En Cataluña, desde hace muchos años, la realidad del gobierno autónomo y de la prosperidad ha sido utilizada para divulgar el mito sobre la opresión y la expoliación. Junto al País Vasco, Cataluña es la región más próspera de España y su gobierno ejerce un control total sobre el sistema educacional y los medios de difusión públicos. Esos poderosos instrumentos, que no existirían sin el gobierno autónomo de Cataluña y sin su capacidad financiera, son utilizados precisamente para construir el mito de un territorio tan oprimido durante los años de democracia como en tiempos del franquismo y cuya economía supuestamente se ve tan afectada y expoliada por el poder central que no le queda más esperanza que la independencia. Ese mito es tan seductor y se ha repetido tanto que ha logrado convencer a 2 millones de catalanes y a una parte de los medios internacionales.

Ese mito invadió tanto la manera de contar la historia como las noticias actuales. Hace 3 años, la Generalitat (el gobierno catalán) apadrinó y financió un congreso de historiadores sobre el tema «1714-22014: España contra Cataluña». Durante 3 siglos, España se dedicó, supuestamente, a dominar, oprimir y explotar la región de Cataluña. Sorprendentemente, todo ese tiempo de opresión no sumió a la parte colonizada en la pobreza y tampoco impidió que se convirtiera en uno de los territorios con más nivel de vida en toda España.

Según ese mito, España y Cataluña son dos realidades uniformes, invariables a través del tiempo, sin otro vínculo entre sí que el enfrentamiento, o más bien el despotismo de una de ellas y la resistencia de la otra. Es un mito que seduce porque, para conformarse, una patria necesita en primer lugar un pueblo eterno y un eterno enemigo. En realidad, gran parte de esa historia es una historia compartida y las relaciones han sido siempre tan estrechas y tan variadas que se necesita un alto nivel de extravagancia para delimitar identidades colectivas puras.

La gran tragedia española del siglo XXI, la Guerra de España, sumió el país entero en el mismo grado de dolor y ruina. La Segunda República Española reconoció la singularidad de Cataluña con el estatuto de autonomía de 1932. El golpe de Estado militar de Franco y su victoria en la guerra civil pusieron fin a las instituciones democráticas de la República, tanto en Cataluña como en el resto de España. Republicanos catalanes y de todos los territorios españoles acabaron juntos en las cárceles, ante los pelotones de ejecución y en los campos de refugiados del sur de Francia. En 1940, la Gestapo entregó a Franco, simultáneamente, al presidente catalán Lluis Companys y al dirigente socialista vasco Julián Zugazagoitía, que estaban escondidos en la Francia ocupada. Los dos fueron fusilados.

Es importante recordar esos hechos porque desmienten uno de los principales argumentos de ese mito: que la guerra civil fue una agresión de España contra Cataluña más que un enfrentamiento entre la democracia republicana y el fascismo. Los hechos históricos pierden así su carácter contingente y sus numerosos matices para convertirse en episodios de la lucha inmemorial entre el Bien y el Mal, entre el pueblo noble y el poder opresor. El franquismo prohibía y perseguía el uso de la lengua catalana, al igual que cualquier expresión cultural o civil que no se ajustaba a sus brutales normas, al igual que prohibía el divorcio, el matrimonio civil y la libertad de expresión. España entera fue víctima de la dictadura y sobre todo la clase obrera y las mentes libres. La Iglesia católica y las clases dirigentes de Cataluña no fueron menos cómplices que las demás regiones de España. Banqueros y empresarios catalanes también ayudaron a financiar el golpe de Estado de Franco y respaldaron la dictadura en el plano político. Cuando Franco viajaba a Cataluña, prelados catalanes lo bendecían y lo recibían en las catedrales con todos los honores.

Entre las conquistas a las aspiraban los opositores del franquismo, fuesen catalanes o no, siempre estuvo el restablecimiento de la autonomía de Cataluña. Era una prioridad tan importante después de la muerte de Franco –en noviembre de 1975– y al inicio de la democracia que la Generalitat de Cataluña fue reinstaurada un año antes de la aprobación de la Constitución, en 1978.

Es importante precisar bien las fechas y los hechos, sabiendo perfectamente que eso no ha de cambiar gran cosa ante la imprecisión del mito, plena de victimismo o de estilo épico. Entre los 7 «Padres de la Constitución» había 2 catalanes. En el referéndum de 1982, los catalones votaron masivamente a favor de un estatuto que garantizaba un grado de autonomía mucho más alto que el de 1932.

