Dice el historiador Charles A Hale: “Los mitos políticos mexicanos (…) han distorsiona[do] los acontecimientos (…), han sido obstáculos a la comprensión histórica (…) Han cobrado carácter proteico, que los vuelve fácilmente adaptable a diversas interpretaciones” (Historia mexicana, XLVI: 4, 1996). En esa tesitura, en 1910, Porfirio Díaz –que durante su dilatada dictadura cambió de piel el coloniaje al abrir completamente las puertas a los capitales ingleses y estadunidenses, principalmente, para que saquearan a su gusto las riquezas nacionales– manoseó la historia del país, la desfiguró y la vació de contenido para conmemorar a su modo el centenario de la Independencia de España y convertirlo en un fastuoso carnaval cortesano digno de Televisa y TV Azteca.
En 2010, su engendro, la neoporfirista elite encabezada por Felipe Calderón, sigue escrupulosamente sus enseñanzas y organiza su bicentenaria pantomima de máscaras, agitando un nacionalismo ramplón comparable a cualquier evento futbolístico. Como hace un siglo, la farsa se caracterizará por la pomposa vacuidad escenográfica, en virtud de que las elites posrevolucionarias, desde hace varias décadas, sobre todo a partir de 1983, con los neoliberales, también ofrendaron la independencia nacional a la rapiña extranjera, fundamentalmente de Estados Unidos, para convertirse en una burguesía despóticamente dominante hacia dentro e indecorosamente avasallada hacia fuera.
La tramoya bicentenaria discretamente ha privilegiado la anécdota sobre la historia, la fecha de 1810 sobre la de 1910, pues con la exaltación de la Revolución Mexicana se corre el riesgo de develar accidentalmente las incómodas causas que gestaron ese traumático proceso: una sociedad antidemocrática, políticamente autoritaria, y “modernización” económica de enclave, desnacionalizada al mejor postor, opulentamente benéfica para la oligarquía científica-reyista-porfirista y sus “socios” foráneos, y socialmente excluyente, prodigiosa y despiadadamente generadora de la miseria de la mayoría, características que son notoriamente similares a la agitada “modernidad” neoliberal.
En esa lógica, nuestros neoconservadores pro estadunidenses, los mimetizados conservadores del pasado españolizado, afrancesado, porfirista y clerical, no tendrían nada que festejar. Históricamente, sin embargo, les asiste un derecho legítimo: festejan su triunfo en ambos procesos, que les permitió tener su país para moldear su proyecto de nación y decidir con quién y en qué términos lo usufructuarían. El 17 de diciembre de 1910 escribió Antonio I Villarreal en Regeneración: “La Revolución es el choque entre los elementos del adelanto y los elementos del retroceso; entre el progreso que se obstina en avanzar hacia la conquista del porvenir y la tiranía que se obstina en obstruirle el paso”. El 14 de enero de 1911, con relación al devenir de la Revolución, se preguntaba Ricardo Flores Magón, en el mismo periódico: “¿Cuál será la tendencia que al fin predomine? ¿Saldrá de esta insurrección la república burguesa? ¿O [se reparará] la injusticia de que ha sido víctima en todos los tiempos la clase proletaria [y] ondeará sobre la cabeza de un pueblo libre la bandera roja de los esclavos de todas las edades?” Flores Magón pugnaba por imprimir “a la Revolución una finalidad social [para acabar con] la servidumbre de la gleba; [por hacer de] ella el instrumento que quebrant[e] en la cadena que sujeta al peón y al obrero desconociendo al capital sus falaces derechos; [para abrir] una honda fosa y sepult[ar] a la iglesia [y] form[ar] una hoguera [donde se] arroje[n] los títulos de la gran propiedad rural y las tiránicas leyes burguesas”.
