En ocasión del centenario de la Revolución china de 1911, Domenico Losurdo recuerda que este acontecimiento histórico fue, en primer lugar, una expresión de reafirmación de la identidad nacional ante el imperialismo occidental. En momentos en que China acaba de hacer uso de su derecho al veto en el Consejo de Seguridad de la ONU y está imponiéndose como una de las principales potencias mundiales, se hace difícil imaginar el desprecio del que era objeto a principios del siglo XX.
En 1911 se produce en China una revolución que provoca el derrocamiento de la dinastía manchú y que da lugar a la proclamación de la República. Sun Yatsen es el primero en ocupar el cargo de presidente. Aunque está lejos de ser un marxista, Sun Yat-sen saluda favorablemente el ascenso de los bolcheviques al poder.
La explicación que proporciona, años más tarde, sobre ese gesto encierra una terrible acusación contra el colonialismo y el imperialismo: «Ya fueron exterminados los pieles rojas de Estados Unidos» y el «exterminio» amenaza también a los demás pueblos colonizados.
Es trágica la situación de estos pueblos, a no ser porque «de improviso 150 millones de hombres de raza eslava se levantaron para oponerse al imperialismo, al capitalismo, a las injusticias, a favor del género humano». Así «nació, en momentos en que nadie lo esperaba, una gran esperanza para la humanidad: la Revolución rusa». Sí, «gracias a la Revolución rusa, la humanidad entera tenía ante sí una gran esperanza». Por supuesto, la respuesta de la reacción no se hizo esperar: «Las potencias han atacado a Lenin porque quieren destruir a un profeta de la humanidad».
Es cierto que Sun Yat-sen no es marxista ni comunista, pero es tomando como punto de partida la «gran esperanza» -la cual describe en un lenguaje a veces ingenuo y precisamente por ello mucho más eficaz– que resulta comprensible la fundación del Partido Comunista Chino, el 1º de julio de 1921.
Posteriormente, Mao, ya por entonces metido de lleno en la guerra nacional de resistencia contra el imperialismo japonés que pretende «someter toda China y convertir a los chinos en esclavos colonizados», recuerda su primer enfoque (en los últimos años de la dinastia manchú) y la causa de la revolución: «En aquel periodo comenzaba yo a tener destellos de conciencia política, especialmente después haber leído un opúsculo sobre el desmembramiento de China […]. Aquella lectura despertó en mí grandes preocupaciones por el porvenir de mi país y empecé a comprender que todos teníamos el deber de salvarlo».
Más de 10 años después, al hacer uso de la palabra en la velada que siguió a la proclamación de la República Popular, Mao recuerda la historia de su país. Menciona en particular la resistencia contra las potencias protagonistas de la guerra del opio, la revuelta de los Taiping «contra los Ching al servicio del imperialismo», la guerra de 1894-1895 contra Japón, «la guerra contra la agresión de las fuerzas coaligadas de las ocho potencias» (después de la revuelta de los Boxers) y, para terminar, «la Revolución de 1911 contra los Ching lacayos del imperialismo». Numerosas luchas y también numerosas derrotas.
¿Cómo se explica el cambio radical que se produjo en un momento preciso?
«Por mucho tiempo, durante ese movimiento de resistencia, por más 70 año, desde la Guerra del Opio en 1840 hasta la víspera del Movimiento del 4 de mayo de 1919, los chinos carecieron de armas ideológicas para defenderse del imperialismo.
Las viejas e inalterables armas ideológicas del feudalismo se vieron derrotadas, tuvieron que ceder y fueron declaradas inservibles. A falta de algo mejor, los chinos se vieron obligados a armarse con herramientas ideológicas y fórmulas políticas como la teoría de la evolución, la teoría del derecho natural y de la república burguesa, provenientes todas del arsenal del periodo revolucionario de la burguesía en Occidente, patria del imperialismo […] pero todas esas armas ideológicas, al igual que las del feudalismo resultaron ser muy débiles; fueron retiradas y declaradas fuera de uso.
La revolución rusa de 1917 marcó el despertar de los chinos, que entonces conocieron algo nuevo: el marxismo-leninismo. Nace en China el Partido Comunista, y este acontecimiento marca una época […]
Desde que conocieron el marxismo-leninismo, los chinos han dejado de mostrarse intelectualmente pasivos y han tomado la iniciativa. Era el momento que pondría fin al periodo de la historia mundial moderna en que los chinos y la cultura china eran vistos con desprecio.»
Estamos ante un texto extraordinario. El marxismo-leninismo es la verdad finalmente encontrada, al cabo de una larga búsqueda, el arma ideológica capaz de poner fin a la situación de opresión y de garantizar la victoria de la revolución nacional en China. Y se trata de una búsqueda que comenzó desde las guerras del opio, incluso antes de la formación no sólo del marxismo-leninismo sino del propio marxismo: en 1840 Marx no era más que un joven estudiante universitario.
Lo que provoca la revolución en China no es el marxismo sino la resistencia secular del pueblo chino que, al cabo de una larga y difícil búsqueda, logra tomar plenamente conciencia de sí misma a través de la ideología que conduce la revolución a la victoria. Es el 16 de septiembre de 1949. Cinco días después, Mao declara: «Nuestra nación ya no estará sometida al insulto y la humillación. Nos hemos levantado […] La era en que el pueblo chino era considerado un pueblo no civilizado ha llegado a su fin.»
Al celebrar el despertar de una nación largamente sometida al «desprecio», «al insulto y a la humillación», Mao tiene probablemente en mente la pancarta expuesta a finales del siglo XIX a la entrada de la concesión francesa de Shangai: «Prohibidos los perros y los chinos».
Un ciclo histórico había llegado a su fin.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter