“Pueden encarcelarme, pueden matarme, pero mis ideas, mis pensamientos y mi ideología que he sembrado en todos los que me siguen, nunca morirán”. Señalando, directamente a su cerebro y haciendo referencia a la semilla en su mente, las frases citadas, fueron algunas de las escuetas y firmes palabras que pronunció Abimael Guzmán Reinoso, alias ¨el presidente Gonzalo¨, la noche en que fue detenido en la operación Victoria, el 12 de septiembre de 1992, en Lima, Perú.
Corría la década de los 90, Costa, Sierra y Selva del Perú se empañaban de sangre de inocentes.
La indignación, rabia, odio, repulsa, hostilidad y ojeriza de las victimarios de Sendero Luminoso terminó exterminando más de 30 000 vidas según la Comisión de la Verdad y Reconciliación en su informe del 2003.
No solo sufren las víctimas primarias sino también las secundarias, entendiendo que quienes fueron agredidos directamente y los familiares, resultan igual de perjudicados, ya que padecen tanto o más que ellos.
Sabemos que no son víctimas sociales sino naturales de un crimen público: el terrorismo, éstas -las víctimas- juegan un rol preponderante, como parte de la memoria histórica que deben tener los ciudadanos de un Estado que han sufrido la violencia del terror y nunca olvidarlo, procurar pasar toda información de generación en generación para que a partir de lo ocurrido con los miles de relatos que lo componen, se pueda construir, la historia de la masacre originada por el terrorismo.
Cuando el Estado no condena, los partidos políticos son tolerantes y se presenta el escenario de personas que permiten axiomas, pensamientos, raciocinios y apologías al terrorismo, la sociedad resiente el golpe y los terroristas se alegran.
Queda latente una pregunta frecuente ¿qué deben hacer los Estados, después que un individuo fue sindicado de terrorismo, luego que pasó por un proceso penal y se probó su vinculación y participación, pagó su condena e intenta reinsertarse en la sociedad?
Hay una pugna entre los derechos humanos fundamentales que tienen todas las personas y sobre la individualidad del autor a no poder contrastar que ha dejado sus vínculos con el terrorismo y es aquí donde se incluye lo dicho por Abimael Guzmán el día de su captura, de que las ideas sembradas en el inconsciente de sus fanáticos, nunca morirán; no hay posibilidad de saber si solo tienden a sentir un remordimiento por el daño causado o si tienen un verídico arrepentimiento, ante situaciones de riesgo y peligro, los especialistas recomiendan, deslegitimar cualquier atisbo de acción política que defienda la ideología terrorista.
En Perú, por más de tres décadas existieron 2 movimientos terroristas, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) que buscaba la reivindicación del esplendor incaico y atacaba objetivos políticos específicos y Sendero Luminoso de ideología marxista-leninista-maoísta, que proponía la movilización popular del campo a la ciudad, por ello el culto al líder era necesario como el mesías que reivindicaría los derechos del pueblo oprimido por el modelo imperialista de los gobiernos de turno.
La guerra campesina de Sendero Luminoso, creó el nosotros doliente, de hombres y mujeres de las montañas del Perú, ante el centralismo de la capital y los privilegios de quienes vivían en la Costa y sus ciudades.
Así de esta manera, Sendero captaba simpatías no solo en los pueblos sino también en las universidades, pero su plan macabro de vileza e ignominia se desbarató con el relato que fue develando sus atrocidades.
La narrativa de quien relate los hechos debe ser coherente a través del paso del tiempo, el verdugo debe ser claramente identificado al igual que la víctima y es clave no confundir expresiones como ¨guerra interna¨ con ¨asesinatos¨.
Para dilucidar, me hago una última gran pregunta, ¿se supera la violencia? Y comparo los crímenes de Auschwitz con la indignación del oprobio causado a diversos Estados por el terrorismo, haciendo énfasis en el gran dolor que genera la violencia y la tendencia a no poder olvidar.
El más grande genocida de la historia del Perú, hace 24 años, no reconocía sus culpas y delitos, yo no he podido olvidar el atentado de Tarata en Miraflores, aquel fatídico 16 de julio de 1992, donde quedaron heridos más de 200 personas y murieron 25; los edificios estaban destruidos, la gente lloraba desesperada, los heridos iban saliendo de uno en uno con gritos desgarradores, fue inhumano e imperdonable, las víctimas no solo fueron las señaladas en informaciones fidedignas, fueron los más de 22 millones de peruanos de aquella época.
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