Carlos Marx escribió respecto de la burguesía francesa: la revolución de 1830 le permitió su formación política completa, deseada desde 1789, para alcanzar el Estado constitucional representativo e imponer su poder exclusivo y sancionar políticamente sus intereses particulares. Una vez logrados sus propósitos, fijó los límites de las transformaciones. La revolución había fracasado, añade Marx, para aquellos que buscaban su emancipación de la burguesía y la sociedad capitalista. Sucedió en México. A las elites mexicanas poco les importó que sólo hayan cambiado de forma las causas que provocaron la insurrección de 1910: el “descontento público, la miseria del proletariado, la esclavitud [que priva] en la mayor parte de las regiones agrícolas de la república, la mutilación de las garantías constitucionales, la venta cínica de los recursos nacionales a la explotación extranjera, el acaparamiento de la propiedad, la insolencia intolerable de tiranos y explotadores”, como anotara Villarreal.
El ímpetu renovador se agotó con el cardenismo. Daniel Cosío Villegas escribió en 1947 que la Revolución nunca tuvo un proyecto claro y uniforme en cuanto a sus objetivos fundamentales; que en la década de 1940 se perdieron sus ideales y se abrió un abismo entre la retórica revolucionaria y la actuación política; las nuevas elites representadas por Miguel Alemán impulsaron un proyecto más conservador, civil, empresarial y americanófilo; la autoridad de arriba triunfó sobre la movilización de abajo; el sistema político no era democrático (“La Crisis de México”, en R. Ross Stanley, ¿Ha muerto la Revolución Mexicana? Causas, desarrollo y crisis. México, 1972).
Jesús Silva Herzog llegó a conclusiones similares en sus trabajos La Revolución Mexicana está en crisis, de 1943, y La Revolución Mexicana es ya un hecho histórico, de 1949. En 1972 agregó que se había iniciado una fase “neoporfirista” al asumirse características y prioridades típicas de la dictadura de Díaz (“porfirismo y neoporfirismo”). Con Miguel de la Madrid, pero sobre todo con Carlos Salinas, se rompe definitivamente con el pacto social del “nacionalismo revolucionario” y se da el giro hacia un nuevo proyecto de nación neoporfirsta, neoliberal, trasnacionalizado, “globalizado”, con una nueva forma de servidumbre al capitalismo estadunidense.
El avinagrado mosto de la alternancia entre las hermanadas elites priistas y panistas no alteró el rumbo. Fox y Calderón lo radicalizaron. No desmantelaron el Estado autoritario y corporativo de siete décadas. Intensificaron su antidemocrático empleo con el aparato policiaco-militar; le dieron el tono que faltaba; colgaron a México en la cruz, lo empinaron ante el clero y lo enseñorearon como un Estado teocrático. Es postrera y temporal derrota de los liberales encabezados por Benito Juárez ante la cavernícola reacción ensotanada. El país alteró el rumbo según los intereses del nuevo bloque dominante. Lo único que mantuvieron y agudizaron fue los porfirianos México bárbaro (John K Turner) y Los grandes problemas nacionales (Andrés Molina Enríquez). La colonial y la “modernidad” porfirista y nacionalista del emergente capitalismo cambió de matiz; se convirtió en la “modernidad” neoliberal del capitalismo maduro, con la furia de su espíritu salvajemente religioso, explotador, depredador y destructor.
