En momentos en que se estrena en Francia el film Indigènes (Indígenas) y el presidente francés Jacques Chirac anuncia el aumento de las pensiones de los veteranos de Segunda Guerra Mundial provenientes del antiguo imperio francés, René Naba analiza la imagen que tiene la población francesa sobre los negros africanos y los magrebinos. No queda más remedio que señalar que después de medio siglo de independencia de los pueblos de África y el Medio Oriente, las elites francesas siguen sin abandonar las representaciones colonialistas. [* nombre peyorativo en francés para designar a los habitantes árabes de África del Norte]
Poster de la película «Indígenas» del realizador argelino Rachid Bouchareb, film cinematrográfico histórico que hace descubrir al público francés el rol mayor que jugaron muchísimos árabes del norte de África (Argelia, Marruecos, Tunisia) que enrolándose en el ejército francés contribuyeron a la victoria de este país y su libreación ante la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, mérito nunca reconocido oficialmente. La película «Indígenas» ha desencadenado una polémica en Francia y se ha impuesto como el mejor film del año en el país galo.
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Cuando recibían la orden de lanzarse al asalto de las trincheras enemigas sorteando una lluvia de obuses, asfixiados por los gases letales, en medio de la bruma y el viento de los campos de batalla del noreste de Francia, en el frío glacial de las noches de noviembre, a miles de kilómetros del clima tropical de sus países natales, el aguardiente les servía para estimular su ardor combativo a falta de poder recurrir al patriotismo.
En aquel entonces, la «carne de cañón» se movía con aguardiente [“Gnôle”, en francés popular. Nota del Traductor.]. Por uno de esos subterfugios que sólo explica la razón –pero que no por ello dejan de ser ilustrativos de las creencias de un pueblo, de los resortes sicológicos de una nación y la estatura mental de sus dirigentes–, el último pedido antes del sacrificio supremo –en árabe «Aboul Gnoul», o sea «Dame el aguardiente»– acabó convirtiéndose, por una degradación del pensamiento, en marca del estigma absoluto para aquellos que contribuyeron masivamente, por dos veces y poniendo en peligro sus propias vidas, a la derrota, paradójicamente, de quienes oprimían a sus opresores. La palabra «bougnoule» [Utilizada corrientemente en Francia para referirse despectivamente a los inmigrantes. Nota del Traductor.] tiene su origen en la expresión de esa súplica ante mortem. El término mezclando bajo la misma infamia a todos los “metecos” del Imperio, la carne de cañón de la República, ascendidos a la categoría de defensores ocasionales de la Patria, defensores esenciales de una patrie que siempre quiso sobresalir del conjunto de naciones, que logró resaltar a menudo de forma luminosa [1], a veces de forma repugnante, y que arrastra como grilletes las páginas vergonzosas de su historia, como Vichy, Argelia, la colaboración con los nazis, la delación, la deportación y la tortura; un pasado que ha tratado de expurgar durante decenios y que, de tanto haber tardado en reconocer sus deudas históricas, tendrá que pagar en términos de magisterio moral.
Es extraña la relación que existe entre Francia y su propia memoria, que ata este país a sí mismo, que lo convierte a la vez en la «Patria de las Luces y de los Derechos Humanos» y en patria del Código Negro de la esclavitud, del código de la abominación, de la trata de negros y del desprecio hacia los indígenas. Es extrañamente rara la relación que ata este país a sus aliados de la época colonial, los pueblos colonizados de ultramar. Por dos veces durante un mismo siglo, fenómeno extremadamente raro en la historia, esos soldados de primera línea, vanguardia de la muerte y la victoria, “goumiers” argelinos, “spahis” marroquíes, tiradores tunecinos, senegaleses y sudano-nigerianos, se vieron implicados en conflictos que eran para ellos etimológicamente extranjeros para ser después rechazados, en una especie de catarsis, hacia las tinieblas de la inferioridad, devueltos a su condición subalterna, ser objeto de la represión luego de haber cumplido con su deber, como sucedió repetidamente –lo cual demuestra que no fue simple casualidad– en Sétif (Argelia), en 1945, precisamente el día de la victoria de los Aliados en la 2da Guerra Mundial; en el campamento de Thiarove (Senegal), en 1946, y en Madagascar, en 1947, sin dudas en pago a su contribución al esfuerzo de guerra francés.
Sustituir un yugo por otro, ser diezmado, ya sea en el campo de batalla o por la represión al regresar a la tierra de origen, antes de ser movilizado de nuevo para ayudar a la recuperación económica de la metrópolis, son las consecuencias traumáticas a las que se vieron enfrentados por causa de aquella «pelea de blancos». Era una época en que no se habla de «límite de tolerancia» sino de derramar gran cantidad de sangre. Muchos tributarán su sangre en pleno ardor de la ebriedad alcohólica, sin conocer la de la victoria. Muchos lograrán sobrevivir al infierno de Verdún o al de Monte Cassino sólo para sucumbir ante la angustia de la incomprensión dentro de la multitud de alcohólicos sin nombre. Muchos perderán por ello la razón ante tal aberración del comportamiento. Muchos se sumarán después, mucho después, a la rebelión liberadora que pondrá fin al imperio colonial francés.
Desgastado por las privaciones de una vida breve pero agitada, Lapaye Natoum, valeroso combatiente del ejército de la Unión Francesa, minado por les efectos del alcohol de palma, se derrumbará durante una madrugada del verano de 1961. Mientras yace al pie de un baobab de su ciudad natal de Kaolak, en la región de Sine Salloum, en Senegal, uno de los centros mundiales del aceite de maní, con el que se enriquecieron los puestos coloniales de los negociantes de Burdeos, Lapaye Natou, en un último arranque de orgullo del que yo mismo fui testigo, apostrofó a los presentes: «Soy Lapaye Natou, hombre entre hombres, corazón de león, piel de pantera, hombre que hizo su dawar, del otro lado del mar, en Mediterráneo, en al este Baden Baden. El que me conoce, está bien. El que no, tanto peor». En otros términos, o sea con palabras menos rudimentarias aunque ciertamente menos expresivas, eso querría decir algo así como: «Yo soy Lapaye Natou, un ser humano, valiente y resistente, un hombre que respondió al llamado del deber participando, lejos de su país natal, en todas las guerras de Francia, del Mediterráneo hasta el encuentro de las tropas aliadas en el corazón de Europa. Mi agradecimiento para aquellos que reconocen mi valor y mi desprecio para quienes no tienen en cuenta mi valor ni el de mis semejantes». ¡Cuántas imprecaciones ante esa maldición del destino fueron seguramente proferidas a lo largo de un siglo sin que llegaran a oídos de aquellos a quienes estaban destinadas! ¡Cuánto resentimiento ahogado en el más completo anonimato! ¡Cuánta cólera contenida ante tanta ligereza en el tratamiento de aquellos que Frantz Fanon, que se contaba entre ellos, calificará de «pobres de la tierra» [2]. Son muy pocos los pueblos con una trayectoria tan caótica que no han cultivado una ideología victimaria, sin utilizarla más tarde en su lucha por su aceptación.
Un profesor de gramática de la Universidad Francesa, disciplina en la que los laureados son pocos, hombre que dirigirá más tarde los destinos de su país, Leopold Sedar Senghor, [3], gratificará a esas víctimas mudas de la Historia con el título de «dogos negros de la República». Cuidadosamente trabajada por un orfebre de la semántica para expresar su dolorosa solidaridad con sus hermanos de raza, la fórmula pasará a la posteridad como marca de la escarificación moral de sus cancerberos y de sus herederos morales. «Los dogos negros de la República», cara oculta de la historia de Francia, y su prolongación conceptual, la «negritud», que ese hijo mimado de la francidad forjará como oposición a la identidad de quienes fueran sus amos, serán la palanca liberadora del continente negro, el tema que los movilizará para marchar hacia la independencia. Producto puro de la cultura francesa, uno de los grandes motivos internacionales de satisfacción internacional de Francia, teórico del mestizaje cultural y de la civilización universal, miembro de la Academia Francesa, condiscípulo del presidente francés George Pompidou en el liceo Louis-le-Grand de París, ministro de la República Francesa y uno de los grandes organizadores de la Internacional Socialista, Senghor será, inexplicablemente, el gran olvidado de la elite de los funcionarios franceses llegado el momento de sus funerales en Dakar, el 20 de diciembre de 2001, a los 95 años, al ser reducido por esa elite a un solo aspecto, el de su africanidad, actitud sintomáticamente ilustrativa de la singularidad francesa.
Significado etimológico
En las obras de referencia de la sociedad ilustrada de la elite francesa, el calvario de la despersonalización que vivieron y de su lucha por recuperar su propia identidad y su dignidad se resumen en esta lacónica definición: «Bougnoule, sustantivo masculino que aparece en 1890, significa negro en lengua Wolof (dialecto de Senegal). Utilizado por algunos blancos de Senegal para referirse familiarmente a los negros autóctonos, en el siglo XX este sustantivo se convertirá en un apelativo injurioso que dan los europeos del norte de África a los norafricanos. Sinónimo de “bicot” y de “raton” [El término “bicot”, utilizado comúnmente para designar un cabrito, y el término “raton”, que designa normalmente al mapache, también son utilizados en Francia para referirse despectivamente a los inmigrantes árabes. Nota del Traductor.]». Parca e imprecisa, esta definición sibilina parece bastante lacónica. ¿Qué se esconde tras ella? ¿Ignorancia, indiferencia o un intento de atenuación? ¿Era realmente una expresión familiar? ¿Era resultado de un paternalismo blanco bien intencionado hacia el buen negro, el «buen salvaje»? ¿Qué europeos son esos que proferían apelativos injuriosos? ¿Fueron suecos insultando a los fenicios, ancestros de los cartagineses? ¿De qué planeta venían? ¿En qué era de nuestra Historia fue eso? ¿Quiénes son esos norafricanos, de identidad indefinida, que eran –y siguen siendo– objeto de ese apelativo. El diccionario [4] que ofrece la definición del término “bougnoule” es, sin embargo, de 1979, una época reciente de la historia contemporánea. Se cuidaba mucho de identificar a los magrebinos, cuando habían transcurrido ya 30 años desde la independencia de Argelia, de Marruecos y de Túnez, de nuevo mezclados todos en el mismo saco de su antigua denominación colonial.
Trece años después, en 1996, ese mismo diccionario, cediendo ya sin dudas al espíritu de la época debido a las exigencias de los movimientos asociativos y los éxitos obtenidos por las jóvenes generaciones descendientes de inmigrantes, ofrecerá una definición lacónica de estilo telegráfico que no logra ocultar los puntos de contacto: «familiar, peyorativo, insulto racista/ 2 magrebinos, árabes» sin precisar si se trataba de injurias racistas dirigidas a árabes y magrebinos o de insultos proferidos entre árabes y magrebinos.
Evolución semántica
Un deslizamiento semántico del término “bougnoule” tendrá lugar al cabo del tiempo para englobar, más allá del norte de África, en toda Francia, a todos los «melanodermos», «los arabo-bereberes y negro-africanos» que tanto estimaba Senghor, para anclarse de una vez y por todas en lo más profundo de la conciencia como marca indeleble del más absoluto desdén mientras que, de forma paralela y por extensión del término “raton”, que constituye un sinónimo, el habla popular designaba como «ratonnade» la técnica de represión policial basada en las características raciales.
Lejos de tener un carácter casuístico, el análisis del contenido es un factor de clarificación semántica y sicológica, forma parte de un proceso de seguimiento de «la parte que no se menciona» de la conciencia nacional a través de un viaje por los meandros de la imaginación francesa. El tema sigue siendo tremendamente tabú en Francia y los manuales escolares, al igual que los debates públicos, lo evitan cuidadosamente. Como un espasmo, surge periódicamente a causa de reminiscencias desafortunadas. ¿Acaso tiene Francia tanto miedo de que «una sangre impura haya alimentado sus campos» [Referencia proveniente de la letra de La Marsellesa, el himno nacional francés. Nota del Traductor.] que se cree obligada a exorcizar esa idea? ¿En verdad Cree en verdad en la realidad de la «sangre impura», sin embargo tan abundantemente solicitada en los campos de batalla de Champagne y las Ardenas, de Bir Hakeim, de Tobruk, de Cufra y tantos otros? [5]
Lejos de contribuir a una hiperamnesia culpabilizadota, el debate se hace inevitable, tanto en lo tocante a la contribución de los «pueblos de piel oscura» a la liberación del suelo francés como sobre su aporte al ascendente del que goza el país al que llegaron. No tanto por afición a la polémica sino como misión de recuperación de la memoria de Francia mediante la reconstrucción del eslabón perdido, esta unión de los «hilos visibles que relacionan a los individuos con su entorno, la realidad de la Historia» [6], una medida de profilaxis social sobre esos baldones coloniales que, precisamente por que haber sido mantenidos en la sombra, pueden ayudar a aclarar los repetitivos errores de Francia, como –¿se trata acaso de una simple hipótesis de escuela?– la relación entre la amnesia sobre los «crímenes de oficina» cometidos en 1940-44 y la imperial impunidad de la clase político-administrativa en los escándalos financieros de finales del siglo XX, o la correlación entre la estampida de la elite burocrática de 1940 y el desmoronamiento de la elite de los altos funcionarios contemporáneos.
Vergonzosa realidad que durante tanto tiempo fue negada e incluso refutada por una especie de pecado de orgullo, el mantenimiento de una pose despectiva e irresponsable –la singular «teoría del fusible a la francesa»– y de una ideología protofascista propia de una parte de la cultura francesa acabarán imponiéndose con toda su crueldad durante las elecciones presidenciales de 2002 poniendo a los franceses ante la infame disyuntiva de escoger entre un «estafador» y un «fascista» [7], entre un «supermentiroso» y un «superfascista» [8], dos septuagenarios veteranos políticos de la época de la guerra fría que han estado en la primera línea de la escena política durante cerca de 40 años, los dos candidatos de mayor edad, los más ricos y los más desprestigiados entre todos los competidores, mutuamente fortalecidos en el marco de una campaña centrada en el tema de la seguridad, el heredero del gaullismo transformado en el mercantilismo más desenfrenado [9] ante el heredero de un vichysmo idealizado por un ex torturador de la guerra de Argelia.
El primero, Jacques Chirac, autor de una fórmula chovinista de demagogia depurada sobre los «ruidos y olores» de las familias inmigrantes que lastran a la seguridad social con su tendencia a tener demasiados hijos. El segundo, Jean-Marie Le Pen, autor de una frase totalmente abominable sobre el «Durafour crématoire (...) point de détail de l’Histoire» [Juego de palabras intraducible entre el apellido del historiador francés Durafour y la palabra francesa “four”, que significa “horno”. Jean-Marie utilizó ese juego de palabras refiriéndose a los hornos crematorios de los campos de concentración nazis al afirmar que su existencia era un simple “point de détail de l’Histoire” o “detalle histórico”. Nota del Traductor]. «Una de las mayores estupideces democráticas de la historia contemporánea de Francia» [10], según escritor indo-británico Salman Rushdie, la primera consulta popular a escala popular del XXI revelará a los asombrados franceses y al mundo la descomposición moral de un país que se precia de impartir lecciones a los demás y el descrédito de su elite no menos arrogante, pero incapaz de asumir, al término de un poder monopolizado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, en el plano económico, la mutación postindustrial de la sociedad francesa, en el plano sociológico, su mutación postcolonial, en el plano de su opinión nacional, su mutación sicológica, síntoma del evidente fracaso de la política de integración de su componente afromusulmán.
