Los medios de prensa han presentado la posible proclamación unilateral del Estado palestino por parte de Mahmud Abbas como un intento de resolver el conflicto israelí-palestino forzando la conclusión del mismo. Virginia Tilley subraya la falsedad de esa afirmación. El presidente de facto de la Autoridad Palestina pretende hacer en realidad lo que Israel quisiera concretar pero no puede: crear un bantustán para completar el sistema de apartheid.
La Unión Europea, Estados Unidos y otros la han rechazado como «prematura», pero goza de apoyo proveniente de todas partes, como periodistas, universitarios y militantes de ONGs e incluso líderes de la derecha israelí (ver más abajo). El papel de catalizador parece estarlo haciendo el asco o el simple cansancio al que dado lugar el fraudulento «proceso de paz» y el argumento se parece más o menos a lo siguiente: ya que no podemos obtener un Estado por la vía de la negociación, simplemente vamos a proclamar la independencia e Israel tendrá que lidiar con las consecuencias.
Pero no resulta exagerado el señalar que esa idea, aunque bien intencionada por parte de algunos, es portadora del más evidente peligro de toda la historia del movimiento nacional palestino ya que amenaza con encerrar las aspiraciones palestinas en un callejón sin salida político del que quizás nunca lograrían salir. La ironía es, en efecto, que a través de ese acto la Autoridad Palestina se apropia –y proclama incluso como un derecho– precisamente la misma fórmula sin salida que el Congreso Nacional Africano (ANC, siglas en inglés) combatió sin descanso [en Sudáfrica] durante décadas justamente porque la dirección del ANC estimaba que sus consecuencias serían desastrosas. Esa fórmula se resume en una zona palabra: Bantustán.
Resulta cada vez más peligrosa para el movimiento nacional palestino su poca comprensión de lo que fueron los bantustanes sudáfricanos. Aunque han oído hablar de ellos, la mayoría de los palestinos imaginan los bantustanes como enclaves territoriales donde estaban obligados a residir los sudafricanos negros que, además, no gozaban de derechos políticos y vivían en la miseria.
Esa es la visión parcial que arrojan los comentarios de Mustafá Barghuthi en el Centro de los Medios Wattan de Ramala, donde advirtió que Israel quería confinar a los palestinos en bantustanes pero se pronunció después por una declaración unilateral de independencia palestina dentro de las fronteras de 1967 –a pesar de que los bantustanes fueron concebidos como «Estados» nominales sin verdadera soberanía.
Los bantustanes del apartheid sudafricano no sólo eran enclaves territoriales cerrados destinados a los negros. Eran la «gran» fórmula final gracias a la cual el apartheid esperaba sobrevivir, o sea que eran Estados independientes destinados a los negros sudafricanos que –como ya lo habían comprendido los estrategas blancos del apartheid– iban seguir rechazando por siempre la permanente negación de la igualdad de derechos y del derecho al voto que requería el mantenimiento de la supremacía blanca en Sudáfrica.
Según lo previsto por los arquitectos del apartheid, los 10 bantustanes estaban concebidos para corresponder aproximadamente a ciertos territorios históricos asociados a los diferentes «pueblos» negros, lo cual debía justificar que se les calificara como Homelands. Ese término oficial indicaba su función ideológica, que debía consistir en manifestarse como territorios nacionales y finalmente como Estados independientes para los diferentes «pueblos» negros africanos (definidos por el régimen) y garantizar así a la supremacía blanca un futuro feliz en el Homeland «blanco», que sería todo el resto de Sudáfrica.
El objetivo del traslado forzoso de millones de negros hacia aquellos Homelands se enmascaraba así con un barniz progresista: [la creación de] 11 Estados que vivieran pacíficamente uno junto al otro. ¿No les parece haber oído eso? La idea consistía en conceder primeramente «la autonomía» a los Homelands cuando estos alcanzaran cierta capacidad institucional y recompensar posteriormente ese proceso mediante la declaración/concesión de una soberanía como Estado.
Para el gobierno del apartheid el desafío consistía entonces en convencer a las élites negras «autónomas» para que aceptaran la independencia dentro de aquellas ficciones territoriales, lo cual liberaría permanentemente al gobierno blanco de toda responsabilidad en cuanto a los derechos políticos de los negros. Para lograrlo, el régimen de apartheid seleccionó y sembró «líderes» en los Homelands, donde floreció inmediatamente una buena camada de cómplices (los habituales arribistas y aprovechados) que se posicionaron en el lucrativo sistema de privilegios financieros y de redes de amiguismo que el gobierno blanco cultivaba cuidadosamente. Esto último también debe sonar familiar.
No importaba que los territorios de los Homelands estuvieran fragmentados en pequeñas porciones de tierra ni que carecieran de recursos esenciales que pudiesen permitirles evitar convertirse en simples cisternas de mano de obra empobrecida. En efecto, la fragmentación territorial de los Homelands, a pesar de ser un grave impedimento, no tenía importancia para el Gran Apartheid. Los ideólogos del apartheid explicaban al mundo entero que cuando todas aquellas «naciones» vivieran seguras en Estados independientes, las tensiones se aplacarían, florecerían el comercio y el desarrollo, los negros iban a sentirse libres y felices, y la supremacía blanca estaría así garantizada.