Con sus festejos palaciegos de septiembre y octubre de 1910 –dos meses después de las belicosas elecciones presidenciales que llevaron a la cárcel a Francisco I Madero, candidato del Partido Nacional Antirreleccionista–, para garantizar su reelección, Díaz quiso reafirmar su dictadura, en medio de la violencia política institucional, la convulsión social agravada por la crisis económica interna y externa de principios de siglo, en víspera de la emisión del Plan de San Luis (el 5 de octubre), donde Madero convocó al pueblo a la rebelión armada el 20 de noviembre a las seis de la tarde, bajo el lema: “Sufragio efectivo, no reelección”, que norma hasta la fecha y que Calderón se empeña en acabar, como en su momento intentó Salinas. Genaro García dijo que Díaz quería que las fiestas fueran espectaculares: “El primer centenario debe denotar el mayor avance del país con la realización de obras de utilidad pública”. Díaz presidió banquetes, celebraciones, desfiles, ceremonias, bailes, inauguraciones ante sus exquisitos invitados especiales foráneos, representantes de 32 naciones, la oligarquía y el clero (Crónica oficial de las fiestas del primer centenario de la Independencia de México). Ese mes, Flores Magón escribió en Regeneración: “El centenario, más que un motivo para embriagarnos con placeres salvajes, debe ser un motivo para rebelarnos contra nuestros opresores. Cantar himnos a la libertad, pregonar que somos libres cuando en realidad somos míseros esclavos es una ofensa sin sentido común, una vergonzosa cobardía, una mentira deplorable, un horrible sarcasmo, una cruel ironía. Hemos cambiado de yugos y tiranos, pero nunca hemos sido libres. Hidalgo nos enseñó a romper yugos; sobre nosotros pesa uno. Es nuestro deber romperlo si hemos de ser consecuentes [con sus] enseñanzas. Por ‘independencia’ generalmente se entiende el principio de un Estado democrático y libre. México llegó a tener un gobierno republicano estable solamente en la época de Juárez, [donde se disfrutó] unos 10 años de libertades, de tolerancia política y hasta cierto punto de paz, interrumpidos por las revueltas acaudilladas por Porfirio Díaz”.
El dictador tropical estaba ávido de mayor reconocimiento de su “modernidad” y estabilidad económica, lograda con el orden y la paz de los sepulcros, los calabozos, el exilio y la represión (Cananea, Río Blanco, yaquis, mayas). Su política de conciliación fue resumida en el telegrama enviado al gobernador veracruzano Luis Mier y Terán para resolver la rebelión lerdista de 1879: “Mátalos en caliente”. En 1903, los periodistas de El Hijo del Ahuizote dijeron en protesta: “La Constitución ha muerto”. Díaz ya había sido magnánimo. Con la militar pacificación floreció la inversión extranjera de enclave, principalmente la inglesa y estadunidense, en los ferrocarriles, la minería, los sectores agropecuario, industrial (textil, papel, calzado, alimentos, química, petróleo, electricidad, siderurgia), y el comercio y los servicios. También prosperó la oligarquía, los reyistas y “científicos”, liderada por el titular de Hacienda, José Yves Limantour, una veintena de hombres que se apoderaron de las finanzas y otras áreas, solos o como patiños de los capitalistas externos, los hacendados, la familia real porfirista y la iglesia.
Por desgracia, los excluidos del banquete del centenario, la chusma, los grupos progresistas y otros, destruyeron su reino del terror de 30 años.
Con su bicentenario sainete, el antijuarista, antihidalguista y neoporfirista Calderón también aspira legitimarse después de las sucias elecciones de 2006, su derrota de 2009 y el colapso neoliberal. Espera la gratitud de sus invitados a su fastuoso convite: los dueños de México, los inversionistas extranjeros y las decenas de oligarcas neoporfiristas ( Slim, Azcárraga, Salinas Pliego y demás); cebados por los nuevos Limantour, los científicos Chicago Boys, Aspe, Gurría, Ortiz, Carstens, Cordero; la elite política neoconservadora priista-panista; la cortesana intelectualidad de la paz y el progreso, fiduciaria de Federico Gamboa o Victoriano Salado Álvarez, Justo Sierra y demás rémoras (“ese gallo quiere maíz”, decía Díaz de ellos); y el clero, que brama rabioso.
Afuera quedarán 70 millones de descontentos con las mentiras, el autoritarismo, los sables, la exclusión social, la miseria a la que han sido condenados por el engrandecimiento de la acumulación capitalista, el neoporfirismo neoliberal. Para ellos no hay pan ni habrá circo. Tendrán que seguir rumiando su rencor.
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