Lejos de ser una alianza levantina al servicio de las ambiciones occidentales, el nuevo «califato» del siglo XXI responde a los objetivos del imperialismo global. Para Washington, el Emirato Islámico es un arma de destrucción masiva dirigida contra los países emergentes, fundamentalmente contra Rusia, la India y China. El analista mexicano Alfredo Jalife explica qué uso puede dar Estados Unidos al Emirato Islámico, mucho más allá de Siria e Irak.
La nebulosidad sobre la sorprendente creación y propagación del grupo sunnita jihadista Emirato Islámico de Irak y el Levante (Siria y Líbano) –EIIL, conocido igualmente como ISIL, por sus siglas en inglés, o Daesh en árabe–, que ha generado aparente «confusión», empieza a disiparse debido a sus alcances geoestratégicos en la frontera del «triángulo RIC» (Rusia, India y China), cuyos tres miembros forman parte del ascendente grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), a 14 días de celebrar su sexta cumbre en Fortaleza.
El primer día del ayuno islámico del Ramadán, un dato simbólicamente ilustrativo fue escenificado por ISIL/Daesh, que deja oficialmente de lado su nombre por el de «Estado Islámico»: el lanzamiento del «califato islámico» en los territorios bajo su ocupación militar, y nombró a su enigmático líder Abu Bakr al-Baghdadi como su nuevo califa (que significa en árabe «sucesor» del profeta Mahoma).
El temerario lanzamiento del nuevo califato por el «Estado Islámico» sunnita es un triple anatema para el chiísmo universal de 300 millones de feligreses (20% del total islámico global):
– 1) el califato, que nace con los «compañeros» del profeta, es eminentemente sunnita y motivo de la ruptura sucesoria con los chiítas seguidores de Alí (primo de Mahoma);
– 2) Abu Bakr fue el primer califa del sunnismo, padre de la legendaria Aisha y uno de los suegros del profeta, y hoy su nombre se convierte en nom de guerre del «nuevo califa del siglo XXI»,
– 3) el califato sunnita proclamado llega hasta las fronteras de Irán, en la provincia de Diyala, para vincularse con Alepo (Siria), en la frontera turca.
El primigenio califato fue abolido con la derrota del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, lo cual significó el reparto de sus despojos mediante la artificial cartografía medioriental del tratado secreto anglo-francés Sykes-Picot, que el nuevo califato del siglo XXI ha dado por muerto al borrar de facto la transfrontera de Siria e Irak, lo cual beneficia el nuevo trazado militar del Kurdistán iraquí.
Las consecuencias del nuevo califato del siglo XXI son enormes a escala local/transfronteriza/regional y euroasiática, en medio de su epifenómeno multidimensional –donde el control de los hidrocarburos juega un papel preponderante–, cuando sus implicaciones prospectivas se plasman en su irredentismo cartográfico tanto de su yihad petrolera como de su proyección geopolítica para los próximos 5 años.
A «alguien» le convino la guerra de 1980-1988 focalizada entre los árabes de Irak (en la etapa de Sadam Husein) contra los persas de Irán (en la fase del ayatola Khomeiny), para que luego Estados Unidos/Gran Bretaña/OTAN librasen sus dos guerras puntuales contra Irak (en 1990-1991 y en 2003-2011) del nepotismo dinástico de los Bush (padre e hijo).
Irak, hoy en delicuescencia, lleva 34 años ininterrumpidos de guerras caleidoscópicas y ahora entra a un nuevo estadio: una guerra etno-teológica que puede durar otros 30 años –réplica de las guerras europeas del siglo XVII– entre sunnitas y chiítas, que abarca ya nítidamente a varios países del «Gran Medio Oriente» (según la definición del general israelí Ariel Sharon este Gran Medio Oirente va desde Marruecos hasta Cachemira y de Somalia al Cáucaso): Irak, Siria, Líbano, Yemen, Bahréin, Arabia Saudita (en su parte oriental petrolera, donde predomina la «minoría» chiíta), y en la que participan a escala regional tras bambalinas (ya muy vistas) las 6 petromonarquías del Consejo de Cooperación del Golfo, Turquía, Jordania e Irán, sin contar el Kurdistán iraquí (gran aliado de Israel).
El nuevo califato del siglo XXI, en pleno centro de Eurasia, comporta implicaciones profundas en el triángulo geoestratégico de los RIC, donde existen importantes «minorías» islámicas, a diferencia de Estados Unidos y todo el continente americano, donde la presencia musulmana es microscópica: 0,8% de la población en Estados Unidos; 0,42% en Sudamérica y 1,6% en todo el continente americano.
Es mi hipótesis que el nuevo califato del siglo XXI y su yihad global, tanto petrolera como geopolítica, carcome las fronteras islámicas del «triángulo RIC» y desestabiliza su conformación demográfica interna –con un total de casi 200 millones de musulmanes en su seno–, tomando en cuenta la doble «contención» que Estados Unidos trata de imponer contra Rusia y China (mediante la doctrina Obama).
Con antelación ya había expuesto el preponderante «factor islámico» en la India, que se encuentra ante un tsunami demográfico y geopolítico.
El presidente ruso Vladimir Putin ya declaró al respecto que
«los acontecimientos provocados por Occidente en Ucrania son una muestra concentrada de una política de contención contra Rusia».
No se pueden soslayar los vasos comunicantes entre Ucrania, el Mar Negro, el Transcáucaso y el Gran Medio Oriente, donde se distingue intensamente el «factor checheno».
A juicio de Putin, después del fracaso del mundo unipolar, «Occidente» pretende imponer a otros países sus principios, convirtiendo el planeta en un «cuartel mundial». ¡Uf!
Durante el paroxismo de la guerra fría, el libro predictivo sobre la disolución de la URSS, El imperio resquebrajado: la revuelta de las naciones en la URSS, de la aristócrata francesa Helène Carrère d’Encausse, exhibió la vulnerabilidad de la URSS debida al galopante crecimiento demográfico de su poligámica población musulmana.
Los políticos de Estados Unidos, entre ellos su vicepresidente Joe Biden, vuelven a repetir el «modelo demográfico» del «imperio resquebrajado», ya reducido a la mínima expresión de Rusia, donde existe una relevante minoría musulmana de alrededor de 15% de su población (20 millones del total) asentada en la región Volga/Ural y en el hipersensible Cáucaso norte (Daguestán, Chechenia, etc.).
En China también existe una «minoría» islámica sunnita muy inquieta, ostensiblemente azuzada desde el exterior: los célebres uigures –de origen mongol, conectados con sus congéneres de Asia central y Turquía–, que predominan en la Región Autónoma de Xinjiang y que ascienden a 10 millones (según el censo de 2010).
La superestratégica región de Xinjiang, con una extensión de 1,6 millones de kilómetros cuadrados, encierra grandes yacimientos de petróleo, constituye la mayor región productora de gas natural de toda China y ostenta importantes reservas de uranio.
La conexión comercial de Xinjiang con Kazajstán es de la mayor importancia geoestratégica en medio de Eurasia.
En fechas recientes, los separatistas uigures sunnitas han intensificado sus atentados en el mero corazón de China, en su capital Pekín.
Los separatistas uigures, que buscan derrocar al gobierno chino local, están inspirados por la teología de la yihad global avant la lettre, teología que ahora proclama y reclama el nuevo califato del siglo XXI, con el que muy bien pudieran conectarse.
Cabe entonces que nos preguntemos: ¿Forman parte del «cuartel mundial» de «Occidente» el nuevo califato del siglo XXI y su yihad global contra los BRICS?
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