La parte difícil del plan era lograr que incluso las mismas élites negras estuviesen de acuerdo en declarar su propia independencia dentro de los límites de territorios «nacionales» que evidentemente no gozarían de ninguna forma significativa de soberanía sobre las fronteras, los recursos naturales, el comercio, la seguridad, la política exterior ni el agua. Repito: ¿No les parece esto conocido? Aquello solamente se logró en 4 Homelands, mediante diferentes dosis de corrupción, de amenazas y de otros «estímulos».
Fuera de esos casos, los negros sudafricanos se negaron y el mundo rechazó de plano aquel complot. El único Estado que reconoció los Homelands fue… ¡Israel! Pero los Homelands cumplieron un objetivo. Deformaron y dividieron los objetivos políticos de la población negra, crearon terribles divergencias internas y costaron miles de vidas al ANC y a las demás formaciones políticas que los combatieron. Los últimos cruentos combates de la lucha contra el apartheid se desarrollaron precisamente en los Homelands, dejando amargas secuelas que han llegado hasta nuestros días.
Hoy en día, la principal ironía de la situación de los palestinos es que la misión más urgente del apartheid en Sudáfrica –lograr que los pueblos autóctonos declarasen por separado su independencia dentro de los enclaves no soberanos– fracasó finalmente con la gran rebelión de los negros que acabó con el apartheid, mientras que la dirección palestina no sólo se dirige directamente hacia esa misma trampa, sino que además aspira a ella.
No están claras las razones por las que la dirección de la Autoridad Palestina de Ramalá y otras más quieren caer en esa trampa. Quizás ayudaría a las «conversaciones de paz» el que esos contactos se redefiniesen como negociaciones entre dos Estados, en vez de tratarse de condiciones previas para la formación un Estado. Al declarar la independencia la ocupación israelí podría considerarse como una invasión, legitimar la resistencia y dar lugar a una intervención de diferente carácter y más eficaz por parte de la ONU. O daría quizás a los palestinos mayor peso político en la escena mundial –o garantizaría al menos a la Autoridad Palestina un (miserable) año más de vida.
Las razones que hacen que una rápida ojeada a la experiencia sudafricana de los bantustanes no haya bastadp para disipar esas confusas ilusiones tienen que ver quizás con dos diferencias fundamentales que tienden a sembrar la confusión en el proceso de comparación, porque Israel evitó dos errores que fueron esenciales en el fracaso de la estrategia sudafricana de los Homelands. En primer lugar, Israel no cometió el error inicial [del régimen racista] sudafricano de nombrar a los «líderes» que iban a dirigir el «gobierno interino» del Homeland autónomo palestino.
En Sudáfrica ese error inicial hizo [ver de forma] demasiado evidente que se trataba de regímenes fantoches y reveló la ilegitimidad de los territorios «nacionales» negros, enclaves raciales artificiales. Gracias a la observación del fracaso [del racismo] sudafricano y después de haber aprendido la lección de su propio fracaso del pasado con la Liga de las Poblaciones y con otros experimentos, Israel trabajó más bien con Estados Unidos para instrumentar el proceso de Oslo, no sólo para traer de nuevo a los territorios ocupados a la dirección exilada de la Organización de Liberación de Palestina (OLP) y a su presidente Yaser Arafat sino también para permitir «elecciones» (bajo la ocupación) que debían dar un excitante barniz de legitimidad a la «autoridad interina autónoma» palestina.
Una de las más tristes tragedias del actual escenario es que Israel haya logrado manipular tan hábilmente en contra de palestinos la noble aspiración democrática de los propios palestinos, concediéndoles la ilusión de un verdadero gobierno democrático autónomo dentro del territorio del que todo el mundo se da cuenta ahora que siempre estuvo secretamente destinado a ser un Homeland.
Y ahora, Israel ha encontrado la manera de evitar el segundo error fatal del racismo sudafricano, que fue declarar los Homelands negros «Estados independientes» en territorios no soberanos. En [el caso de] Sudáfrica todo el mundo percibió el carácter obviamente racista de esa estratagema, que fue universalmente condenada. Es evidente que si Israel se hubiese presentado en la escena internacional diciendo «así como están, ustedes son ahora un Estado», los palestinos y todos los demás pueblos habrían rechazado de plano la declaración como una cruel farsa. Pero lograr que sean los propios palestinos quienes declaren la independencia ofrece precisamente a Israel la salida que no tuvo el régimen racista sudafricano: la aceptación voluntaria por parte de los indígenas de la independencia dentro de un territorio no soberano, sin la posibilidad política de modificar sus límites territoriales y sin ningún atributo esencial para su existencia.
Esa es la píldora de la muerte política que el apartheid sudafricano nunca logró hacerle tragar al ANC.
