Definitivamente la maligna trasnacional petrolera británica British Petroleum (BP) se ha vuelto uno de los mayores peligros para el humano, el medio ambiente y la armonía planetaria, ante los cuales los ciudadanos afectados exhiben su patética impotencia.
Debka, portal propagandístico del sionismo jázaro, abiertamente desnuda que Gran Bretaña abandonó a su anterior aliado Muamar el Gadafi con el fin de posicionar a las petroleras británicas en el nuevo orden energético de Libia impuesto por los bombardeos “humanitarios” de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
En particular, BP piensa resarcir con el petróleo libio sus enormes pérdidas en el Golfo de México que ascienden a un mínimo de 30 mil millones de dólares.
Con sobrada razón: en Libia existen enormes excedentes de petróleo y gas para pagar el daño ambiental de BP en el Golfo de México.
Ahora, con ocho años de retraso, Paul Bignell, del periódico británico The Independent, esculca los “documentos secretos que vinculan la invasión de Irak a las trasnacionales petroleras” [1].
¿No fue siempre la invasión de Irak tan publicitada por sus consuetudinariamente mendaces medios, por las “armas de destrucción masiva” de Saddam Hussein que nunca existieron?
Son tiempos tanto de Wikileaks como de funcionarios atormentados con acceso a información sensible quienes, en sus intermitentes crisis de conciencia, transmiten al público evidencias de las sospechas sostenidas desde el inicio por lúcidos analistas.
Los documentos evidencian que “fueron discutidos planes para explotar las reservas del petróleo de Irak por ministros del gobierno y las mayores trasnacionales petroleras un año antes de que Gran Bretaña tomara el liderazgo de invadir Irak”.
Ninguna novedad: lo mismo había hecho el vicepresidente Dick Cheney con las trasnacionales petroleras estadunidense mucho antes de la invasión a Irak. Hasta Alan Greenspan, el malhadado y malvado exgobernador de la Reserva Federal, comentó en su reciente libro Las turbulencias de la globalización que la invasión a Irak se debió al petróleo.
Se recuerda que el más mentiroso de los mentirosos, el primer ministro Tony Blair, pese a la reticencia marcada de su gabinete, encabezó la cruzada petrolera para invadir Irak en contubernio con Baby Bush y el español José María Aznar López.
En su momento (primavera de 2003), los invasores involucrados, así como los ejecutivos de las trasnacionales petroleras (desde BP hasta Chevron Texaco) negaron públicamente que la destrucción de Irak se debió a su posesión de una de las mayores reservas de petróleo ligero del mundo –datos del Departamento de Energía de Estados Unidos llegaron hasta colocarlas a niveles superiores a las de Arabia Saudita.
Bignell enjuicia que a nivel de la pérfida Albión, tanto Shell como BP negaron rotundamente, en la primavera de 2003, como “altamente imprecisas” las sospechas de la invasión a Irak por petróleo que “carecía de interés estratégico”. ¡Cómo no!
Blair, la encarnación de la maldad depurada, llegó a denostar “la teoría de la conspiración del petróleo” como “la más absurda”.
Ya destruido Irak y visto en retrospectiva, ¿qué podemos hacer los ciudadanos del mundo ante tanta maldad diabólica?
¿No sería conveniente que erijamos un tribunal criminal internacional para juzgar, aunque sea simbólicamente, a los gobernantes delincuentes que pululan en el planeta?
¿Cómo puede ser que los Bush, los Blair y los Aznar se escapen de una rigurosa condena moral universal y sigan expectorando sus mentiras a los cuatro vientos en sus multimedia controlados?
¿Por qué no aparecieron tales documentos en la “investigación Chilcot” en Gran Bretaña sobre la guerra en Irak?
Los documentos con antelación a la invasión anglosajona a Irak exponen que la baronesa Symons, ministra de Comercio de Blair, susurró a los castos oídos de BP que “el gobierno pensaba que las petroleras británicas debían recibir una participación de las enormes reservas de petróleo y gas de Irak como recompensa al compromiso militar de Tony Blair con los planes de Estados Unidos para el cambio de régimen”.
En vísperas de la invasión, se firmaron contratos por 20 años: “Los mayores en la historia de la industria petrolera”, y “cubrían la mitad de las reservas iraquíes”. ¡Qué manera de repartirse lo ajeno!
