Día de por medio, las noticias traen la cotidiana información que un ómnibus en cualquier parte del país se cayó al abismo, chocó o se salió de la ruta ocasionando los muertos nuestros de cada día. A nadie conmueve, de tan común el suceso, la pérdida de vidas. Casi nadie repara que las estadísticas trágicas nos ponen en todo el mundo como una nación primitiva que no castiga a los conductores borrachos e irresponsables como tampoco a las autoridades que no vigilan el mantenimiento de los vehículos ni las pistas.
Si se pudiera, literalmente, estrujar como si fueran esponjas, los aparatos televisivos o radiales, obtendríamos sangre a borbollones, o son asesinatos o choques o descarrilamientos, el mortuorio mensaje siempre es el mismo: víctimas y más víctimas.
Los autos, camiones o buses se pasan las luces rojas, el peatón es aplastado por estructuras rodantes que olvidaron que su vía es la pista para subirse, en carreras locas, por las aceras atropellando a la gente. ¿Qué puede haber ocurrido para que este nivel de abyección y vileza constituyan hoy por hoy parte de la "cultura" peruana?
Pocos años atrás se impuso la sana costumbre de usar los cinturones de seguridad, quien no lo hacía era multado. Lo cierto es que el ejemplo se popularizó dando cuenta de un signo de disciplina férrea y saludable. ¿Cómo hacemos para que las empresas no recojan pasajeros en el camino, permitan a conductores ebrios o cansados, la parada en lugares sospechosos? ¿están cumpliendo las autoridades el riguroso examen de las unidades de transporte? Por lo menos, según las estadísticas, el 80% de los accidentes trágicos son por falla humana, en buen romance, está fallando el disco duro ciudadano. Entonces ¿cómo se logró lo del cinturón de seguridad?
El Estado, las empresas privadas, los gobiernos deben librar batalla contra toda la informalidad y la indisciplina que nos hace parecer tribus de monos enloquecidos. ¿De qué otro modo comprender que las carreteras estén ensangrentadas día de por medio y que eso no llame la atención de ninguna manera?
La vida es parte insustituible del proyecto social. Quien no se estima, no se quiere o no se valora, tampoco estima, quiere o valora al prójimo a quien siente como enemigo al que hay que pulverizar a como dé lugar. ¿Por causa de qué este molde nefasto tiene primacía en la mente de los peruanos?
No ha mucho que un amigo me transmitió el anhelo de su hijo de quedarse para siempre fuera del país. Cada vez que regresa siente miedo. No solo la delincuencia y la inseguridad ciudadana, también los microbuses, las carreras trogloditas entre unidades para ver quien gana más pasajeros sino también el aire enrarecido de que algo puede pasar lejos muy lejos de los sucesos de alegría que una nación tiene derecho a darse. Aquí todo es gris y la letanía de la queja preside, desde que amanece hasta que anochece, el menú cotidiano del peruano. Se queja pero culmina resignándose: "así es la vida", ¡qué se va a hacer! y los medios de comunicación en su miopía cretina ensalzan estas expresiones en la voz de "líderes" de opinión.
Un país tiene el deber de limpiar su imagen y de criticar las imperfecciones de su devenir diario. Es más, una de sus obligaciones debería constituirla aprender que hay muchísimo que hacer y que la génesis arranca en aceptar que somos un país en que el pistoletazo cercena vidas con tanta frecuencia como lo hacen los buses de transporte local e interprovincial.
Produce bascas el saber que los "noticieros" se refocilan en la narración detallada de cómo fueron los sucesos trágicos. El morbo de no pocos locutores atiza con visos de cotidiano lo que debiera ser ocurrencia extraordinaria y evitable. Gracias a la televisión, diarios y radios, mostramos al mundo nuestra fase repulsiva y oscura, parecemos simios con metralletas listos a disparar a diestra y siniestra.
¿Llegará el día en que las noticias que alumbren los nuevos amaneceres advengan robustas de optimismo, de vida tremebunda y en la alegría formidable de constuir una nación? He allí el reto que demanda muchas respuestas.
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