por Félix C. Calderón
Con motivo de la publicación por parte del Gobierno peruano, el pasado domingo 12 de agosto, de la carta que grafica el límite exterior –sector sur– del dominio marítimo del Perú, se ha desencadenado en Chile una inusitada ofensiva mediática que corresponde analizarla con cierto detenimiento con el objeto de determinar el fin que persigue. Dicho de otra manera, esta reacción aparentemente airada de los chilenos no es un hecho casual ni guarda relación directa con el acto soberano del Perú, sino que respondería a una finalidad distinta. Veamos los hechos.
Por un lado, voceros autorizados de La Moneda se han puesto en la condición de ofendidos, señalando grosso modo que lo dispuesto soberanamente por el Gobierno del Perú no es aceptable para su país, negándole “efecto jurídico internacional.” Con mucho de teatro y una apariencia de firmeza, un desencajado canciller chileno declaró ese mismo domingo 12: “quiero decirlo muy claramente (sic), desconoce los tratados vigentes sobre la delimitación fronteriza (sic) con Chile”, agregando que su país continuará ejerciendo “plenamente” todos los derechos que le corresponden “en los espacios bajo su soberanía y jurisdicción.” Finalmente, señaló que con la publicación del mapa se contradecía “todos los esfuerzos para avanzar en todos (sic) los ámbitos de la relación bilateral” durante los últimos años. A esto sumó el redactor como un trascendido que “se habría reafirmado las instrucciones vigentes en tal sentido a la Armada de Chile. (El Mercurio, edición de 13 de agosto de 2007).
Por otro lado, en un tono más o menos belicoso, algunos congresistas chilenos han dado a conocer su opinión, sin faltar el gesto destemplado del presidente de la Cámara de Diputados Patricio Walker que, al parecer, habría cancelado su visita al Perú por considerar el hecho como “una provocación mayor”, u otros más rocambolescos que aventuran que se ha puesto en peligro la paz bilateral o que se trata de una actitud hostil. En suma, la reacción oficial y oficiosa en Chile busca trasmitir al mundo la sensación de sorpresa, indignación y firmeza contra lo que es presentado como una acto inamistoso y violatorio del Derecho Internacional.
Surgen, por tanto, algunas preguntas: ¿Desconocía Chile los actos preparatorios del Perú que culminaron el 12 de agosto con la publicación del mencionado mapa? ¿Es procedente considerar ese acto del Gobierno del Perú como violatorio del Derecho Internacional? ¿Puede hablarse de “todos los ámbitos de la relación bilateral” sin tener para nada en cuenta el problema bilateral con el Perú en materia de delimitación marítima? En fin, ¿qué se pretende decir con ese trascendido acerca de haber reafirmado las instrucciones vigentes a la Armada de Chile?
Con relación a la primera pregunta, la respuesta es clara y terminante: Chile estuvo al tanto, día a día, de lo que con todo derecho venían trabajando rigurosamente los especialistas peruanos, para contar con las mediciones más precisas posibles, en estricto cumplimiento de lo dispuesto en los artículos 4º y 5º de la Ley de Líneas de Base del Dominio Marítimo del Perú, Ley Nº 28621, que a su vez encuentra su basamento constitucional en lo dispuesto en el artículo 54º de la Constitución vigente. Es decir, lo que ha venido haciendo el Perú en legítima defensa de sus derechos en el sector sur de su dominio marítimo no era, en absoluto, nuevo en Chile, aparte que suponemos que su Embajada en Lima fue meticulosa en sus regulares informes al respecto. Sin ir muy lejos, en la reciente cumbre de Tarija, el Presidente del Perú tuvo el gesto amical de informar a la Presidenta de Chile acerca de la decisión del Perú de llevar el litigio de marras a la Corte Internacional de Justicia de La Haya. No era necesario, pero lo hizo en gesto de buena voluntad, porque estamos hablando de una solución pacífica de la controversia. Y con motivo del tradicional discurso a la Nación, el pasado 28 de julio, volvió a reiterar esa decisión, sin doblez ni segunda intención de ninguna clase.
