Luis Posada Carriles (para sus íntimos Bambi), no es un tipo cualquiera. Es algo más bien raro, excepcional, casi único.
Hace ya más de un mes que desembarcó en Miami sin permiso, sin visa ni documentos legales y anunció, por medio de su abogado y de sus amigos, que se propone instalarse en esa ciudad y desde allí continuar su larga carrera criminal. Rellenó el formulario correspondiente, incluyó su foto y le estampó su firma solicitando admisión como asilado político en Estados Unidos e hizo saber que, cuando lo considere oportuno, visitará las oficinas de Inmigración y se encontrará con los periodistas.
Entretanto disfruta la vida, pasea, se reúne con sus secuaces y lee los diarios, escucha la radio y mira la televisión locales que no cesan de hablar de él, mostrar su rostro y recordar sus numerosas fechorías.
En los medios aparecen otras noticias. En las semanas transcurridas desde el regreso de Posada, Estados Unidos ha gastado centenares de millones de dólares para impedir la entrada de extranjeros indocumentados.
Incontables agentes del FBI o de la “migra” irrumpen en fábricas y hogares exigiendo papeles a quienes parezcan latinos o extranjeros en una búsqueda incesante y miles de inmigrantes han sido encarcelados o expulsados a sus países de origen.
El 20 de abril, Posada y cualquiera en Miami, pudo ver en vivo y en directo por un canal de televisión de esa ciudad a Santiago Alvarez -el entrañable amigo de más de cuarenta años, el que lo sacó de Panamá cuando le dieron el vergonzoso indulto, el que fue a buscarlo a Islas Mujeres y lo trajo hasta Miami, el hijo de su viejo compinche de los dorados días de Batista- frente a las cámaras, locuaz, arrogante, seguro. Lo vieron reconocer abiertamente, sin vacilar, que era él, Santiago Alvarez la misma persona cuya voz había mostrado la televisión cubana impartiendo órdenes para que alguien destruyera con dos poderosas cargas de explosivo C4 el cabaret Tropicana y despedazara a quienes allí estaban: turistas, artistas, trabajadores.
En ese programa afirmó y reafirmó que Luis Posada Carriles, no sólo está en territorio norteamericano sino en un lugar específico, en su ciudad tan querida, en Miami. Lo vieron explicar que Posada, desde que salió de Panamá hasta que se trasladó a Miami, se había desplazado libremente según sus deseos y que se presentaría a las autoridades federales y a la prensa cuando le pareciera conveniente.
Al mismo tiempo, otro canal informaba que ese mismo día las autoridades habían recogido 77 mexicanos desfallecidos en el desierto de Arizona, cerca del sitio donde, según el periodista, no mucho antes habían encontrado 232 cadáveres. Mientras en la CNN había un programa que diariamente dedica la mitad del tiempo a la inmigración ilegal aunque aún, extrañamente, no ha entrevistado a Posada. Según CNN en el último año más de 20 mil solicitudes de asilo fueron rechazadas por Estados Unidos.
El caso de Posada es diferente. Jamás tuvo que vadear el río Bravo ni se le ocurrió nunca atravesar el desierto de Arizona. Para paseos siempre ha preferido Miami. Los 20 mil, además, fueron buscados y capturados por los agentes federales. A él nadie ha ido a buscarlo. No tiene motivo de queja. Los 20 mil no se sabe quiénes son, nadie los ha visto en la televisión, ni tienen amigos conocidos. Posada es diferente, tiene abogado, se sabe dónde está y quiénes lo protegen y nadie ha ido a molestarlo a él ni a hacerles preguntas a sus amigos a pesar de que ellos mismos hablan a la prensa todos los días.
Hay otra diferencia mucho más importante.
Ninguno de esos 20 mil fue acusado, con pruebas aplastantes, de haber hecho estallar un avión civil en pleno vuelo; ninguno de ellos ha permanecido prófugo de la justicia, la que no pudo emitir un veredicto final sobre el horrendo acto; ninguno de ellos se fue de la cárcel a trabajar directamente para la Casa Blanca y el Departamento de Estado en una operación encubierta e ilegal que se convirtió en el escándalo Iran-contra; ninguno de ellos ha torturado y ejecutado a revolucionarios venezolanos y centroamericanos; ninguno de ellos ha dirigido acciones terroristas en Cuba -que provocaron muertes y heridas imborrables- ni lo han reconocido públicamente, como él, primero al New York Times y luego en una entrevista emitida por una televisora norteamericana; ninguno de ellos organizó un atentado terrorista contra el presidente Fidel Castro donde habrían muerto también centenares de estudiantes en el paraninfo de la Universidad de Panamá; ninguno de ellos fue entrenado en la Escuela de las Américas del Ejército gringo, ni fue convertido en un experto en explosivos, ni ha sido un veterano oficial de la CIA, ni ha tenido vínculos tan estrechos con gente importante desde la Casa Blanca hasta los servicios especiales norteamericanos. No, no se parecen en lo absoluto.
Ya lo dijo su abogado Eduardo Soto que él, Posada, ha realizado servicios muy importantes para Estados Unidos durante más de cuatro décadas que le hacen merecedor del asilo y la residencia legal en ese país. Y no sólo eso. Soto declaró que lo de Posada será resuelto rápidamente, con prioridad, no tendrá que esperar por la interminable lista de quienes allá llegaron antes que él.
Por algo los otros, -decenas de miles-, están encarcelados y él, Posada, anda suelto por Miami haciendo lo que le venga en ganas.
Para millones de inmigrantes que huyen de la pobreza y la miseria, Estados Unidos es un espejismo inalcanzable, la quimera de una vida mejor. Muchos, perseguidos sin tregua en una verdadera cacería humana, son tiroteados o expulsados diariamente, sin contemplaciones, devueltos a la desesperanza y el abandono en sus países de origen. Otros, que nadie ha contado, eternamente anónimos, lo perdieron todo y, muertos sin sepultura, fueron devorados por el desierto. Y son miles los que languidecen en las prisiones de un sistema carcelario cruel y racista.
Posada no. El es un hombre afortunado. Ha vuelto a casa. Cómo él mismo dijera al New York Times “nunca he tenido problemas para entrar a Estados Unidos”. No problem. Welcome home
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