La educación superior en Colombia ha sido caracterizada como centralista, inequitativa, tradicional y privatizante. Esta frase, por dura que parezca, devela totalmente los problemas estructurales que afronta el sistema educativo colombiano de cara a los retos que debe afrontar en la era de la información y el conocimiento.
Basta mirar las investigaciones sobre este tema [1] para constatar que la ley 30 de 1992 permite denominar educación superior a diferentes clases de instituciones que van desde las enseñanzas tecnológicas hasta las de más alta formación en postgrados. Esto dibuja un mapa abigarrado de intereses y denominaciones que van desde universidades, institutos, corporaciones, fundaciones, católicas, autónomas, libres, pontificias, diurnas, nocturnas, militares, cooperativas, costosas, baratas etc... sin que se pueda hablar seriamente de un Sistema de Educación Superior, pues cada una de estas instituciones defienden intereses distintos y se manejan con lógicas que no siempre obedecen a la naturaleza de una comunidad académica.
Mucho más cuando la cobertura de la educación superior no alcanza al 20% de la población entre 18 y 24 años y sólo el 12% del 50% más pobre de la población tiene hoy acceso a la educación superior, y de estos las 2/3 partes lo hacen en instituciones privadas cuya cobertura concentra aproximadamente el 73% de la matrícula [2] Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Bucaramanga y Tunja, ciudades centrales de Colombia, concentran la mayoría de oferta estudiantil mientras en otras ciudades como Arauca o Yopal, ciudades periféricas, la oferta es mínima y la calidad insatisfactoria.
Este cuadro se agudiza más cuando constatamos que la oferta de carreras es tradicional: contaduría, medicina, derecho, odontología, economía, ingenierías, administración, agronomía, educación, y últimamente sistemas, sin que se haya hecho un estudio serio sobre las necesidades nacionales, regionales y locales respecto de la educación superior ni mucho menos sobre el impacto de estos saberes y tecnologías en el desarrollo regional. Si nos atenemos a los resultados de los exámenes de calidad de la educación Superior en Colombia (ECAES), y aunque no son el único criterio para valorar una carrera, vemos que nuestros estudiantes no superan el promedio de lo que se debe saber y muchos están aún por debajo de la media. Esto sin mencionar la calidad de la mayoría de instituciones de educación superior en cuanto a infraestructura, bienestar, campus, investigación, profesorado, bibliotecas, administración y personal de servicios.
Dentro de este contexto la universidad pública se nos muestra entonces como una institución fundamental para corregir la inequidad, construir la calidad educativa y responder a las necesidades de la región y de la nación en el orden de la ciencia y la tecnología que, como sabemos, es la única vía posible para el desarrollo de un país.
Últimamente se puede observar que la universidad pública se ha movido dentro de dos grandes concepciones: la primera, como epicentro de la ciencia y la cultura que genera las condiciones para la investigación y su aplicación en nuevas tecnologías, así como el lugar donde se forma el profesional culto, capaz de asumir una visión del mundo y la sociedad desde los valores de la cultura, el arte, la estética, el deporte y la lúdica. En este sentido la misión de la universidad pública no es solamente formar en las disciplinas propias de cada carrera sino garantizar la formación en la apreciación de valores, dentro de un claro proyecto ético y político.
La segunda, como espacio para el debate, la discusión argumentada, la crítica basada en fundamentos, la generación de una conciencia crítica y analítica que le apuesta a la razón comunicativa, que es capaz de reconocer en las diferencias ideológicas, científicas o políticas una oportunidad para el crecimiento en la construcción de comunidad con un alta sensibilidad social originada precisamente en que la mayoría de los estudiantes de la universidad pública provienen de estratos 2 y 3 y viven de cerca las contradicciones de un país donde mientras la banca nacional gana 5.5 billones de pesos en el 2005 y las grandes corporaciones triplican su capital [3] en los últimos dos años, la pobreza llega al 60% de la población y la guerra interna desplaza más de 1 millón de campesinos convertidos en mendigos en las grandes ciudades.