«Si una Francia de 45 millones de habitantes se abriese ampliamente, sobre la base de la igualdad de derechos, para admitir 25 millones de ciudadanos musulmanes, aunque estos carezcan en gran parte de cultura, el país no estaría dando un paso más audaz que aquel al que debe Estados Unidos el no haber seguido siendo una simple provincia del mundo anglosajón», profetizaba, ya en 1955, Claude Levi-Strauss en un sorprendente resumen de la problemática postcolonial en la que desde hace medio siglo se debate la sociedad francesa [11].
Francia no podría ser el basurero de Europa, pero los árabes, ni tampoco los africanos, tampoco aceptarían ser los chivos expiatorios de todos los males de la sociedad francesa. La Historia está incompleta si le falta el testimonio de los perdedores. El racionalismo cartesiano, consecuencia simbiótica de la inteligencia ateniense y del orden romano, quintaesencia del espíritu crítico, engendró así monstruosidades en sus momentos de adormecimiento. Ningún país está al abrigo de cometer tales errores ante los cambios de la historia y la ingratitud parece ser una ley cardinal de los pueblos para garantizar su propia supervivencia. Pero la excepción francesa tan altamente reivindicada de una nación que proclama su grandeza entra a veces en contradicción con una cultura de la impunidad y de la amnesia, una cultura convertida en dogma de gobierno y, como tal, incompatible con la deontología de la autoridad y los imperativos de la ejemplaridad.
[1] Valmy, primera victoria militar de la República Francesa, obtenida en 1792 bajo el mando de los generales Dumouriez y Kellermann, en la localidad francesa del mismo nombre, inspiró a Goethe la siguiente exclamación: «Hoy y en ese lugar comienza una nueva era en la historia mundial».
[2] Siquiatra y revolucionario de origen martiniqués, especialista del fenómeno de la despersonalización relacionada con la situación colonial, representante diplomático de los independentistas argelinos ante las instancias internacionales. Autor de Peau noir, Masques blancs, 1952, Les Damnés de la terre (1961) y Pour la Révolution Africaine (1969).
[3] Fallecido a los 95 años, el 20 de diciembre de 2001, Leopold Sedar Senghor fue primer presidente de la República de Senegal (de 1960 a 1980). Ni el presidente neogaullista Jacques Chirac ni el primer ministro socialista Lionel Jospin asistieron a sus funerales lo cual les valió fuertes críticas por parte de la prensa contra aquella «falta injustificable».
[4] Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française. Le Petit Robert/ Tome 1, Société du nouveau Littré. 1979. página 205.
[5] La Marsellesa, himno nacional de Francia, menciona la sangre impura que el pueblo derrama en la defensa de su tierra, en oposición a la sangre azul de la nobleza que se alió a las monarquías extranjeras para aplastar la Revolución.
[6] Lise Sourbier-Pinter, responsable de misión en el Estado Mayor de las tropas terrestres de las fuerzas armadas de Francia. Entrevista al diario Libération, sábado 14-domingo 25 de julio de 2001, «Le 14 juillet symbole d’intégration des différences».
[7] «Escroc contre Facho», cf. Le Canard enchaîné n° 4252, 24 de abril de 2002.
[8] «La gauche orpheline se résigne à avaler la couleuvre Chirac», por Marie Joëlle Gros y Julie Lasterade, cf. diario Libération del 3 de mayo de 2002.
[9] cf.Noir Chirac de François-Xavier Verschave, Éditions les Arènes, marzo de 2002, Les Gaullistes et l’argent, un demi siècle de guerres intestines por Philippe Madelin, éd. L’Archipel 2001, asó como Rafic Hariri, un homme d’affaires premier ministre de René Naba, éd.L’Harmattan, noviembre de 2000.
[10] «En France, des illusions dangereuses», por Salman Rushdie, autor de los Versos Satásnicos cf. diario Libération 30 de abril de 2002, páginas «Rebonds».
[11] Claude Lévi-Strauss Tristes tropiques. Esta obra del etnólogo francés se publicó en 1955, cf. «États d’âme» por Bertrand Poirot-Delpech, Le Monde 30 de abril de 2002.
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