Dos veces Hugo Chávez dijo en el “púlpito” de las Naciones Unidas: “este lugar huele a azufre”. La primera, refiriéndose a George W. Bush; la segunda apuntándole a Barack Obama. No exageró antes, ni se equivocó después.
Ambos -Bush y Obama-, más William Clinton, se muestran juntos, unidos en lo esencial, invadiendo “humanitariamente” Haití. Aprovechándose, asquerosamente, del espanto que devuelven las imágenes de la “solidaria” CNN, en un país y un pueblo devastados.
Después del golpe a Honduras y del incremento de tropas yanquis en Afganistán, el monstruo cae con sus tentáculos en abanico sobre la siempre desguasada Haití. Nada es solidaridad, todo es gula guerrerista y oportunismo salvaje montados en el desplazamiento explosivo de las capas freáticas. Estados Unidos ya no es más el gendarme arrogante y abusivo que conociéramos; su presente –principalmente en todas sus esferas dirigentes- ha quedado reducido a un conjunto de mafias sin más valores y objetivos que el del frío cálculo depredador. Hoy se hace casi imposible no asociar el tsunami de Sri Lanka –que se tragó 250.000 vidas- a este descuartizamiento masivo que deja a Haití –más de 250.000 muertos y los que vendrán a causa de las epidemias-, a merced de las tropas y las estrategias de ocupación del Pentágono y la Casa Blanca. Resultado inmediato: un país –Haití- a tiro de piedra de una futura reconstrucción comandada por las empresas de rapiña dependientes de las familias Bush, Cheney, Rumsfeld, trilogía que opera en Yugoslavia –primero demolida en una azuzada feroz guerra interna- y en diversos países de África. Y, por supuesto, en Irak; controlando los principales pozos petrolíferos, en consonancia con las líneas tendidas en Kuwait y Arabia Saudita.
¿Acaso se podría instalar la tremenda sospecha de que la mano que mece la cuna –el Pentágono conjuntamente con otros mercaderes de la muerte- está detrás de esta pavorosa historia en tierra haitiana? ¿Por qué no? Ninguna teoría sostenida por EE.UU. respecto de los atentados contra las Torres Gemelas ha logrado tanta credibilidad como la larga variante de hipótesis desde las que se ha sostenido que se trató de un auto-atentado. Es más, todos los argumentos que se usaron para justificar la invasión a Irak –tras la caída de las Torres- siguen desintegrándose entre políticos, ingenieros, escritores y la opinión pública en general, tanto en EE.UU. como en los países más comprometidos en su carácter de aliados, a la hora de violar la soberanía de Irak y de la vida misma de decenas de millones de personas.
Una sucesión de mentiras se utilizaron para entrar a saco en Irak, pero la principal –el tiempo transcurrido ha sido lapidario gritando la verdad- fue la del “atentado a las Torres”. Viene a cuento repetir lo tantas veces dicho: la suma de los miles de muertos en ese hecho repudiable está, estadísticamente, a distancia sideral de la cantidad de víctimas que EE.UU. provocó, en años, con sus invasiones a Granada, Panamá, República Dominicana, Cuba, Guatemala, Afganistán, Nicaragua, El Salvador, Vietnam, Palestina, Haití y otros, en lo que es, sin dudas, un holocausto por goteo. Holocausto al que, por conveniencia histórica de “los que mandan”, no se lo llama así, en la pretensión de reservarle el primer lugar en el podio de exterminadores únicamente a quien mucho hizo por ganárselo, Adolfo Hitler.
“En Sri Lanka a menudo he oído hablar que el tsunami había sido causado por explosiones submarinas detonadas por Estados Unidos, y para así poder enviar tropas al Sureste asiático y hacerse con el control de las economías de la región” (Naomi Klein, “La “Doctrina del Shock”).
En el mismo libro, página 555, en un párrafo precedente al señalado, se lee: “En Luisiana, entre las consecuencias del Katrina, los refugios estaban llenos por los rumores de que los diques se habían roto y se creía que habían sido secretamente reventados con el fin de destruir la parte negra de la ciudad y mantener seca la blanca, tal como sugirió Louis Farrakhan, líder de Nación of Islam”.
Bien reseñó recientemente el líder Fidel Castro, la histórica relación vejatoria que EE.UU. ha establecido contra Haití. Contra su pueblo.
En esa línea de denuncia, nadie podría negar hoy el gran esfuerzo -diplomacia mediante- que vienen haciendo la mayoría de los gobiernos de la región respecto del agresivo despliegue militar yanqui. Especialmente en torno a los desplazamientos de la IV Flota , el accionar minucioso del Comando Sur y el asentamiento de bases militares que, entre otros objetivos destinados a toda Latinoamérica y el Caribe, tienden a estrechar un cerco asfixiante alrededor de la República Bolivariana de Venezuela. Es decir: de la mayor fuente de petróleo en el mundo, detrás de Arabia Saudita. Venezuela, donde el presidente Hugo Chávez expresa uno de los máximos símbolos de resistencia al imperialismo, a EE.UU., país este relanzado a ocupar territorios, a la par que renueva –con el grito del tero- las ya incontables “reapariciones de Bin Laden”.
Petróleo, gas y conquista de territorios para avanzar sobre otros, son manjares en un mundo donde los poderes concentrados hacen suyo –y lo procuran aún más- lo que ya escasea para miles de millones de mortales.
Por lo mismo, el terremoto en Haití y la consiguiente invasión “humanitaria” de EE.UU., semejan una de las tantas piezas macabras que los yanquis no han dejado de interpretar dentro y fuera de su propio territorio, a lo largo del desarrollo capitalista-imperialista. La última reciente “crisis financiera”, con epicentro en Wall Street, ha hecho más poderosa a la concentración dominante de banqueros, estafadores y personajes del crimen organizado, y más desesperante la vida de los llamados “ciudadanos de a pie”. La anunciada ruptura del equilibrio ecológico, prevista científicamente para dentro de trescientos años, apunta a reducirse en el tiempo. Nada, pues, tiene que ver con el catastrofismo cuando se subrayan las deducciones que concluyen en destacar la incompatibilidad entre la expansión capitalista-imperialista –globalización despiadada- y una mayor seguridad y bienestar del planeta y de la vida cotidiana de quienes lo habitamos. Una de las tantas certezas que explican la política de EE.UU. en las actuales circunstancias, es su conducta militarista e hipócrita en medio de la catástrofe. En Haití la invasión yanqui, al igual que las causas del terremoto, huele a azufre.
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