«El establecimiento, entre las dos guerras mundiales –porque hay que remontarse hasta aquella época–, el establecimiento de un núcleo sionista en Palestina y, posteriormente, después de la Segunda Guerra Mundial, el establecimiento de un Estado de Israel, provocaban, en aquella época, cierto número de temores. Uno podía preguntarse, efectivamente, y muchos judíos se preguntaban, si la implantación de aquella comunidad en tierras que habían sido adquiridas de manera más o menos justificable y en medio de los pueblos árabes, que eran extremadamente hostiles a esa comunidad, podían provocar incesantes e interminables fricciones y conflictos. Algunos temían que los judíos –hasta entonces dispersos pero que habían seguido siendo lo que siempre fueron en todas las épocas, un pueblo de élite, seguro de sí mismo y dominante–, algunos temían que los judíos, una vez reunidos en el sitio de su antigua grandeza, convirtieran en ambición ardiente y conquistadora los conmovedores deseos que habían expresado desde hacía 19 siglos: el año próximo en Jerusalén.
Sin embargo, a pesar de la oleada, a veces descendente, de las malas voluntades que provocaban, que suscitaban más exactamente, en ciertos países y en ciertas épocas, un capital considerable de interés e incluso de simpatía se había acumulado a su favor, sobre todo, es importante decirlo, entre la cristiandad; un capital que provenía del inmenso recuerdo del Testamento, alimentado por todas las fuentes de una magnífica liturgia, capital sostenido por la conmiseración que inspiraba su vieja desgracia y que la leyenda del Judío Errante poetizaba entre nosotros, acrecentado por las abominables persecuciones que sufrieron durante la Segunda Guerra Mundial y amplificado desde que reencontraron una patria, por sus esfuerzos constructivos y el coraje de sus soldados. Es por eso, independientemente de las importantes contribuciones en dinero, en influencia, en propaganda, que los israelíes recibían de los medios judíos de Estados Unidos y de Europa, que muchos países, entre ellos Francia, veían con satisfacción el establecimiento de su Estado [de los judíos] en el territorio que las Potencias les habían reconocido, aunque deseando que lograran, recurriendo a un poco de modestia, encontrar un modus vivendi pacífico con sus vecinos.
Hay que decir que esos factores sicológicos habían cambiado un poco desde 1956. La expedición franco-británica de Suez había mostrado, en efecto, un Estado de Israel guerrero y decidido a agrandarse. Posteriormente, la acción que [ese Estado] llevaba a cabo para multiplicar por dos su población a través de la inmigración de nuevos elementos, hacía pensar que el territorio que había adquirido no le resultaría suficiente por mucho tiempo y que, para agrandarlo, se vería tentado a aprovechar cualquier ocasión que se le presentara.
Por cierto, es por eso que, frente a Israel, la V República [Francesa] se liberó de los vínculos especiales y muy estrechos que el anterior régimen había establecido con ese Estado y se había dedicado, por el contrario, a favorecer la distensión en el Medio Oriente. Por supuesto, conservábamos con el gobierno de Israel relaciones cordiales e incluso le proporcionábamos, para su eventual defensa, los armementos cuya compra solicitaba. Pero al mismo tiempo le prodigábamos opiniones de moderación, principalmente sobre litigios que tenían que ver con las aguas del Jordán o sobre escaramuzas que oponían periódicamente a las fuerzas de los dos bandos. Finalmente, nos oponíamos a otorgar oficialmente nuestro aval a su instalación en un barrio de Jerusalén del cual se había apoderado y manteníamos nuestra embajada en Tel Aviv.
Después de haber puesto fin a la cuestión argelina, retomamos con los pueblos árabes del Oriente la misma política de amistad, de cooperación que durante siglos había practicado Francia en esa parte del mundo y cuya razón y sentimiento hace que [esa política] sea hoy una de las bases fundamentales de nuestra política exterior. Por supuesto, actuábamos de forma tal que los árabes no ignoraran que, para nosotros, el Estado de Israel era un hecho consumado y que no admitiríamos que fuese destruido. De manera que uno podía imaginar que llegaría el día en que nuestro país podría ayudar directamente a que se concluyera y se garantizara una paz en el Oriente, a condición de que ningún nuevo drama viniese a destrozarla.