Más aún, esta posición del Perú no es nueva. Ya en 1979, el artículo 98º de la Constitución aprobada por la Asamblea Constituyente consagró de manera indubitable que “el dominio marítimo del Estado comprende el mar adyacente a sus costas, así como su lecho y subsuelo, hasta la distancia de doscientas millas marinas medidas desde las líneas de base que establece la ley.” Por ningún lado se hizo mención a los paralelos geográficos, solamente a las líneas de base establecidas por ley. Por eso, consistente con lo anterior, el 27 de agosto de 1980, dentro del marco de la Tercera Conferencia de las Naciones sobre el Derecho del Mar, el Perú dejó constancia en actas que con respecto a los criterios de delimitación, a falta de convenio específico de delimitación concertado de manera expresa para fijar definitivamente los límites de tales zonas, debía aplicarse como regla general la línea media o la equidistancia, por tratarse del método más idóneo para llegar a una solución equitativa. Como lógica consecuencia y dentro del espíritu de encontrar una solución dialogada al problema bilateral, en mayo de 1986 el Gobierno peruano tomó la iniciativa, a través de un enviado especial, de plantear a su contraparte chilena el inicio “en el futuro de conversaciones acerca de sus puntos de vista referentes a la delimitación marítima.” Propuesta que fue prudentemente respondida por el entonces canciller Jaime del Valle “manifestando (luego de tomar nota) que oportunamente se harán estudios sobre el particular.” Vale decir, no se respondió con ninguna bravata ni hubo tampoco un rechazo formal de Chile, como corresponde a un entredicho entre países civilizados.
La Constitución de 1993 se limitó, como es obvio, en su artículo 54º a transcribir ad litteram ese derecho previamente consagrado en la Constitución de 1979. Y cuando el Gobierno chileno, con fecha 21 de setiembre de 2000, depositó en la Secretaría General de Naciones Unidas de conformidad con lo dispuesto en la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (Convemar) de 1982, las cartas en las que incluía su pretensión sobre la línea del paralelo como límite marítimo con el Perú, la Representación Permanente del Perú respondió mediante nota de fecha 21 de enero de 2001, para dejar expresa constancia de que el Perú no reconocía esa línea imaginaria como límite marítimo entre ambos países. Es más, como una manera de cortar por lo sano lo que podía convertirse en un diálogo de sordos, el 19 de julio de 2004, el Gobierno del Perú propuso formalmente a su par chileno el inicio de negociaciones bilaterales para resolver la controversia, avanzando un plazo como una forma de evitar que el asunto se remitiera en Chile a las calendas griegas. Por último, en apretada síntesis, no obstante la negativa chilena de 10 de setiembre, a la propuesta peruana, ese mismo año, 2004, concretamente el 4 de noviembre, los cancilleres del Perú y Chile suscribieron un Comunicado Conjunto, en el marco de la XVIII Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del Grupo de Río, en el que, al margen de señalar que se tienen posiciones distintas, dejaron expresa constancia del carácter jurídico de la cuestión (la delimitación marítima), además de constituir “estrictamente un asunto bilateral (sic).”
Entonces, si por cerca de 30 años y a medida que se verificaba un vuelco fundamental en la doctrina y la normativa del Derecho del Mar, el Perú se cuidó de dejar sentado su derecho en cuanto al límite exterior – sector sur- de su dominio marítimo, ¿cómo explicar, ahora, tanto aspaviento o la aparente sorpresa de los chilenos? ¿No resulta desproporcionada esa reacción oficial a la luz de lo antedicho? ¿O es, más bien, uno de los ingredientes de una maliciosa estrategia en marcha? La respuesta es una y la encontraremos más adelante.
