La violencia que estados de la República Mexicana hoy sufren revela la existencia de condiciones de ingobernabilidad, la cual ha tenido como una de sus causas el clima político en el que se ha expuesto al país. La correlación entre la violencia y la incertidumbre política no es determinista, pero la necesaria resolución del proceso electoral es hoy una prioridad para el conjunto de la sociedad. México requiere de un marco de certidumbre que permita un proceso de transición institucional que garantice una suerte de normalidad política.
La exposición a una constante inestabilidad genera ambientes donde la lógica de los poderes fácticos impera por su capacidad para aprovechar el impasse que la política formal les deja. Así, la incertidumbre se traduce en espacios en los que se reconoce la existencia de una política acéfala: donde el gobernante no se reconoce como el líder ni actor que establece la dirección de la nación. En estos momentos el titular del Poder Ejecutivo federal ha dejado de ocupar su lugar como fiel de la balanza y se ha asumido como líder de partido. La reciente “riña” por hacerse de los espacios de coordinación legislativa –donde la dirigencia panista encabezada por Gustavo Madero impuso a Luis Alberto Villarreal en la Cámara de Diputados, mientras Felipe Calderón pudo colocar a su delfín Ernesto Cordero en el Senado– terminó en un empate técnico. Pero revela algo más: el presidente de la República se niega a asumir que la derrota electoral del pasado mes de julio es una reprobación a su gestión.
Y en este descuido institucional, el presidente menoscaba el trabajo político. Permite que la violencia gane los espacios que el poder estatal debería ocupar para reproducir una certidumbre que hoy se encuentra disminuida. Se insiste en un proyecto que por su ineficacia debe modificarse, al menos en su estrategia: el combate al narcotráfico estableció una política de choque de todo el gobierno. Se estableció como el único código válido del gobierno federal para el intercambio con la sociedad.
Los resultados electorales del julio pasado deberían construir una nueva correlación de fuerzas en términos políticos. La resolución que ofrezca el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación a la calificación del proceso determinará nuestra vida política nacional, la cual se ha visto expuesta a mirar en un plazo perentorio la continuidad o la modificación de la estrategia del plan de seguridad, hecho que permitirá entrever –por lo menos en la teoría– una redefinición en la geografía de la violencia. El proyecto de Felipe Calderón, es claro, está derrotado: la sociedad se encuentra secuestrada. Los saldos de fin de sexenio son contundentes. A los datos de la “guerra”, como el de las más de 90 mil ejecuciones, se deben agregar los del desastre económico y social, en el que las más excluidas son las mujeres: más del 80 por ciento de la poblacional juvenil que no tienen acceso al empleo ni al estudio son de sexo femenino. Es una realidad que las mujeres padecen mayor desigualdad y discriminación. Los varones, por su parte, se ven más expuestos a considerar el narcotráfico como una vía de incorporación al mercado laboral, con todo lo que esto signifique.
Pero el tejido social hoy fracturado nos ofrece también un mundo con la posibilidad de construir colectividad más allá del Estado. El México de la segunda década del siglo XXI tiene ante sí una crisis en la que los bonos demográficos se han convertido ya en lastres y en variables poco atendidas por los proyectos gubernamentales. Salidas simples, llanas, priman en el escenario nacional. No es capacitación o restitución de espacios públicos la demanda ingente de una población que padece desigualdad y pocas o nulas expectativas de mejora socioeconómica. Hoy, el Estado ha redefinido sus alcances y competencias en el ámbito económico, y se encuentra incapacitado de ofrecer una eficiente política social o de bienestar. El Estado que heredará el panismo se redujo a un sólo proyecto: el de la “guerra” contra el narcotráfico. Y a este fenómeno se le ha atribuido la causa de todos los males. La percepción social que los mexicanos tenían sobre la violencia cambió. En el discurso gubernamental, el problema de México no está en la pobreza. Pareciera como si la violencia se generara espontáneamente. Este modelo discursivo y de políticas estatales es lo que tiene que cambiar. Los marcos institucionales deben reconocer que las condiciones sociales existentes lastiman aún más el tejido social.
El binomio violencia y cambio político debe encontrarse entre las prioridades que el proceso político actual que México debe considerar. Y, contrario a lo que se pueda pensar, son las instituciones gubernamentales –y no la sociedad– las que tienen la respuesta. ¿Cómo exigir que se cumpla esta demanda? ¿Será que lo que requerimos es un asunto de responsabilidad pública, en el que el respeto a la ley sea la piedra angular de construcción de nuestro futuro cercano? La legalidad debe ser el factor de creación de lo colectivo. En suma, lo que se requiere es una redefinición ética del “nosotros”, para que encontremos a nuestro enemigo común, al que hay que excluir de la proyección de futuro.
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