Apenas transcurrieron tres días en aquel traumático agosto de 1945. Esta vez el bombardero Bock’s Car (irónico apelativo: Carro de la cerveza) dejaba caer desde el cielo otro artefacto nuclear, ahora sobre la ciudad industrial japonesa de Nagasaki.
La topografía de esa urbe propició que los efectos de Fat Boy (Niño gordo, así denominaron a la mortífera bomba de plutonio) resultaran algo menos devastadores, pero similares en destrucción y saldo de desgarramiento de inocentes vidas humanas.
¿Cuál fue la jugada yanqui?
Los altos mandos del ejército nipón consideraban que Estados Unidos solo disponía de una bomba atómica y ya la catástrofe había acontecido. Se mantuvieron sobre las armas. Error, pues ese cálculo estaba previsto por los gringos y, con 72 horas de diferencia, lanzaron el segundo devastador y mortífero artefacto.
A diferencia de Hiroshima, enclavada en un valle, la topografía de Nagasaki ayudó en algo a que la onda expansiva no se extendiera más pues se encuentra rodeada de montañas. Pero la destrucción y la muerte no se hicieron esperar y se desencadenaron desde el instante del impacto de la bomba.
Sobrevivientes que narraron el dantesco suceso describieron que no quedaron edificaciones en pie a varios kilómetros del impacto, y hasta se quemaron las estructuras aceradas de los inmuebles de concreto. Estallaron vidrios de ventanas a más de ocho kilómetros. Los árboles fueron arrancados de raíz y quemados por el calor. El 40 por ciento de la urbe desapareció de la faz terrestre.
Este dato resulta harto ilustrador: Nagasaki era ciudad de cerca de 250 mil habitantes. Durante el impacto de la bomba y en días y semanas posteriores murieron 70 mil japoneses y muchos miles más al paso de los años. Todos sintieron en carne propia el dantesco sufrimiento y los horrores provocados por el hongo atómico
Campaña mediática mediante, las encuestas en los Estados Unidos arrojaban que el 70 por ciento de la población concordaba con el lanzamiento de ambos genocidas artefactos. La justificación en la prensa, radio y tv, fue que aquellas bombas habían posibilitado el fin de la guerra y evitado muchas muertes de japoneses y norteamericanos. ¡Impudor a raigales!
Nagasaki hizo creer a las autoridades niponas que podían ser arrasadas todas sus ciudades y que existía, lista, otra tercera bomba. Si bien el engendro no estaba finalizado, andaba en curso, solo faltaba el suficiente material fisionable (escisión del núcleo del átomo producida por un bombardeo de neutrones en la que se libera gran cantidad de energía).
Al emperador Hirohito, presa de pánico y dramatismo la alta oficialidad del ejército japonés, no le quedó opción y descendió de su condición divina para informar y convencer a su pueblo (sin mencionar la palabra rendición) de que la guerra había terminado.
La suerte estaba echada. Sobre el globo terráqueo hacía su aparición el arma más destructiva conocida por la humanidad hasta entonces. El resto, hasta nuestros días, es historia conocida, y diría muy cercana por estos días, dados los acontecimientos que transcurren por diversos sitios del planeta.
Ojalá esta dantesca escena, nacida del testimonio de sobrevivientes, abra los ojos de las almas sensibles en este mundo: “En algunas superficies, como los muros de diversos edificios, quedaron plasmadas las sombras de carbón de las personas que fueron desintegradas repentinamente por la explosión”.
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