Por desgracia, se ha presentado ese drama. Lo propició la gran tensión, y constante, que resultaba del escandaloso destino de los refugiados en Jordania, así como de una amenaza de destrucción contra Israel. El 22 de mayo, la cuestión de Aqaba, desgraciadamente creada por Egipto, ofrecería un pretexto a quienes soñaban con entrar en conflicto. Para evitar las hostilidades, Francia había propuesto, desde el 24 de mayo, a tres otras grandes potencias que prohibieran, conjuntamente con ella, a cada uno de los bandos, iniciar el combate. El 2 de junio, el gobierno francés había declarado que, eventualmente, se pronunciaría contra el primero que recurriese a las armas, y eso fue lo que yo mismo declaré, el pasado 24 de mayo, al señor [Abba] Eban, ministro de Relaciones Exteriores de Israel, cuando lo vi en París: «Si Israel es atacado», le dije entonces sustancialmente, «nosotros no permitiremos que sea destruido. Pero si ustedes atacan, nosotros condenaremos su iniciativa. Claro, a pesar de la inferioridad numérica de la población de ustedes, como ustedes están mucho mejor organizados, mucho más unidos, mucho mejor armados que los árabes, yo no dudo que ustedes obtendrían éxitos militares. Pero después se verían ustedes en el campo de batalla y, desde el punto de vista internacional, enfrentarían ustedes crecientes dificultades, sobre todo por el hecho que la guerra en el Oriente no puede provocar en el mundo otra cosa que una tensión deplorable y tener consecuencias muy negativas para muchos países, así que sería a ustedes, convertidos en conquistadores, a quienes se imputarían poco a poco los inconvenientes».
Ya se sabe que la voz de Francia no fue escuchada. Israel atacó, se apoderó, en seis días de combate, de los objetivos que quería alcanzar. Ahora está organizando, en los territorios que tomó, una ocupación que sólo puede instaurarse mediante la represión y las expulsiones. Y existe allí, contra Israel, una resistencia que [Israel] califica a su vez de terrorismo. Es cierto que ambos beligerantes observan, por el momento y de manera más o menos precaria e irregular, el alto al fuego prescrito por las Naciones Unidas. Pero es muy evidente que el conflicto sólo está en suspenso y que sólo puede resolverse por la vía internacional.
Un arreglo por esa vía, a menos que las Naciones Unidas violen su propia Carta, debe estar basado en la retirada de los territorios tomadas por la fuerza, en el fin de toda beligerancia y el reconocimiento recíproco de cada uno de los Estados implicados por parte de todos los demás. Después de eso, a través de decisiones de las Naciones Unidas, en presencia y bajo la garantía de todas sus fuerzas, sería probablemente posible fijar el trazado preciso de las fronteras, así como las condiciones de vida y de seguridad de las dos partes, el futuro de los refugiados y de las minorías y las modalidades de la libre navegación para todos, principalmente en el Golfo de Aqaba y el Canal de Suez. Siguiendo a Francia en esa hipótesis, Jerusalén debería recibir un estatus internacional. Para poder aplicar un arreglo de ese tipo, este tendría que contar con la aprobación de las grandes potencias (aprobación que de inmediato provocaría la de las Naciones Unidas). Y si se llegase a la conclusión de ese acuerdo, Francia estaría de antemano dispuesta a aportar en el terreno su contribución política, económica y militar, para que dicho acuerdo se aplicara efectivamente. Pero no se ve cómo podría aparecer algún tipo de acuerdo, no de manera ficticia sobre la base de alguna fórmula vacía, sino efectivamente a través de una acción común, mientras una de las más grandes de las cuatro grandes potencias no se desvincule de la guerra odiosa que está llevando en otro lugar, porque en el mundo de hoy todo está relacionado. Sin el drama de Vietnam, el conflicto entre Israel y los árabes no se habría convertido en lo que es. Y si mañana renaciese la paz en el sudeste asiático, el Medio Oriente también la recobraría rápidamente al calor de la distensión generalizada que se produciría después de ese acontecimiento.»
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