¿Qué obtuvo la baronesa Symons por su entrega patriótica?
La baronesa Symons, revela Bignell, a sus 59 años de edad (ya está bastante adiestrada), “descolgó un puesto de consultora de un banco mercader de Gran Bretaña donde obtuvo los beneficios por los contratos de la reconstrucción de la posguerra en Irak”. Todo ha sido negocio en Irak para la dialéctica anglosajona: se gana destruyendo y se gana más reconstruyendo.
El nombre del banco, que no aporta Bignell, es Mercahnt Bridge, que ganó fortunas con la “reconstrucción (sic) de Irak”.
Los negocios le fascinan a la baronesa Symons de Vernham Dean, nacida Elizabeth Conway Symons, y casada con un amanuense (Phil Berty Basset) del polémico magnate de los multimedia Rupert Murdoch (dueño de la televisora tóxica Fox News y del rotativo The Times).
La baronesa multifacética tiene en su haber numerosas tratativas sórdidamente escandalosas con varias empresas, como Peninsular and Oriental Steam Navigation Company, la firma legal DLA Piper y British Airways. ¿Qué tantos favores le deberán?
En forma interesante, la baronesa Symons acaba de renunciar a su puesto de “consultora voluntaria” (sin sueldo. ¡Qué generosa!) de Muamar Gadafi en el Consejo de Desarrollo Económico Nacional de Libia. ¡Qué sensibilidad tan singular de la baronesa Symons entre su doble disfraz en Irak y Libia!
Según exponen los documentos, el gobierno bushiano ya había “cerrado acuerdos” bajo la mesa “con los gobiernos de Francia y Rusia” (con sus respectivas firmas petroleras), por lo que la baronesa Symons, en forma desprendida y filantrópica, accedió a interceder y cabildear a favor de BP, Shell y British Gas.
Lo que queda más expuesto es el mito del libre mercado cuando se trata de las poderosas trasnacionales petroleras y su bidireccionalidad de sus intereses traslapados con los del gobierno.
Ya desde noviembre de 2002 (cuatro meses previos a la invasión anglosajona con su ballet parking español), la cancillería británica invitó a BP, que andaba “angustiosamente desesperado”, para “charlar” sobre las oportunidades del “posrégimen de cambio” en Irak. La viabilidad para “su futuro” de “largo-plazo (sic)” de BP y Shell se encontraba en entredicho.
En privado, BP confesó a la cancillería que “Irak era lo más importante que hayamos visto durante un largo tiempo”. Pues sí. ¡Se trata(ba) de las mayores reservas de petróleo ligero del planeta!
El pánico de BP radicaba en que “los contactos existentes” de la petrolera francesa Total Fina Elf con Saddam Hussein, en caso de perdurar, la convertirían en la principal petrolera del planeta.
De allí nace la disposición temeraria de BP a tomar “grandes riesgos”. ¿Cuáles fueron sus “grandes riesgos”? ¿Haber enviado a la muerte en el desierto iraquí a los soldados británicos? ¿Qué comisiones se habrá llevado de tajada Tony Blair para conducir a su país al desastre iraquí que resultó, a nuestro juicio, el inicio de la decadencia geopolítica anglosajona?
Recuerdo que exactamente un año después de la fallida invasión anglosajona a Irak, BP salió despavorida de Basora, el puerto chiíta iraquí, cuando supo que no podía controlar sus pletóricos yacimientos debido a la guerra de guerrillas circundante a la que no estaban preparados los ejércitos regulares anglosajones.
Para quien esto escribe, dotado con la hipótesis operativa del petróleo como motivo primordial de la dolosa invasión anglosajona —que resultó correcta—, la fuga de BP marcó uno de mis mayores aciertos, dicho sea con humildad de rigor: haber vaticinado “el barómetro del siglo 21” sobre el desplome del dólar y de la triple alza de los hidrocarburos, oro y plata. Siete años más tarde, “el barómetro del siglo XXI” queda correcta y diáfanamente demostrado.
[1] « Secret memos expose link between oil firms and invasion of Iraq », Paul Bignell, The Independent, 19 de abril de 2011.
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