Evo Morales fue elegido presidente de Bolivia, un país que se ha caracterizado por su resistencia contra la invasión imperialista. Ahora, un indígena levanta las banderas de liberación desde la casa presidencial.
¿Alguien puede imaginarse cómo se puede graficar la dignidad de un pueblo, la paciencia sostenida de 513 años de espera latente, el coraje que se necesita para enfrentar una y mil veces a un enemigo devastador? Eso y no otra cosa pudo verse en estos días en los rostros color tierra de los indígenas, campesinos y mineros de la rebelde Bolivia, que festejaban la llegada de uno de sus pares al gobierno.
Qué otra cosa si no, fue la ceremonia ancestral de Tiwanaku, a casi 4100 metros de altura sobre el nivel del mar, con un paisaje sobrecogedor que evocaba días mejores, antes de que llegaran ellos, los conquistadores españoles que todo lo arrasaron en aras de su codicia y prepotencia. Un tiempo en que los habitantes originarios podían estar enfrascados en conflictos locales pero no padecían ese sentimiento de codicia, brutalidad y muerte que se hizo presente con el arribo del hombre blanco, al que tan bien califica el término de otros hermanos de los aimaras y quechuas, los mapuche, cuando dicen “winca” (ladrón) para referirse al invasor blanco y sus herederos.
Tiwanaku es naturaleza viva, llano y montaña y a pocos kilómetros la inmensidad del Titicaca con sus aguas mansas pero no inmóviles ni vencidas. Igual que esas gentes de mirada tranquila y caminar pausado que el sábado 22 de enero desbordaron toda la inmensidad del lugar para apoyar a Evo Morales, para ungirlo el más poderoso de sus “mallku” (jefe) respetando la tradición originaria.
Las voces de esos campesinos que desafiaban el frío y la lluvia aquella histórica mañana, señalaban algo tan transparente como decir: basta de corrupción por parte de los políticos, respeto a nuestras comunidades indígenas, basta de racismo y exclusión, asamblea constituyente ya, que los hidrocarburos queden en manos bolivianas y podamos disfrutar de las rentas que producen, gobierno para todas y todos los que no tuvimos voz durante 513 años. Pero esta vez el reclamo no era como otras tantas, sino que tenía incorporado la seguridad de que el hombre que arribaba al gobierno era parte de sus vivencias, de sus entrañas, de su espíritu de rebeldía. Había nacido hace años en una humildísima vivienda de barro en Orinoca, de la que está más que orgulloso, y desde ese tiempo hasta ahora había ido creciendo, insertado en las mil y una batallas contra la opresión que libraron aymaras, quechuas, mojeños, chipayas, muratos o guaraníes que pueblan el territorio de Kollasuyo.
De allí el recibimiento prodigado al liderazgo de Evo, cuando bajó del pequeño cerro que sirve de muro a la “puerta del Sol” donde se realizó la ceremonia de unción. El entusiasmo, la alegría, los gritos (“el pueblo unido jamás será vencido”), se encadenaban para abrazar a quien representa ahora la posibilidad de que los más perseguidos se conviertan en una vigorosa herramienta para construir el otro mundo que tanto reclamaban en sus luchas.
Y Evo, claro, no llegó hasta este momento –tras liderar a los cocaleros y a quienes bloquearon los caminos contra la criminalidad capitalista- sólo para sentarse en un cómodo sillón que garantice su pasaje a un buen futuro, como harían otros en su lugar. Evo sabe que la oportunidad es histórica, que Latinoamérica y gran parte del Tercer Mundo lo acompañan y están dispuestos a defenderlo ante cualquier intento suicida del imperialismo en contra de su mandato.
Evo recuerda, por qué tantas veces les dijo a sus compañeros que tengan paciencia en su afán de llegar al gobierno, y lo hizo en ocasiones que parecía que ya se tocaba el cielo con las manos, cuando el empuje del pueblo insurreccionado acorralaba a los jerarcas e intermediarios de las trasnacionales que ocupaban cargos en el poder. El actual presidente intuía que cualquier paso antes de tiempo podría significar una segura y pronta derrota, y con ella, la postergación por muchos años de las demandas básicas de justicia y equidad que perseguía su organización, el Movimiento al Socialismo (MAS).
Ahora que un aluvión de presencias indica que sus seguidores se han multiplicado, pocos recuerdan cuántas infamias se descargaron sobre Evo cuando prefería no pegar el salto hacia lo que aparentemente ya estaba a punto de caer como fruta madura. Esa espera, que tiene que ver con una forma de hacer política muy propia de los pueblos originarios, y que los que son de afuera poco entienden, ha sido la llave fundamental que le permite al líder del MAS entrar hoy al Palacio de Gobierno por la puerta grande y contando con un apoyo jamás imaginado.
