más voces críticas hacia la pretensión española de hegemonizar el mercado de la enseñanza del idioma. Se advierte, además, el peligro de que un sistema internacional de certificación termine imponiendo un modelo ajeno, que atente contra la diversidad del castellano americano y contra la supervivencia de las lenguas vernáculas. El español, asegura Leonor Acuña, investigadora del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano de la UBA, “no es solamente un recurso económico y no tiene por qué ser la lengua que triunfe sobre todas las demás: indígenas, de inmigración, extranjeras, cooficiales, minoritarias, ágrafas. No necesita ser defendida de nadie y no tiene por qué ser promocionada”.
Cuestión de imagen
Como los candidatos presidenciales, las modelos o las marcas de cigarrillos, las lenguas pueden cambiar de imagen gracias a operaciones de publicidad y prensa. La expansión mundial de español ha sido acompañada, según el especialista del Valle, por nuevas ideologías lingüísticas. “Desde el gobierno de Madrid y desde las instituciones investidas de poder lingüístico se iba sintiendo la necesidad de proyectar una imagen del español –de su relación con la propia España, con los países hispánicos y con el resto del mundo– que complementara los esfuerzos de construcción nacional y los planes de modernización, crecimiento económico y ampliación de la presencia política y económica del país en el mercado global”. La nueva imagen del español prescinde de cualquier connotación nacionalista y aspira, en cambio, a presentarlo como una lengua global, moderna y democrática, que acoge formas locales, gracias a los aportes realizados por las Academias Nacionales de todos los países hispanohablantes, y se expande gracias a la libre elección de los hablantes. Una lengua, en palabras de Gregorio Salvador, vicedirector de la RAE, “sólida, hablada por cuanta más gente mejor”. Se la presenta “como lengua global en el contexto, por un lado, de su promoción como producto de mercado y, por otro, de la pugna simbólica que sostiene con el catalán, el euskera y el gallego”, agrega del Valle.
Mayúsculas y minúsculas
El académico Gregorio Salvador encarna una de las posiciones más extremas de esta concepción universalista, que desprecia tanto las lenguas que él denomina “minúsculas” (entre las que se cuentan las lenguas vernáculas americanas) como los planteos que vinculan el idioma con la identidad de un pueblo o una nación. Así lo expresó él mismo cuando en el III Congreso de la Lengua de Rosario respondió a una intervención del poeta Ernesto Cardenal en defensa de las lenguas en peligro de extinción. Salvador aseguró que es cierto que muchas de esas lenguas “minúsculas” se van extinguiendo, pero “no hay que lamentarse, porque eso quiere decir que sus posibles hablantes, los que las han ido abandonando, se han integrado en una lengua de intercambio, en una lengua más extensa y más poblada que les ha permitido ensanchar su mundo y sus perspectivas de futuro”. Unos meses después, en el diario ABC, el vicedirector de la Real Academia reafirmaba su postura: “Una lengua desaparece cuando muere la última persona que la hablaba y lo único triste de ese suceso es la muerte de esa persona. En América y en África quedan bastantes de esas lenguas minúsculas y todo esfuerzo por mantenerlas no es más que una aberración reaccionaria. Esas pobres gentes tuvieron que padecer, históricamente, a conquistadores, encomenderos, exploradores y colonos. Y, por si no hubieran tenido bastante, hay quien pretende mantenerlas, desvalidas, en su exigua prisión lingüística, ajenas e ignorantes del mundo que con nosotros habitan, con todo lo bueno o lo malo que este les pueda ofrecer, para regalo acaso de obstinados antropólogos, entretenimiento de gramáticos imaginativos y orgullosa satisfacción de políticos desnortados y pusilánimes”.
La argentina Leila Albarracín, autora de numerosos trabajos sobre las lenguas vernáculas de la Argentina y América y sobre las distintas formas de discriminación de la que son objeto los 300 mil ciudadanos de nuestro país que tienen como lengua materna el quichua, podría, a pesar de ser lingüista, integrar el equipo de los “obstinados antropólogos” que denuesta Salvador. “A nivel internacional –señala Albarracín– la protección de los derechos lingüísticos de las minorías ha adquirido las características de una problemática de tanta importancia como la conservación del medio ambiente. Esta preocupación contrasta con la marcada indiferencia en la Argentina por esta temática. Así como el inglés ejerce una suerte de imperialismo lingüístico, consecuencia de la globalización, que amenaza a otras lenguas, hacia el interior de nuestro país es la imposición del español como lengua nacional lo que amenaza a nuestras lenguas vernáculas”.
En 1996, representantes de ONGs de todo el mundo, con el apoyo de la Unesco, suscribieron en Barcelona la Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos, con la finalidad de “propiciar un marco de organización política de la diversidad lingüística basado en el respeto, la convivencia y el beneficio recíprocos”. “Todas las lenguas son la expresión de una identidad colectiva –se asegura en la declaración– y de una manera distinta de percibir y de describir la realidad, por tanto tienen que poder gozar de las condiciones necesarias para su desarrollo en todas las funciones”.
Un punto de partida y unos propósitos similares son los que dieron origen, en nuestro país, al Congreso de LaS LenguaS, cuya primera edición se desarrolló en Rosario, en forma paralela al Congreso oficial de la Real Academia Española. “Sin dinero, lejos del poder del Estado pero muy cerca del de la gente”, aseguran los organizadores, entre quienes se encuentra el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, el Congreso de LaS LenguaS pretende “dar cuenta de la pluralidad y rescatar las voces y reclamos de los pueblos y las culturas minorizadas. Porque creemos que un auténtico diálogo intercultural y multilingüe no se genera subordinando el discurso propio a la voz hegemónica pretendemos interpelar el discurso oficial para ser protagonista reales de nuestras vidas”.
No es ninguna novedad que las lenguas son, además de vehículos de comunicación, objetos de lucha e instrumentos de poder. Los “obstinados antropólogos” y los “gramáticos imaginativos” de los que el vicedirector de la Real Academia preferería prescindir, pero sobre todo los hablantes, los hablantes de lenguas grandes o pequeñas, perseguidas, ignoradas, relegadas u olvidadas, lo saben, y quizás por eso siguen hablando, empeñados en que, al menos en esta materia, la única ley que rija no sea la del más fuerte (ANC-UTPBA).
(*) Nota publicada por la revista Acción 996, segunda quincena de febrero 2008
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