Los monjes, en su sabiduría, adoptan en sus comunidades recursos para “no caer en la tentación”, como rezamos en el Padre Nuestro. Quien se siente más próximo de Dios corre el riesgo de confundirse con Él, como les ocurrió a Adán y Eva en el Paraíso.
Cuando ingresé en la Orden Dominicana, hace casi cuarenta años, existía la saludable práctica del Capítulo de Culpas, aunque el nombre no me pareciese adecuado. Una vez por mes, la comunidad hacía su crítica y autocrítica. Cada fraile se ponía en el centro, de modo que todos pudiesen evaluarlo.
En general nutrimos, respecto de nosotros mismos, una opinión superior a nuestros méritos. Y juzgamos que el prójimo piensa de nuestra persona, aquello que gustaríamos que él pensase. De ahí la dificultad de consultar a nuestros subalternos como evalúan nuestro desempeño, cuáles son las críticas que les gustarían hacernos, como hizo Jesús al preguntar a sus discípulos cómo el pueblo y, en seguida, cómo ellos mismos, consideraban su actuación (Mateus 16,13-20).
Michel de Montaigne (1533-1592), que fue parlamentario en Bordeaux y ejerció misiones diplomáticas, en sus “Ensayos” -que todo político debería leer- afirmó: “Nunca me ocurrió desear un reino ni un imperio, ni posiciones eminentes y de dirección; no es lo que busco: me amo demasiado a mí mismo. La simple idea del poder me sofoca la imaginación.”
Amós Oz, romancista israelí, aconseja la literatura, ejercicio de imaginación, como antídoto al fanatismo. E indica las lecturas de Shakespeare, Gogol, Kafka y Faulkner.
El poder se sube a muchas cabezas. Lo que induce a ciertos políticos a la práctica de “chapear”, que consiste en exhibir el documento comprobatorio de su autoridad e indagar: “¿Sabe con quién está hablando?”. En una sociedad civilizada, recibiría en respuesta a su pregunta: “¿Quién piensa el señor que es?”
Católico convicto (murió durante la celebración de la misa), Montaigne demostraba aversión al “chupamedias” y profundo respeto al semejante, sin distinción de posición social. Por esto decía: “si me desagrada luchar contra un portero, como cualquier desconocido, detesto igualmente ver abrirse las alas de los admiradores a mi paso. Estoy acostumbrado a una condición discreta, tanto por destino como por inclinación, y mostré, en mi conducta en la vida, que más me esforcé por huir a las grandezas que por elevarme por encima del lugar que Dios me dio en la sociedad". (Livro III, cap. 7). En el capítulo siguiente, él registró: “Es placer insípido y perjudicial tratar con gente que nos admira siempre y siempre nos sigue” (III, 8).
El desapego al poder es algo raro entre los políticos, en la línea de lo que sugirió Jesús en el capítulo 22 de Lucas: "Los reyes de las naciones las dominan, y los que las tiranizan son llamados «benefactores». En cuanto a tí, no deberá ser así; por el contrario, que lo mayor dentro tuyo se vuelva como lo menor, y el que gobierna como aquel que sirve.” (24-27)
Montaigne también llamó la atención hacia esta dificultad, recordando que “Platón, que era un maestro en todo lo que concierne al gobierno de los Estados, se abstuvo sin embargo de aceptar cualquier función” (III, 9).
Es un desafío para el político ser fiel a sí mismo, a sus orígenes, a los principios que lo condujeron a la vida pública, libre del riesgo de repetir, con Fernando Pessoa “fui lo que no soy”.
Montaigne tuvo mejor suerte, admitiendo “desempeñé cargos públicos sin alejarme de mí mismo” (III, 10). La experiencia de quien conoció innumerables cortes europeas lo llevó a la conclusión de que “la mayor parte de las funciones públicas tienen algo de cómico, "todos representan", decía Petronio.
Hay quien cambia o se transforma en otro ser, según el cargo que asume; en él se sumergen hasta el hígado y los intestinos, y aún en privado actúan como si estuviesen en ejercicio de sus funciones. Me gustaría enseñarles a diferenciar los honores que dirigen a su persona, de los que apuntan a su mandato, al séquito, o a la mula que montan” (III, 10).
Si todos los que ejercen funciones de poder guardasen esta conciencia de la “mula que montan”, tal vez no confundiesen las adulaciones de que son blancos, con su verdadera identidad. Sin embargo, lo más nocivo en el poder es exactamente la posibilidad de reconstrucción de la identidad, adornada por las rúbricas del cargo.
Es lo que explica el excesivo apego de muchos a la función pública, aunque soporten la fama de corruptos y se metan en situaciones ridículas en la caza de votos.
Mejor mula era la de Balaão, el sabio al que el costó entender que Dios escogiera revelarle los designios divinos por la boca de su animal. Aún creo que Dios continúa prefiriendo lo que es “despreciable a los ojos del mundo", como decía Paulo, para manifestarnos Su voluntad, como es el caso de los pobres y excluidos. Pero hay que tener humildad y prestarles atención.
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