Los ciudadanos norteamericanos pueden viajar a cualquier país del mundo menos a Cuba, a pesar de que apenas los separan 90 millas de distancia e históricamente lo hicieron por vía aérea o marítima.
Para colmos, si lo lograran hacerlo, ¡tampoco pueden gastar un centavo, salvo que posean una licencia!.
Quizás el hecho bien pueda considerarse salido de la febril imaginación del escritor norteamericano Poul Anderson y su novela fantástica “La espada rota”, basada en pasiones desenfrenadas, batallas, odios y mucha aventura.
Pero lo cierto es que constituye realidad inobjetable desde que el presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy (1961-1963), prohibió a sus ciudadanos, el 17 de enero de 1961, visitar Cuba, en lo que se interpretó como escalada subversiva contra la naciente Revolución liderada por Fidel Castro.
Tal decisión carecía de la más elemental lógica salvo si se tiene en cuenta que su antecesor, Dwight D. Eisenhower, rompió de manera unilateral sus relaciones diplomáticas con la Isla y más tarde aprobó el Programa de Acción Encubierta para tratar de derrocar a las nuevas autoridades cubanas.
En su obsesión por aislarlas, EE.UU. no se detiene y sus prohibiciones por volar o navegar hacia Cuba están contenidas en las Regulaciones del Control de Activos Cubanos, promulgadas en el Acta de Comercializar con el Enemigo, en actuación ostensible de guerra declarada.
Bajo esas normas está prohibido el desembolso de cualquier tipo de moneda, a menos que la persona disponga de la licencia apropiada para ir a Cuba directamente o por otra nación.
Todo aquel que viva -o superviva- en Estados Unidos, a pesar de su nacionalidad, está sujeto a tales restricciones y si las violan la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC), del Departamento del Tesoro, estableció sentencia de hasta 10 años de cárcel y multas de un millón de dólares para corporaciones y 250 mil para particulares.
Siempre con la consabida autorización de la OFAC, apenas pueden trasladarse a La Habana periodistas, funcionarios del gobierno, miembros de organizaciones internacionales, de las cuales EE.UU. sea también integrante, y profesionales.
Medio siglo después, el presidente Barack Obama se quedó por debajo de las expectativas de su discurso electoral en cuanto a los reclamos de la sociedad estadounidense y de la comunidad internacional sobre sus prerrogativas para modificar aspectos de procedimiento.
Si tuviera alguna voluntad política, aún sin la intervención del Congreso, podría flexibilizar el bloqueo económico, financiero y comercial contra Cuba y expandir los viajes de los norteamericanos y extranjeros residentes en su país.
Pero no, prevalece el espíritu de dominación de hace más de 200 años del denominado “destino manifiesto”, en el cual nadie cree y mucho menos lo quiere.
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