La inculpación por perjurio y obstrucción a la justicia del principal consejero del vicepresidente Dick Cheney, Lewis Scooter Libby, en la investigación sobre quién dio a conocer que Valerie Plame era una agente encubierta de la CIA, y el hecho de que continúa la investigación sobre el papel que en esa fuga deliberada de información jugó Karl Rove -el principal operador político y “respetado gurú” del presidente George W. Bush
La inculpación por perjurio y obstrucción a la justicia del principal consejero del vicepresidente Dick Cheney, Lewis Scooter Libby, en la investigación sobre quién dio a conocer que Valerie Plame era una agente encubierta de la CIA, y el hecho de que continúa la investigación sobre el papel que en esa fuga deliberada de información jugó Karl Rove -el principal operador político y “respetado gurú” del presidente George W. Bush, como dice el periodista canadiense Tim Harper-, ha llevado a la Casa Blanca el epicentro del llamado Plamegate, en referencia al escándalo de Watergate que hundió la presidencia de Richard Nixon en 1974. La discusión en Washington y el resto del mundo es, como dice Philippe Gélie de Le Figaro, si el Plamegate es el último clavo en el ataúd de una presidencia desacreditada, el comienzo de la gangrena del segundo mandato de Bush, o un episodio desgraciado que podrá ser olvidado rápidamente si los republicanos lo manejan bien.
Pero el Plamegate es sólo el último episodio de la “serie negra” de esta administración, a los que habría que agregar la fabricación de mentiras para invadir Irak y el fracaso en estabilizar la situación en ese país y poder terminar con el conteo diario de cadáveres de soldados, que ya superan los dos mil, pero también con la tardía respuesta a las consecuencias humanas del huracán Katrina en Nueva Orleans, o el error político de Bush al nombrar a la Corte Suprema a su consejera legal Harriet Miers, que fue obligada a desistir de la nominación para sacar al presidente del conflicto en que se había metido frente a los republicanos ultraconservadores que forman su base política.
Otros jugosos episodios de esta “serie negra” son la inculpación en Texas, por malversación y financiamiento político ilegal, del líder de la mayoría republicana en el Congreso, Tom DeLay, y de las sospechas de “delito de iniciado” que pesan sobre el líder republicano en el Senado, Bill Frist, y de las investigaciones sobre corrupción dentro de los círculos republicanos. Sydney Blumenthal, quien fue consejero de Bill Clinton, escribió recientemente sobre el sistema de corrupción de esta “oligarquía republicana (implantada por Bush) que reparte favores a cambio de contribuciones” y que funciona en una “mezcla tóxica de dinero y poder”. Blumenthal apunta a Tom DeLay y Karl Rove, pasando por el “supercabildero” Jack Abramoff y David Safavian, un alto funcionario de la Casa Blanca, todos ellos bajo investigación.
Hasta hace unos días, con los sondeos mostrando un aumento de la impopularidad del presidente Bush y su gobierno, y el peligro de que el juicio contra Libby revele en público las mentiras que justificaron la invasión de Irak, la Casa Blanca parecía desorientada, sometida a la presión de los grupos conservadores y religiosos pero no dispuesta a librar batalla a los demócratas en el terreno ideológico, como dice Gélie. Pero Bush retomó la iniciativa para cerrar filas con los grupos conservadores y religiosos al nombrar al juez Samuel A. Alito Jr. a la Corte Suprema, en reemplazo de Miers, y queriéndolo o no lanzó la batalla ideológica contra los demócratas.
Si las mentiras, los errores o manipulaciones hubieran debido hundir a este presidente, no habría sido reelegido hace un año, cuando ya se conocían muchos episodios de esta “serie negra”. Si los hechos se deslizan sin dejar marca sobre el inquilino de la Casa Blanca, es quizá por la aleación que sirve para fabricar las presidencias ideológicas: la realidad sólo cuenta parcialmente en su universo. El proceso de Libby permitirá constatar si Bush es un “presidente inoxidable”, según Gélie, o un “emperador desnudo”, como opinan algunos analistas estadounidenses y canadienses.