En cuanto a la siguiente pregunta si ha incurrido el Perú en violación del Derecho Internacional, la respuesta es concluyente: no. Todo lo contrario, ha puesto en evidencia que el Derecho Internacional ha sido hecho para ser respetado. En efecto, si el 4 de noviembre de 2004 el canciller de Chile, Ignacio Walker, suscribió un Comunicado Conjunto con su homólogo peruano en el que se precisaba de manera meridiana que el “tema de la delimitación marítima entre ambos países (...) constituye estrictamente (sic) un asunto bilateral”, ¿por obra de qué conjuro, entonces, pretende Chile fundar arbitraria y unilateralmente una supuesta delimitación marítima con el Perú al amparo de un convenio de naturaleza multilateral? Si es “estrictamente un asunto bilateral” como ha reconocido formalmente por escrito Chile, ¿dónde está el tratado bilateral sobre delimitación marítima concluido con el Perú? A fortiori, también se reconoció en esa oportunidad que la cuestión de la delimitación marítima es de naturaleza jurídica, de donde se desprende sin mayor esfuerzo que es imposible concretarla fuera del marco de un tratado o acuerdo ad hoc, concluido con esa finalidad expresa y determinada, de carácter bilateral y respetando estrictamente las formalidades que secularmente le reconoce el ius cogens a los tratados o convenios de delimitación fronteriza entre dos Estados en lo que atañe a su celebración y entrada en vigor (plenos poderes, forma de manifestación del consentimiento en obligarse por el tratado, canje o depósito de los instrumentos de ratificación, y manera y fecha de la entrada en vigor propiamente dicha). La doctrina y la jurisprudencia internacional sobre el particular van en abono de este aserto. Por tanto, no es el Perú quien pone en aprietos al Derecho Internacional, sino Chile, si se tiene en cuenta que la posición peruana, repetida una y mil veces, es que no existe un tratado bilateral con Chile sobre delimitación marítima.
Es verdad, que Chile esgrime como tal la Declaración de Santiago o “Declaración sobre Zona Marítima” de 18 de agosto de 1952, combinada curiosamente con el “Convenio sobre Zona Especial Fronteriza Marítima” de 4 de diciembre de 1954. Sin embargo, aparte que la propia naturaleza MULTILATERAL de la “declaración” y del acuerdo complementario los hace impropios, inválidos, desde el punto de vista del ius cogens, como para zanjar la delimitación marítima entre dos Estados (porque ésta, repetimos, es un problema forzosamente bilateral); existen, adicionalmente, los problemas de la finalidad expresa de ambos (proteger y aprovechar los recursos marinos) y las formalidades simplistas que se siguieron para su entrada en vigor, que los convierten más en resoluciones que en tratados o convenios, por más que nuestros vecinos se esmeren en soterrar o soslayar esa condición sui generis.
En el acuerdo de 1952, la finalidad expresa fue “conservar y asegurar para sus pueblos respectivos las riquezas naturales en las zonas del mar que baña sus costas (sic).” Por eso, se “declaró” la voluntad multilateral (tres países) de “proclamar” una zona de soberanía y jurisdicción exclusivas “hasta (sic) una distancia de 200 millas marinas desde la referidas costas.” Dicho de otra manera, en esa declaración multilateral, de un espíritu netamente resolutivo (no contractual), los Estados signatarios se comprometieron a proteger a través de un acto unilateral una indeterminada (“hasta”) zona de mar que baña sus costas en función de la finalidad expresa. Tan genérica y referencial fue esa “declaración”, lo cual no podía ser de otra manera porque la comunidad internacional se encontraba en el período neolítico del Derecho del Mar, que no constituyó un requisito indispensable su aprobación por los respectivos Congresos de los Estados involucrados ni se estipuló la modalidad de su entrada en vigor. Aspectos éstos de suma importancia, porque la delimitación marítima entre dos Estados si se quiere que sea “eterna” debe ser producto de un tratado o convenio bilateral, concluido formalmente y aprobado por el Poder Legislativo de ambos países, para después proceder a su ratificación en buena y debida forma.
