Para el momento en que los presidentes de Rusia y EE.UU. partieron para la reunión de Bratislava, los ánimos confrontacionistas en el Congreso y en los medios norteamericanos, así como en la sociedad rusa, habían llegado a tal incandescencia que, según la impresión generalizada, faltaba muy poco para que ambos mandatarios siguieran el ejemplo del ex primer ministro ruso Evgeny Primakov, quien había ordenado en su día a los pilotos - ya en el aire - dar la vuelta y regresar a casa.
La asociación estratégica ruso-norteamericana ha pasado por una prueba en Bratislava
Vladímir Putin y George W.Bush, en cambio, demostraron tener sabiduría política colocando el contenido estratégico de las relaciones ruso-estadounidenses por encima de cualquier discrepancia, incomprensión o reproches mutuos.
Gracias a ello, la cumbre de Bratislava no derivó en una nueva espiral de la Guerra Fría, en contra de lo que predecían los oráculos pesimistas desde ambos lados, sino que aportó un paquete sólido de acuerdos y, lo que es más importante, la clara sensación de que los dos líderes se entienden en lo que respecta al futuro de la democracia en Rusia.
La reunión de Bratislava entre Putin y Bush era la primera desde que el presidente norteamericano revalidara su mandato en las urnas.
Según demuestra la experiencia, es un período en que la nueva Administración de EE.UU. empieza a reordenar enérgicamente el llamado «dossier ruso», tal y como había sucedido a raíz de las elecciones presidenciales del año 2000.
«Por aquellas fechas, el nuevo equipo de la Casa Blanca disolvió la Comisión Gore-Chernomyrdin, que se ocupaba de los temas de cooperación económica, y se perdió prácticamente un año entero en el desarrollo de las relaciones ruso-norteamericanas» - recuerda a este respecto un alto funcionario del Kremlin, consultado por RIA Novosti.
Esta vez se produjo una escalada similar de ánimos antirrusos.
Los denominados realistas duros en la cúpula política estadounidense - guiándose por la lógica de que cuanto peor para Moscú, mejor para Washington - habían sometido a George W.Bush a una presión muy fuerte para que el encuentro de Bratislava se transformara en una especie de interrogatorio de Putin acerca de la «involución democrática en Rusia». Dicho término comprende cuanto no encuadra en el cliché de la democracia que es habitual para Occidente.
Entre otras cosas se trata de que en Rusia se va reforzando la vertical del poder ejecutivo -proceso que es acondicionado por una serie de sangrientos atentados terroristas, incluido el de Beslán - así como de una parálisis total de la oposición rusa, que es incapaz de unir las filas ni conquistar la confianza de un porcentaje más o menos significativo del electorado, y por último, del caso Yukos, expediente penal abierto contra un oligarca que había intentado evadir el pago de los impuestos y se proponía someter la máxima dirección del país bajo el control de su imperio petrolero.
En la misma fecha en que se celebraba la cita de Bratislava, por cierto, el Tribunal de Quiebra de Houston rechazó la petición de reorganización que había sido presentada por Yukos. La magistrada Leticia Clarck decidió que la compañía petrolera no tenía activos suficientes en el territorio de EE.UU., confirmando de hecho con tal veredicto la postura de Moscú, la cual se negaba a reconocer la jurisdicción del tribunal norteamericano sobre el caso en cuestión.
Es cierto que la democracia rusa en su versión actual no se parece al modelo americano y, probablemente, jamás se le va a asemejar. El propio Bush, dicho sea de paso, admitió en su discurso de investidura que las instituciones democráticas en otros países podían ser diferentes a los prototipos americanos y reflejar de esta manera la policromía de las culturas existentes en el mundo.
Y sin embargo, quienes critican con tanto fervor a Putin en el Congreso y en los medios estadounidenses, se esfuerzan por imponerle a Rusia cierto estándar democrático, el «único correcto», aquel que se practica en EE.UU. Si fuese una crítica sincera y constructiva, Moscú no tendría nada en contra, pero buena parte de las invectivas que la dirección rusa ha sufrido en estos últimos meses se explicaban por la evidente intención de ganar puntos políticos y arrinconarla a Rusia.
¿De dónde viene esta tendencia a demonizar Rusia?
Putin tenía bastantes motivos para pensar, previamente a la entrevista con Bush en Bratislava, que dicha tendencia es resultado de sus acciones encaminadas a fortalecer la economía y la seguridad de Rusia, así como a promover los intereses rusos en el espacio postsoviético. O sea, de cuanto los rusófobos estadounidenses interpretan como inadmisible renacimiento de Rusia como potencia de autoridad, capaz de erigirse en defensa de sus legítimos intereses nacionales.
