Bien se ha dicho: todo proceso de cambio económico, político y social no está completo ni persiste con la sola llegada de las fuerzas que lo impulsan a las casas de gobierno e, incluso, a los mecanismos del poder.
La “generación espontánea” no es condición valedera. En todo caso, cada experiencia será más fuerte y podrá garantizar su continuidad futura si es capaz de demostrar el grado de eficacia capaz de satisfacer las expectativas y necesidades concretas de sus respectivos pueblos.
No es asunto nuevo. Vladimir Ilich Lenin, el fundador del primer Estado de obreros y campesinos de la historia (la hoy extinta Unión Soviética) aún cuando apenas comenzaba a organizar su partido revolucionario, el bolchevique, ya sentenciaba que un régimen popular tenía como primera tarea demostrarle con hechos tangibles al pueblo su superioridad espiritual y material en relación con el viejo orden.
De manera que elevar el nivel y la calidad de vida de la población en todos los sentidos, y establecer el clima de oportunidades abiertas para todos, entre otras virtudes de los cambios revolucionarios, no solo responde a un acto de elemental justicia, sino también a necesidades políticas impostergables.
Baste recordar que uno de los propósitos del bloqueo norteamericano contra Cuba, proclamado desde los propios inicios del cerco por la Casa Blanca, era sembrar el desabastecimiento y la penuria entre el pueblo cubano para hacer cundir el desánimo, el caos, el descontento, y promover por esa vía el fin de la Revolución.
De manera que no andan despistados los procesos populares latinoamericanos que en nuestros días hacen énfasis especial en mejorar la vida cotidiana de sus conciudadanos, en impulsar las sociedades sobre bases ampliamente participativas, y en promover y consolidar la eficacia en cada una de sus gestiones.
Es ese el universo que precisamente comprende a los nuevos planes de integración regional, las misiones médicas y educativas, y los proyectos de desarrollo económico destinados, en primera instancia, a fortalecer al país y acrecentar la riqueza nacional para que favorezca a todos.
Hacer tangible esos logros es precisamente demostrar la real superioridad del proyecto revolucionario sobre los modelos de subordinación y dependencia que rigieron hasta hace muy poco en muchas naciones del área e, incluso, sobre las estructuras en que se sustentan las grandes naciones capitalistas, hundidas hoy en una crisis generalizada que no permite visualizar la más leve luz de mejoría.
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