Por otra parte, dentro del marco de esa misma finalidad de “explotación y conservación de las riquezas marítimas del Pacífico Sur”, declarada en 1952, se adoptó dos años más tarde, siempre en el plano multilateral, el “Convenio sobre Zona Especial Fronteriza Marítima”, que tampoco exigió como condición sine qua nom a los Estados firmantes el requisito de la aprobación de los respectivos Congresos ni especificó la fecha de entrada en vigor. Si se revisa su texto, no son “los Estados Partes” los que se comprometen ni mucho menos se exige la ratificación como expresión del consentimiento de los Estados en obligarse por dicho convenio. Y en cuanto a su contenido, si bien se habla de “límite marítimo” éste solo tiene un carácter meramente referencial de la columna de agua suprayacente para establecer esa “zona especial” de diez millas marinas de ancho a cado lado a partir de las 12 millas marítimas de la costa. Nada se dice del zócalo continental ni del status jurídico del espacio dentro de esas 12 millas; por cuanto, su objeto, como ha quedado dicho, era “evitar la posibilidad de involuntarias infracciones” entre “los pescadores” que pudieran traducirse en fricciones entre los países vecinos. Es decir, el “objeto y fin” del convenio no era la delimitación marítima, y no podía serlo porque se trataba de un convenio de menor cuantía de naturaleza multilateral vinculado a la “declaración” de 1952. Su razón de ser fue coadyuvar a determinar la posición en alta mar de las embarcaciones. De allí su carácter reglamentario relativo a la “pesca o caza”, lo que explica que en el párrafo segundo no se considere la presencia accidental en la “zona especial fronteriza marítima” como “violación de las aguas en la zona marítima”, pues más que acuerdo de delimitación marítima era un simple y expeditivo procedimiento de fortalecimiento de la confianza entre los Estados vecinos. Por eso, la simplificación extrema de formalidades en términos contractuales y su subordinación a los eventuales incidentes entre los pescadores lo ha hecho con el paso de los años un documento inútil, anacrónico, totalmente superado por el progreso de las tecnologías.
Así las cosas, en 1958 tuvo lugar, en Ginebra, la Primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Un hito revolucionario en la historia de este novísimo derecho en tanto en cuanto fue allí cuando se adoptaron, por vez primera, cuatro convenciones sobre la materia, aunque sin llegar necesariamente a ponerse de acuerdo sobre algunos puntos capitales, como la anchura del “mar territorial.” Es decir, la “declaración” con las proclamaciones unilaterales y el convenio de menor cuantía de 1954, ambos de carácter multilateral, aplicables a tres Estados del Pacífico Sur, fueron apenas bosquejos o wishful thinking, con un fin explícito distinto al de la delimitación marítima. El hecho mismo que en Ginebra, en 1958, se hayan adoptado cuatro convenciones relativas al derecho del mar, da una idea de la visión de compartimentos estanco que todavía se tenía de los diferentes espacios involucrados en el Derecho del Mar. Por consiguiente, no es de extrañar que no existiera aún una relación directa entre los derechos de soberanía del Estado costero sobre la plataforma continental y el estatus legal de las aguas suprayacentes. Asimismo, la Convención sobre Mar Territorial incluía el concepto gaseoso de “zona contigua”, y decimos así porque no precisaba su punto de inicio al no existir acuerdo sobre la anchura del mar territorial. En pocas palabras, los cincuentas y sesentas fueron años de fragua del Derecho del Mar, la preocupación de los Estados se centraba primordialmente en definir los límites exteriores de su soberanía y jurisdicción sobre el mar adyacente a sus costas con el propósito de proteger y aprovechar los recursos existentes en esa zona.
Solo para tener una idea del salto doctrinal y normativo que se produjo en la década de los setentas, el concepto de “zona económica exclusiva” apareció recién en la reunión que tuvo lugar en Lagos en 1972, de suerte tal que cuando se inició la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar en 1973, tanto este concepto como el correlativo de las 200 millas adquirieron sentido. La misma suerte no tuvo, sin embargo, el concepto de “mar territorial” sujeto en los siglos XVII y XVIII al límite de las tres millas naúticas, equivalente al alcance del tiro de cañón, y que desde la Liga de las Naciones, en 1930, osciló en el plano multilateral entre las tres y doce millas, para terminar en doce millas con la Convemar de 1982.
Por eso, cuando en 1968 y 1969 el Perú y Chile suscribieron notas referidas a la instalación de faros de enfilamiento, ninguna de las partes podía estar pensando en zanjar el problema de la delimitación marítima, debido a la pobreza que todavía exhibía el Derecho Internacional consuetudinario en ese ámbito, no existiendo acuerdo firme, convencional y universalmente definido en cuanto a la anchura del mar territorial. Ergo, el objeto de esos documentos suscritos en 1968 y 1969 no pudo ser otro que el señalar una línea de referencia para un fin menor, cual es de tener una zona de tolerancia pesquera, de allí que le sirvan de sustento precario los documentos cuasi resolutivos multilaterales de 1952 y 1954. Mal podían dos Estados costeros disponer de un espacio marítimo que no era visto todavía desde la perspectiva tridimensional por todos los Estados. A decir verdad, el Derecho del Mar atravesaba por su período medieval en lo atinente a soberanía y jurisdicción del Estado costero sobre su mar adyacente.