Lo mismo que Bush, Putin estaba presionado por los halcones de la vernácula, que no son pocos en la cúpula política, entre los expertos y entre la población rusas. Decenas de millones de rusos recuerdan que EE.UU. ha perpetrado en Irak una agresión que ellos consideran cínica, bajo un pretexto ficticio y en contra de las protestas por parte de la comunidad internacional.
Esos millones de ciudadanos también se muestran indignados ante la posibilidad, reiterada por el mandatario norteamericano en dos ocasiones ya a lo largo de estas últimas semanas, de que el mismo guión se repita en Irán.
Y cuando Putin dijo, la víspera de la cumbre de Bratislava, que es necesario «voltear la página» y «mirar hacia el futuro» una vez celebradas las elecciones en Irak, se daba cuenta perfecta de que no todos los rusos estaban de acuerdo con él.
Los ánimos confrontacionistas, presentes en EE.UU. y en Rusia, parecían empujar a ambos líderes hacia una especie de boxeo político durante la cumbre de Bratislava - acusación contra acusación, reproche contra reproche - y el gran mérito de Putin y Bush consiste en que han sabido ponerse por encima de los «halcones», tanto los de la cúpula como los de la calle, y separar los intereses fundamentales de ambos países, tales como la lucha contra el terrorismo y la dispersión de los arsenales nucleares o la cooperación en el sector energético, de ciertos problemas transitorios relacionados con la falta de comprensión, la competencia lógica o la simple diferencia de dos culturas democráticas.
Gracias a ello, la cumbre ha sido sorprendentemente fructífera
La tónica constructiva fue marcada por un acuerdo, firmado por la secretaria de Estado norteamericano Condoleezza Rice y el ministro de Defensa ruso Sergey Ivanov antes de que los presidentes se sentasen a la mesa de las negociaciones, que contempla reforzar el control sobre la proliferación de los misiles antiaéreos portátiles. Solamente dos naciones del mundo - Rusia y EE.UU. - fabrican esta clase de armas sofisticadas que son el sueño dorado para los terroristas, y el nuevo acuerdo, aprobado por iniciativa de Rusia, estipula que ambas partes tendrán la obligación de informar una a la otra sobre la venta de tales misiles a terceros países.
Dicho convenio fue completado al poco tiempo por tres declaraciones conjuntas: sobre la cooperación en el sector energético; otra más, en materia de seguridad nuclear, y sobre el ingreso de la Federación Rusa en la OMC.
Respecto a este último punto, los presidentes reiteraron la intención de finalizar el proceso de sendas negociaciones en el presente año. También se acordó la creación de un grupo de expertos, co-presidido por los jefes de las agencias nucleares de Rusia y EE.UU., para la prevención del terrorismo nuclear.
Se supone que para el próximo 1 de julio, el grupo habrá presentado su primer informe a Putin y Bush, y que a futuro va a hacerlo regularmente.
Aunque parezca sorprendente, la parte visible de la cumbre no ha contenido polémicas acerca de la «involución democrática en Rusia».
Ambos presidentes hablaron, seguramente, del tema pero Vladímir Putin, a juzgar por todo, consiguió convencerle a su interlocutor de que mantiene la adhesión a los principios de la democracia. Por lo menos, al intervenir en la conferencia de prensa conjunta al término de la reunión, Bush prácticamente elogió a su «amigo Vladímir» por el fomento de la democracia en Rusia.
A su vez, Putin aclaró que «hace 14 años, Rusia optó por cuenta propia a favor de la democracia» y que ésta, según él mismo cree sinceramente, «debería desarrollarse de forma adecuada a la historia y a la tradición rusas» y «no implicar una desintegración del Estado ni la pauperización del pueblo».
Las profecías de mal agüero por parte de escépticos, quienes vaticinaban una cumbre confrontacionista, se han incumplido. George W. Bush sugirió a los críticos no sólo prestar más atención a las declaraciones de Vladímir Putin sobre el destino de la democracia rusa sino también darles crédito. La reunión de Bratislava pasará a la historia como un modelo de la discreción y entendimiento mutuo en las relaciones entre los líderes de ambas potencias.
Su éxito testimonia que la asociación estratégica ruso-estadounidense puede y va a desarrollarse a pesar de todas las pruebas, tanto las actuales como aquellas que aún están por delante.
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