Varios de éstos destacan que Bush contraataca con lo que sabe hacer, manipulando los temores al terrorismo -como en su discurso del 4 de septiembre donde revivió la estrategia militar de la Guerra Fría al convertir el islamismo radical “en una ideología radical con el objetivo inalterable de esclavizar naciones enteras e intimidar a todo el mundo”-, o recurriendo -la semana pasada- a la presentación bastante exagerada de la amenaza inmediata de una pandemia de influenza.
Pero en la práctica Bush está ahora aislado y débil, con menos aliados que nunca antes dentro de los moderados en Estados Unidos y más atado a su base ultraconservadora, como demuestra el desistimiento de Harriet Miers y el nombramiento de Alito, un conservador que probablemente desatará una severa confrontación ideológica en el Congreso y las calles del país, haciendo más difícil que pasen los otros puntos de la agenda que esta administración quiere realizar, como la privatización del seguro social.
La audaz iniciativa de los demócratas (había ocurrido lo mismo hace 130 años) de “cerrar el Senado” -el martes 2- para forzar a los republicanos a completar la investigación de las fallas e inconsistencias del aparato de inteligencia de EU y de la administración Bush para fundamentar la guerra en Irak -las manipulaciones de los informes de inteligencia y las mentiras fabricadas por un equipo secreto de la Casa Blanca-, no sólo confirma que “los demócratas olieron sangre y atacaron” a un presidente debilitado, sino que apunta a una ruptura entre los republicanos moderados y los conservadores. Los republicanos moderados temen que para tratar de salvar su presidencia, Bush decidió montar su resistencia apoyándose en los grupos más conservadores, como muestra la nominación del juez Alito.
La existencia de fisuras en el campo republicano se manifestó en la entrevista que el influyente senador republicano Trent Lott dio al programa Hardball de la televisión MSNBC, donde dijo que “bajo las actuales circunstancias” Karl Rove no debería seguir ocupando sus funciones de consejero político del presidente, urgiendo a que Bush busque “nueva sangre, nueva energía, consejeros calificados”, un llamado similar al de William Niskasen, el presidente del conservador y libertario Instituto Cato, quien dijo que cualquier “limpieza” de la Casa Blanca debe “comenzar” con el despido de Rove por su asociación con el caso de Valerie Plame.
En el plano exterior la popularidad de Bush ha sido medida estos días en el amplio repudio que se manifestó desde el anuncio de su presencia en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, Argentina, donde Washington planteó la ratificación del objetivo de ir, sin tomar en cuenta las sensibilidades políticas y la fuerte oposición regional, hacia la controvertida Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y las políticas económicas neoliberales que han puesto en crisis a los gobiernos y países que las han venido aplicando, y que rechazan vigorosamente los gobiernos más populares de la región, incluyendo el de Néstor Kirchner, anfitrión de la Cumbre.
En el plano internacional -pero lo mismo podría decirse en lo doméstico-, Bush no da signos de querer ajustar sus objetivos a la realidad. Al contrario, insiste obsesivamente en que la realidad debe ajustarse a sus objetivos. Esto ha quedado en claro en los grandes temas de la agenda mundial, sea el cambio climático o la proliferación nuclear, en las agendas regionales -con la Cumbre de las Américas- o en los asuntos comerciales o de inmigración en las agendas bilaterales con sus dos “socios y amigos”, Canadá y México.
¿Hasta cuándo será un “presidente inoxidable” en el plano doméstico? La respuesta a esta pregunta empieza a manifestarse en la búsqueda de distanciamientos con la administración de parte de algunos republicanos moderados, en la agresividad que los demócratas manifestaron esta semana en el Senado, en las críticas cada vez más acerbas de los comentaristas, analistas y reporteros de los medios de la prensa escrita y televisiva estadounidense, que están empezando a constatar que la retórica del emperador Bush ya no es capaz de ocultar su desnudez. En el exterior hace tiempo que el presidente Bush es un “emperador desnudo”.
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