Si bien es verdad que en ambos documentos de 1968 y 1969 se hace mención a la expresión “límite marítimo”; es igualmente cierto que tampoco aparece por ningún lado una referencia explícita al tratado bilateral que debió previamente definir el espacio marítimo del que se está hablando, porque esa pretensión insólita de identificar el punto de inicio del supuesto paralelo de la línea marítima con el “Hito número uno (Nº 1)” solo tendría asidero si previa y formalmente así fue convenido por el Perú y Chile en un tratado válido. Condición ésta indispensable, pues en ese preciso momento ya era parte del ius cogens la necesidad de un acuerdo bilateral entre dos Estados con costas adyacentes o, por defecto, la línea media o de equidistancia. Peor aún, el ius cogens prohibía ir más allá de esa línea media o de equidistancia a falta de acuerdo bilateral expreso. De donde se sigue que el fraseo que aparece en la introducción del documento de 22 de agosto de 1969, por el cual los representantes del Perú y Chile, luego “de verificar la posición geográfica primigenia del Hito de concreto número uno (Nº 1) de la frontera común (sic)”, se refieren a “fijar los puntos de ubicación de las Marcas de Enfilación que han acordado (sic) instalar ambos países para señalar el límite marítimo”, carece de validez jurídica por no estar basado en un tratado bilateral que consagre ese acuerdo. La frase “que han acordado instalar ambos países”, impone la siguiente pregunta a cualquier lego en la meteria: ¿En qué momento el Perú y Chile acordaron que la ubicación de la “Marcas de Enfilación” implicaba señalar el límite marítimo entre ambos países? Como es sabido, el punto inicial o final (como mejor parezca) de la demarcación de la frontera entre Perú y Chile con arreglo al Tratado de 1929, resulta ser, stricto sensu, la intersección del arco de diez kilómetros de radio con el Océano Pacífico, de conformidad con lo estipulado en el artículo 2º del Tratado de 1929 y el “Acta Final de la Comisión de Límites con la descripción de los hitos colocados”, de 21 de julio de 1930. Y para infortunio de los chilenos, el documento de abril de 1968 tampoco brinda el sustento jurídico necesario, pues allí se dice algo peor: “estudiar en el terreno mismo la instalación de marcas de enfilación visibles desde el mar, que materialicen el paralelo de la frontera marítima que se origina en el Hito número uno (Nº 1).” Para que estos documentos supuestamente de demarcación tengan algún valor en cualquier órgano jurisdiccional internacional, es menester exhibir al mismo tiempo el tratado bilateral que establece la delimitación propiamente dicha con arreglo al derecho internacional. Todo lo demás, es precario jurídicamente y hasta pueril.
Tan deleznable es la posición oficial de Chile sobre el particular, que conviene saber si ha guardado coherencia en esos casi 30 años en que el Perú viene reclamándole concluir un tratado de delimitación marítima. Por definición, la buena fe preside el inconmovible principio del pacta sunt servanda en el cual se funda todo el Derecho Internacional. Y la coherencia a través del tiempo es uno de los criterios para medir la buena fe.