Por supuesto, nada es perfecto. Siempre hay hechos que pueden interpretarse legítimamente de maneras diversas. Pero existe, o debería existir, una frontera bien definida entre la realidad y el mito, entre la queja razonable y el victimismo perpetuo, entre la historia y la pura leyenda o la mitología. Poco a poco, y más rápidamente en los últimos años, una parte de la sociedad catalana, considerable y muy activa pero no mayoritaria, se encerró en una especie de realidad virtual o de fantasía muy elaborada pero que no tiene nada que ver con aspiraciones legítimas ni con el rechazo de un estado de hecho que afecta tanto a Cataluña como a todo el país: las crecientes desigualdades, la degradación de la educación, la ausencia de modelo productivo, la corrupción política.

Según esa realidad paralela, construida y alimentada por el sistema educativo y los medios del servicio público, Cataluña vive aún bajo la opresión franquista y las múltiples injusticias –dolorosamente agravadas por la crisis de 2008– se deben exclusivamente a la opresión española. Las élites políticas y económicas nacionalistas que han gobernado Cataluña casi ininterrumpidamente desde 1980 rechazan su propia responsabilidad y esconden su escandalosa corrupción agitando la bandera del pueblo oprimido. Se puede ser corrupto y al mismo tiempo proclamarse inocente y hasta heroico. Es posible imponer el uso exclusivo de la lengua catalana en el sistema de enseñanza y quejarse a la vez de la persecución que sufre esa lengua, y hasta denunciar literalmente que es víctima de un «genocidio lingüístico». Es posible ignorar conscientemente a la mitad de la población que no comparte esa fantasía extrema y creer a la vez que hay un solo pueblo unánime.

Cosas halagadoras pero incompatibles son posibles simultáneamente: el poder que emana de la legalidad y la rebelión para quebrar esa misma legalidad; los privilegios del Estado-providencia europeo y la exaltación de sentirse perseguido; bloquear una carretera para protestar contra los abusos de la policía y recibir ayuda de los agentes de tránsito. Sin mencionar la fantasía máxima de declararse independiente de España y de seguir siendo miembro de la Unión Europea, o de conservar e incluso mejorar su propia prosperidad separándose por la fuerza del territorio y de las personas que constituyen el principal mercado de su economía.

Simone Weil decía que es posible gozar simultáneamente de dos cosas incompatibles entre sí, pero sólo en un delirio. El delirio es atractivo pero tiene sus límites y no sirve para entender la realidad… pero sí tiene una capacidad extraordinaria para contaminarla. Es precisamente debido a ese contagio que la prensa internacional casi no ha escuchado las numerosas voces catalanas que no comparten el fervor secesionista y que han tenido hasta ahora pocas oportunidades para expresarse en un entorno donde la presencia independentista era aplastante. Durante los últimos años, Cataluña y toda España han vivido una realidad extraña y delirante, donde el entusiasmo –muy visible, muy bien programado y financiado– no ha dejado ver la incertitud angustiosa, el miedo de un número muy superior de gente. Yo no quiero perder las esperanzas de que la fantasía acabe disipándose, al menos lo suficiente como para permitirnos alcanzar la necesaria en la que tan frágilmente se apoya el “vivir juntos” de la sociedad.

Habrá llegado entonces el momento de iniciar el debate sobre los graves problemas que seguimos teniendo, sobre todo aquello que no hemos podido debatir por causa de esta agitación obsesiva y en gran parte estéril. Y entre esas cosas está la necesidad urgente de reformar nuestra Constitución, no tanto para lograr que el sector más razonable de los independentistas catalanes acepte que sus legítimas aspiraciones a un gobierno autónomo sean compatibles con el marco común de la democracia española, sino también y sobre todo para obtener, de ser posible, un equilibrio entre la igualdad de los derechos civiles y sociales de los ciudadanos y la diversidad política, cultural y lingüística de España.

Fuente
Le Figaro (Francia)
Difusión: 350 000 ejemplares. Propiedad de la Socpresse (creada por Robert Hersant, hoy es propiedad del constructor de aviones Serge Dassault). Es el diario de referencia de la derecha francesa.