La universidad pública es entonces el espacio donde los estudiantes pobres con los mejores puntajes de las pruebas de estado (ICFES) pueden tener una educación de calidad y donde el Estado reinvierte, con sentido de equidad, parte de lo que los ciudadanos pagan por impuestos. No es pues una dádiva del gobierno de turno ni una educación barata y por salir del paso. En Colombia hay 30 universidades públicas y más de 200 privadas cuyas costosas matrículas las hacen inaccesibles a la mayoría de la población que se ve obligada, en algunos casos, a recurrir a créditos bancarios con intereses leoninos que hipotecan el futuro del estudiante y comprometen el salario de toda la familia.
Por estas, y otras muchas razones, la universidad pública debería ser una prioridad en las políticas de Estado y su fomento y apoyo debería ocupar punto central en las agendas de los gobiernos. Sin universidad pública no hay quien piense el país más allá de sus intereses partidistas o financieros, religiosos o de grupo. Sin universidad pública la nación se diluye en el conformismo que uniforma a través de los medios de comunicación como la televisión y la radio cuyos dueños son los mismos que triplicaron sus fortunas en los últimos dos años. ¿cómo le vamos a pedir a la universidad privada que forme ciudadanos para transformar el estado de injusticia social, de irresponsabilidad de la clase política o de malos manejos del gobierno? ¿cómo le vamos a decir a una universidad privada que forme en la libertad de cultos, en la libertad de conciencia? ¿cómo le vamos a pedir a una universidad de garaje que sea estricta y rigurosa en lo académico, si ella se alimenta de la mediocridad?
La universidad pública es entonces fundamental para el país no solo como constructora de conocimiento científico sino también como constructora de conciencia social. La ley 30 de 1992 le garantiza a la universidad pública su autonomía, pero en las últimas décadas, y a partir de la llamada “apertura” en el gobierno del presidente César Gaviria, la universidad se ha visto amenazada y cada vez con mayor fuerza en el actual gobierno de Álvaro Uribe. Por diferentes factores que la ponen en riesgo inminente de desaparición y que obligan a quienes formamos parte de la comunidad académica (profesores, estudiantes y trabajadores) a señalarlos y a denunciarlos para después organizarnos como comunidad y defender la universidad pública, único patrimonio social que nos queda después de la privatización de la salud, la vivienda, el transporte, las telecomunicaciones, la energía y la banca.
Cinco amenazas
Bajo el anterior panorama, se pueden establecer claramente cinco amenazas latentes que lleva a replantear seriamente el papel de la universidad pública en estos tiempos marcados por las transformaciones económicas. Se pueden categorizar en:
1. La autofinanciación.
Cada vez cobra mayor fuerza la idea, extendida entre las directivas universitarias, de que si la universidad quiere crecer tiene que hacerlo con sus recursos propios porque el gobierno solamente gira lo que corresponde a su funcionamiento e inversión de acuerdo con la planta de personal que tenía en 1998. La universidad se ve enfrentada entonces al dilema de crecer, como se lo está exigiendo el gobierno, sin aumentar sus profesores de planta, recurriendo a la contratación cada vez mayor de profesores ocasionales o mantener vacantes de profesores pensionados para proveer con esos recursos estos gastos. O también a aumentar el costo de las matrículas, bajar la inversión en bienestar y exigir que cada estudiante esté afiliado a una EPS para evitar así la atención médica en la universidad. Se monta así un modelo eficientista que se pregunta por planes de acción, metas, objetivos, a corto plazo y que se orientan a “hacer más con menos” para cumplir con los planes del gobierno que abruma con decretos y disposiciones del más claro estilo neoliberal.
2. Las imposiciones del gobierno en los Consejos Superiores.
Aunque los Consejos Superiores son el máximo organismo de dirección de las universidades públicas y tiene como finalidad asegurar el cumplimiento de su misión, dentro del espíritu de autonomía consagrado en la ley 30, últimamente ha antepuesto está finalidad al cumplimiento de las políticas de gobierno. La composición del Consejo Superior, con tres representantes del gobierno y un representante del sector productivo y otro de las academias casi siempre cooptados entre los candidatos del rector de turno, deja poca maniobra a los representantes de los exalumnos, profesorales y estudiantiles que terminan aceptando las mayorías que imponen las directrices del gobierno dentro de un espíritu neoliberal y eficientista. Mucho más grave aún cuando la elección del rector depende del guiño de los representantes del gobierno y no de los programas académicos de cada candidato.