Para referirnos tan solo a los últimos siete años, aun cuando esos documentos de 1968 y 1969 no podían modificar en un ápice el sacrosanto Tratado de 1929, es pertinente preguntarse ¿fue coherente Chile en cuanto al supuesto inicio en la costa de su pretenso límite marítimo? En la nota de 10 de setiembre de 2004, la entonces ministra de Relaciones Exteriores de Chile, Soledad Alvear, después de señalar que no era procedente “referirse a negociaciones sobre convenios vigentes (sic)” , agregó: “que han establecido el límite marítimo entre Chile y Perú en el paralelo 18º 21’ 03’’ (sic).” En un sentido más tajante se pronunció el canciller Ignacio Walker en nota de 3 de noviembre de 2005: “que establecen inequívocamente (sic) la existencia del paralelo que fija el límite marítimo entre Chile y Perú ubicado en 18º 21’ 03’’ (sic) de latitud Sur.” Sin embargo, cuando Chile presentó a la Secretaría de Naciones Unidas, el 21 de setiembre de 2000, las cartas elaboradas de conformidad con lo dispuesto en el artículo 16º, párrafo 2, artículo 75º, párrafo 2, y artículo 84º, párrafo 2 , de la Convemar, acreditó el paralelo 18º 21’ 00’’ como límite de su supuesta frontera marítima con el Perú.
En la hipótesis negada de que la frontera marítima peruano-chilena hubiera sido establecida conforme al Derecho Internacional, ¿es posible que el mismo Estado que sostiene esa tesis ofrezca oficialmente como punto de inicio paralelos diferentes? Pese a que el origen de esa distinción no la explican los documentos antes mencionados, los chilenos pueden arguir que se trata, en puridad, del mismo paralelo si se emplean las coordenadas astronómicas. Pero, ¿no es ésa otra forma de demostrar la inexistencia de un tratado bilateral de delimitación marítima? Por eso, resulta peregrina la tesis que sostiene que los documentos de 1968 y 1969 (escondidos bajo la denominación “otros acuerdos vinculantes”) establecieron “inequívocamente” una supuesta frontera. ¿Qué cosa significa “inequívocamente”? Solo un tratado bilateral fija los parámetros de manera inequívoca. De lo contrario lo único inequívoco sería la incoherencia.
¿Qué dicen algunos especialistas chilenos cuando tienen que abordar, desde el punto de vista académico, esta incoherencia que presenta la posición chilena? Si los documentos de 1968 y 1969 no se fundan en un tratado ad hoc que contenga la aceptación explícita de los dos Estados en cuanto a la delimitación marítima y, por ende, defina el punto de inicio, imaginario o no, ¿es posible inventar un punto de inicio dentro del marco de un procedimiento administrativo que respondía a otra finalidad y completamente ajeno al procedimiento taxativo estipulado en el artículo 3 del Tratado de 1929, relativo a la demarcación de la línea fronteriza allí consagrada? Estamos seguros que a estas alturas del raciocinio el lector ya tiene parte de la respuesta a la última pregunta planteada al inicio; por cuanto, las bravatas, la dosis volitiva de prepotencia y el minué de la Marina de Guerra chilena, no serían más que reflejo de esa debilidad argumental, que en La Haya puede muy bien hacer que su posición se desmorone como un castillo de arena. Pues, si tuviera Chile la certeza de tener el derecho de su lado, en vez de adelantar la incompetencia de la Corte Internacional de Justicia de la Haya, debería, por el contrario, manifestar su disposición a concurrir con amplitud de miras para zanjar su diferendo limítrofe con el Perú. Pero, ¿es el comportamiento tradicional de Chile respetuoso del Derecho Internacional? ¿Qué dice la historia?