Esto es lo que trata de explicar Evo en Tiwanaku, desarrollando la idea de que muchas veces un dirigente puede equivocarse, titubear y hasta dar un paso al costado, pero lo que no se puede perdonar jamás es la traición a su pueblo. Con absoluta sinceridad afirma, ataviado a la usanza de su nación aymara, que “ahora es el momento de pasar de la resistencia a la toma del poder”, que no se puede dudar en todo lo que se necesita hacer para que los pobres dejen de serlo, y los ricos declinen sus ambiciones y prepotencias.
Un día después, en La Paz, Evo muestra un perfil que su gente conoce y sus enemigos temen. Habla con la sinceridad necesaria para que nada de lo que importa quede omitido. Primero, apela a homenajear la memoria de quienes cayeron por sus ideales de justicia, y los nombra –pidiendo un minuto de silencio- con emocionado recuerdo: Manco Inca, Tupaj Katari, Tupac Amaru, Bartolina Sisa, Zárate Villca, Atihuaiqui Tumpa, Andrés Ibañez, Che Guevara, Marcelo Quiroga Santa Cruz, Luis Espinal, sus hermanos cocaleros de la zona del trópico de Cochabamba, o los que fueron asesinados por pelear por la dignidad del pueblo de El Alto o de las zonas mineras.
Con orgullo recuerda su pasado y con brillantez de estadista (¿o sólo pueden serlo quienes lucen corbatas y trajes de marca y luego roban y masacran en nombre de una falsa democracia?) va delineando lo que será su forma de gobernar de aquí en más, con transparencia, con apego a lo que reclaman los de abajo, con la energía necesaria para que las trasnacionales petroleras no se sigan robando la soberanía, con decisión para terminar con el latifundio, el analfabetismo y la falta de atención sanitaria.
Recuerda cómo eran las cosas hace 40 o 50 años, “cuando no tenían nuestros antepasados el derecho de caminar en las aceras, ni a entrar en Plaza Murillo o en la Plaza San Francisco (donde en ese mismo momento agitaban con bullicio las wilphalas [banderas de los pueblos indígenas]. Esa es nuestra vivencia. Bolivia parece Sudáfrica”, acota, para reafirmar que: “amenazados, condenados al exterminio estamos acá, estamos presentes para cambiar nuestra historia”.
Cambiar, esa es la palabra justa. Si no se lo hace ahora, si de verdad no se avanza hacia el socialismo, nada tendría sentido. Pero Evo lo sabe, y no titubea en las primeras horas (las que siempre se reclaman como las más importantes porque el apoyo popular está intacto), y nombra un gabinete de lujo, donde el tema de los Hidrocarburos será tratado por uno de los hombres que más sabe del rubro y que se ha convertido en estos años en el juez más severo de las tropelías cometidas por las trasnacionales como Repsol. O coloca en Justicia a una combativa dirigente de las empleadas domésticas, y pone de Canciller a un indígena.
Rebaja los sueldos de todos los altos cargos del Gobierno, empezando por su propia persona; coloca un control severo a diputados y senadores para que no se “escapen” del Parlamento; convierte la residencia presidencial en una vivienda para cuatro (el Presidente, el vice y los jefes del Senado y Diputados); pone firmes a los militares y policías y les habla personalmente de que deberán convertirse en custodios de la soberanía y no en masacradores de su pueblo; reivindica a los cocaleros y, como siempre, les planta cara a los espías de la División Antinarcóticos yanqui. Auspicia la unidad latinoamericana junto al “abuelo sabio Fidel”, a Chávez y a todos los jefes de Estado que quieran enfrentar a los gringos saqueadores del continente.
Sorprende Evo a quienes no lo conocen. Sin embargo, sus hermanos de clase, esos que lo han visto enrojecer de ira cuando los indígenas eran asesinados o encarcelados, saben que esta vez va en serio. Que se trata de un ciclo, que cada 500 años la historia de los aymaras y los antiguos tiwanakos asegura que irrumpirá con fuerza la hora de los pueblos. Y entonces, la historia se da vuelta a favor de los sufridos, de los humillados. Ese es el presente, y por eso, miles y miles de gargantas gritan en las calles: “Jallalla Evo, jallalla Bolivia”. El pueblo gobierna, Evo se dispone a mandar obedeciendo. El amanecer en el Kollasuyo se pone rojo, como toda la sangre que se ha derramado para llegar a esta parte tan maravillosa de la historia: desde la de Tupaj Katari a la del heroico Che, cuyo rostro se mezcla entre la multitud que desborda las calles y las plazas.
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