3. La politiquería en la Universidad Pública
Una real amenaza que se cierne sobre la universidad pública es el maniobrar de los políticos regionales quienes, ante el vaciamiento burocrático de entidades como las loterías, las beneficencias, las gobernaciones o los hospitales ven como “apetitoso” el presupuesto de la universidad y hacen hasta lo imposible por imponer el rector para que después les permita entrar a recomendar funcionarios y contratistas, o para devolver el favor del voto que les permitió llegar al Senado o a la Cámara. La universidad pierde así su función y su misión, convirtiéndose en una institución más que se reparte entre quienes detentan el poder político en las regiones.
4. La ausencia de un proyecto universitario fiel a la misión de la universidad pública y construido por consenso entre los estamentos.
Abrumados por decretos y normas emanadas del Ministerio de Educación y recibidas sin discusión ni análisis por las directivas universitarias, la institución cede su proyecto Institucional a las evaluaciones externas a ella misma, a los exámenes de estado, a las disposiciones sobre currículo, a las imposiciones sobre contratación y régimen disciplinario, con lo cual se desdibuja su misión y se pierde el sentido de pertenencia ante las reformas académicas o administrativas. La división de aseguramiento de la calidad del Ministerio de Educación piensa por los profesores y reduce su accionar al cumplimiento de lo que los “técnicos” del Ministerio consideran “calidad” de la educación superior sin mediar un debate inteligente y académico sobre la misma noción.
5. La apatía del profesorado
Pero si bien las anteriores amenazas se pueden llamar “externas a la universidad”, existe otra que se genera al interior de la universidad misma y es la apatía del profesorado para enfrentar con imaginación, organización y propuestas alternativas la agresiva política neoliberal del gobierno.
Desilusionados, sin motivación, burocratizados y pensando más en el retiro que en asumir la responsabilidad que como comunidad académica nos compete, los profesores de planta vemos con indiferencia como se transforma la universidad pública copiando los modelos de la universidad privada. Por su parte las organizaciones gremiales, sindicatos y asociaciones de profesores, tan importantes en el debate académico en años anteriores, están hoy disminuidas, sin proyectos y entregadas a las lamentaciones o a la protesta de papel, cuando no a renunciar al debate académico recurriendo a las demandas jurídicas que es otra forma de renunciar a ejercer la autonomía.
Las iniciativas posibles de los profesores “ocasionales” se diluyen ante el temor de chocar con la voluntad de las directivas lo que repercute en su evaluación y los somete a la aceptación pasiva de lo que disponga el director de escuela o el comité de currículo.
Todas estas amenazas tienen que ver fundamentalmente con la pérdida de la autonomía universitaria, con el olvido de la misión de la universidad pública y con el atomismo de las organizaciones de profesores, estudiantes y trabajadores. La tarea del momento es recuperarla en el debate y garantizarla al interior de la universidad y si empezamos a construir posturas críticas sobre lo que esta ocurriendo actualmente tendremos la esperanza de que cuando se quiera volver a discutir sobre la construcción de lo público en una sociedad, la universidad, vuelva a ser, la piedra angular de todos estos procesos.
[1] Orozco Luis Enrique y otros. BASES PARA UNA POLITICA DE ESTADO EN MATERIA DE EDUCACION SUPERIOR. Ministerio de Educación Nacional. ICFES. Bogotá. 2001
[2] Gómez Víctor Manuel. CUATRO TEMAS CRITICOS DE LA EDUCACION SUPERIOR EN COLOMBIA. Editorial Alfaomega - Universidad Nacional - Ascun. Bogotá. 2000.
[3] Revista Semana, edición N°1244 marzo de 2006
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