Las Olimpiadas son siempre una ocasión, para el país organizador, de presentar sus éxitos al resto del mundo. Pero en el caso de Sochi, como en Pekín, tenía que ser al revés: había que convertir los Juegos en una oportunidad para presentar a los telespectadores la imagen que la opinión pública «debe tener» sobre el país organizador. Es por eso que la gran mayoría de los artículos y programas dedicados a los Juegos, en Europa y Estados Unidos, lejos de ser informativos tratan por todos los medios de denigrar «la Rusia de Putin».
Vientos de guerra se abaten sobre las Olimpiadas de invierno de Sochi, o más bien sobre las «Olimpiadas del zar Putin» como las llaman a coro los medios de prensa occidentales. Las esplendidas actuaciones de los deportivos del mundo entero, que se han preparado durante años para estos juegos, pasan a un segundo plano –cuando no son simplemente ignoradas– a no ser que el ganador sea un deportista del país del medio de prensa que estamos viendo.
Mientras se ensombrecen los Juegos de Sochi, fruto de un trabajo colectivo colosal, se nos informa detalladamente sobre la eliminación de los perros callejeros en esa ciudad, sobre el hecho que uno de los cinco aros olímpicos no se encendió cuando debía, conservando la apariencia de un copo de nieve –funesto presagio, según se habría estimado en la Antigüedad. Incluso se nos mantiene en vilo, en espera de un atentado terrorista que quede como un recuerdo infausto de estos Juegos, luego de los atentados que enlutaron Volgogrado.
En Washington, donde abundan los expertos en terrorismo, se expresó preocupación ante la posibilidad de atentado en Sochi y se decidió intervenir militarmente. El USS Mount Whitney, navío almirante de la VI Flota levó anclas del puerto de Gaeta, en la región italiana de Lacio, para entrar en el Mar Negro junto a la fregata USS Taylor. Listos para evacuar a los deportistas y espectadores estadounidenses, estos dos barcos de la US Navy realizan ejercicios, junto a varias unidades navales georgianas, en los límites de las aguas territoriales rusas.
Barack Obama, David Cameron y Francois Hollande, valientes defensores de los derechos humanos –en aras de cuya defensa desatan guerras y masacres colaterales– dieron a entender que no asistían a las Olimpiadas de Sochi porque la propaganda gay está prohibida en Rusia. Y el primer ministro italiano Enrico Letta prometió reafirmar en Sochi la contrariedad de Italia ante toda medida discriminatoria que afecte a los homosexuales.
Eso dijo Letta sólo unos pocos días después de haber elogiado oficialmente en Dubai «la posición humanitaria de los Emiratos» y de haber proclamado públicamente similares apreciaciones sobre las demás monarquías del Golfo, cuyos códigos penales castigan las relaciones mutuamente aceptadas entre adultos del mismo sexo con 10 años de cárcel y –en el caso de Arabia Saudita– con latigazos o lapidación.
Esas mismas monarquías, a las que tanto aprecian Obama y los demás líderes occidentales, se preparan actualmente para someter a los inmigrantes a «exámenes médicos», cuya naturaleza no se ha precisado, para evitar la entrada de homosexuales a los países del Golfo.
El argumento de Obama, de Letta y de otros líderes que dicen defender a los gays en Rusia es por lo tanto completamente oportunista. Como también lo es la acusación de que Moscú ha gastado demasiado en los Juegos Olímpicos de Sochi y de que quiere utilizarlos con fines propagandísticos, lo cual hacen todos los países que acogen las citas olímpicas debido al mecanismo mismo de ese tipo de evento internacional, que por cierto debería ser objeto de una profunda revisión. Tales acusaciones, aún teniendo algo de cierto, encierran un objetivo muy bien definido: alimentar en la opinión pública un nuevo clima de guerra fría, conforme a la estrategia de Estados Unidos y la OTAN ante la creciente oposición de Moscú a sus planes. Si Boris Yeltsin estuviese aún en el poder en Rusia, dispuesto a hacer todo tipo de concesiones a Estados Unidos y Occidente, nadie hablaría de Sochi como «las Olimpiadas del zar Yeltsin».
En virtud del veredicto incuestionable de quienes determinan en Washington cómo se clasifican los gobernantes según su conducta, el ex presidente ruso Yeltsin aparece en la lista de los «buenos» mientras que Putin está en la de los «malos». De esta última procede, cada vez que hace falta uno, el «enemigo número 1» –categoria que han ocupado sucesivamente Sadam Husein, Slobodan Milosevic y Muammar el-Kadhafi– que sirve para justificar la escalada militar que conduce a la guerra. Es el blanco sobre el cual, cada vez que hace falta, se concentran todos los ataques políticos y mediáticos, agigantando sus defectos para esconder aquellos –mucho mayores– de quien dice ser el campeón de los derechos humanos.
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