En 1879, el Perú se vio envuelto en una guerra de agresión emprendida por Chile, a causa de su “cándido heroicismo” de querer seguir dando crédito a un tratado defensivo que había perdido su sentido por el rechazo de Argentina. La guerra se concluyó luego de imponer el invasor a Miguel Iglesias como presidente y, previamente, obligarlo a aceptar las condiciones de paz. Y puesto que se trataba de hacer capitular al vencido, la aprobación del Tratado de Ancón por el Congreso Constituyente peruano, en marzo de 1884, se hizo bajo la coerción de las bayonetas del ejército de ocupación chileno. El plebiscito que debía organizarse en diez años para decidir la suerte de las provincias cautivas de Arica y Tacna, fue incumplido por Chile, procediendo más bien desde 1900 al primer national cleansing de la historia en el mundo a fin de ganar dicho plebiscito. Pero, como los peruanos en las provincias cautivas no se dejaron arredrar por la bota, tuvo Chile que aceptar, por fin, en julio de 1922 la participación arbitral de Estados Unidos. Sin embargo, desde fines del siglo XIX volvió a desconocer el Tratado de Ancón, usurpando también una parte importante de la provincia de Tarata. Enseguida, unilateralmente, dispuso en 1902 el trazo del ferrocarril Arica-La Paz, mordiendo, precisamente, una esquina de la provincia de Tarata que, como se sabe, no era objeto del Tratado de Ancón. Además, en el tratado de paz y límites con Bolivia, de 1904, cedió a este país porciones de la provincia de Arica cuya suerte estaba todavía por decidirse en el plebiscito. Es decir, los hechos consumados, nótese bien, habían pasado a ser parte de su arrolladora conducta, con total prescindencia del Derecho Internacional de la época. Cuando vio en 1926 que podía perder el plebiscito y era inminente que devuelva la totalidad de la porción de la provincia de Tarata indebidamente ocupada, puso obstáculos a la mediación estadounidense a cambio de solicitar el arreglo bilateral con el Perú. Concluido el Tratado de 1929, Chile no devolvió la totalidad de Tacna ni el pedazo usurpado de Tarata y, encima, privó de puerto a Tacna, aunque comprometiéndose a construir un muelle para el Perú con base en un plano de desarrollo portuario que tampoco respetó. Y en noviembre de 1999, cuando se concluyó el Acta de Ejecución volvió a infringir el Derecho Internacional en la medida que en el artículo 1. declaró haber construido el muelle “para el servicio del Perú dentro de los mil quinientos setenta y cinco metros de la bahía de Arica.” Mas, las dudas campean. ¿Se encuentra realmente ese costado de muelle, inútil y ridículo, dentro de los mil quinientos setenta y cinco metros de la bahía de Arica, tal como lo prevé el artículo 5 del Tratado de 1929? ¿Qué pasaría si se comprueba meridianamente que ése no es el caso? En una palabra, ¿quién se ha caracterizado históricamente por hacer escarnio del Derecho Internacional?
Con relación a la tercera pregunta formulada, al inicio ¿se puede avanzar en “todos los ámbitos de la relación bilateral” con prescindencia del serio y urticante problema de la delimitación marítima peruano-chilena? Hasta donde se sabe, los Presidentes del Perú y Chile, el 20 de setiembre de 2004, con ocasión de la Asamblea General de las Naciones Unidas coincidieron en que la controversia bilateral sobre delimitación marítima debía tratarse “por cuerda separada”, dentro de un marco estrictamente jurídico. Por otro lado, ¿en qué queda la declaración del canciller chileno de entonces Ignacio Walker de que ese litigio constituía “estrictamente un asunto bilateral”? Evidentemente, resulta un contrasentido referirse a “todos los ámbitos de la relación bilateral” con un enfoque unilateral à la carte. Existe una controversia entre el Perú y Chile, de carácter jurídico, en materia de delimitación marítima y pretender negarlo es querer tapar el sol con un dedo.
Llegamos, así, a la última pregunta, ¿qué se pretende crispando la atmósfera bilateral y dramatizando el estado de ánimo con paseíllos de un par de patrulleras? Somos de los que creen que en este siglo XXI han perdido sustento las guerras de agresión. Por tanto, no parece que los tambores de guerra suenen en esa dirección. No. Sin embargo, consciente como es Chile de que la posición jurídica que sustenta su pretensión es inconsistente, no tiene, al parecer, mejor expediente a la luz de su comportamiento histórico, que recurrir a las bravatas y gestos destemplados para evitar de esta manera que sea puesta otra vez en evidencia su conducta usurpadora. No es que tenga derecho, lo que ocurre es que teme al derecho.
Antes de concluir, es deseable que en el Perú todos, sin excepción, cierren filas por una causa de indiscutible alcance nacional. Y aquellos que creen que pueden marchar a contracorriente para que otros sepan que existen, deberían pensarlo dos veces antes de hablar para subrayar lo que no es sustancial en el reforzamiento de la posición peruana. La patria requiere en esta hora de la unión y la prudencia, no de la discrepancia sobre lo contingente ni la apostilla enfermiza que en nada abona a la defensa del interés nacional. Por eso, aquellos que improvisan con la máscara de “internacionalistas” sería preferible que piensen primero si sirven al Perú o a la antipatria.
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