Son variadas las reacciones israelíes. El gobierno no parece entusiasmado y ha proclamado su «alarma», el ministro de Relaciones Exteriores Avigdor Lieberman amenazó con la adopción de represalias unilaterales (sin dar más precisiones) y varias representantes del gobierno viajaron a diferentes capitales para comprobar que se produjera un rechazo internacional.
Pero las protestas israelíes pudieran no ser otra cosa que un engaño. Pudiera tratarse de una táctica para hacer creer a los patriotas palestinos preocupados que una declaración unilateral de independencia no beneficiaría a Israel, para disipar las sospechas. Otra táctica consiste en apaciguar las protestas del sector obtuso del electorado de derecha del Likud, que considera que «Estado palestino» es una mala palabra. Más honesta pudiera ser la reacción del ex miembro del partido Kadima Shaul Mofaz, un halcón a quien es absolutamente imposible imaginar favoreciendo un porvenir estable y próspero para los palestinos.
Los periodistas israelíes de derecha oscilan entre los editoriales que denigran y los que tranquilizan, argumentando que una soberanía unilateral carece de importancia ya que no cambia nada (lo cual está cerca de la verdad). Por ejemplo, el primer ministro Benjamín Netanyahu amenazó unilateralmente con anexar los bloques de colonias de Cisjordania si la Autoridad Palestina proclama la independencia, pero eso es algo que Israel iba a hacer de todas formas.
En el bando de los sionistas liberales, Yossi Sarid acogió el plan calurosamente y Yossi Alpher lo hizo con prudencia. Los escritos de ambos sugieren la misma frustración final en cuanto al «proceso de paz», al igual que la admisión de que quizás se trate de la única posibilidad de salvar el sueño –cada vez más frágil– de un simpático Estado judío liberal y democrático. Esto se parece a algo que pudiera ser del gusto de los palestinos –por lo menos lo suficiente como para que la conciencia de los sionistas liberales se libere de todo sentimiento de culpa en cuanto a las historias de expulsión y de exilio de los palestinos. También en Sudáfrica hubo liberales blancos bien intencionados que deseaban fervorosamente que funcionara el sistema de los Homelands negros.
Otros periodistas se pronuncian inteligentemente a favor de la independencia unilateral haciendo comparaciones con ejemplos mal escogidos –Georgia, Kosovo e incluso el propio Israel–, ejemplos que citan como «pruebas» de que se trata de una buena idea. Pero Georgia, Kosovo e Israel presentaban perfiles completamente diferentes en política internacional así como historias totalmente diferentes a la de Palestina, por lo que tales comparaciones no son otra cosa que simples muestras de holgazanería intelectual. La comparación que se hace evidente está en otro país y las lecciones muestran una enseñanza totalmente opuesta: para un pueblo débil y aislado, que nunca ha tenido un Estado y que no cuenta con un poderoso aliado internacional, declarar o aceptar una «independencia» dentro del límite de enclaves que ni siquiera son contiguos ni soberanos sino que se encuentran rodeados y bajo el control de una potencia nuclear hostil sólo puede sellar su destino.
En realidad hasta el más somero análisis demuestra rápidamente que una declaración unilateral de independencia convertirá la imposible situación actual de los palestinos en algo permanente. Como dijo Mofaz, una declaración unilateral de independencia permitirá la continuación de las conversaciones sobre un «estatuto final». Lo que no dijo es que esas conversaciones ya no tendrían objetivo alguno porque la ventaja palestina se reduciría a nada. Como señalaba recientemente el historiador del Medio Oriente Juan Cole, la última carta que pueden utilizar los palestinos –su verdadero llamado a la conciencia mundial, la única amenaza a la que pueden recurrir ante el statu quo israelí de ocupación y colonización– es su condición de apátridas [de pueblo sin tierra]. La dirección de la Autoridad Palestina de Ramalá ya desechó todas las demás cartas.
Ahogó la oposición popular, suprimió la resistencia armada, dejó cuestiones tan vitales como la del agua en manos de «comisiones mixtas» en las que Israel tiene un derecho de veto, atacó salvajemente al Hamas porque ese movimiento insistía en cuestionar las prerrogativas de Israel, y en general hizo todo lo posible por complacer al ocupante, mantener el patrocinio internacional (dinero y protección) y solicitar el prometido regreso (¿conversaciones?) que no acaba de concretarse. Pero para cualquiera que observe ese escenario desde el exterior –y para muchos de quienes lo observan desde adentro– resulta cada vez más evidente que todo ha sido desde siempre una farsa. Para empezar, las potencias occidentales no operan como los regímenes árabes.
Cuando usted hace todo lo que Occidente le exige, esperará luego en vano por los favores esperados ya que la potencia occidental pierde entonces todo interés en seguir negociando cuando usted y simplemente corta con usted.
Pero lo más importante es que la comparación con el caso de Sudáfrica ayuda a aclarar por qué los ambiciosos proyectos de pacificación, de «construcción de instituciones» y de desarrollo económico en los que se han embarcado de todo corazón la Autoridad Palestina de Ramalá y el primer ministro Salam Fayyaad no están realmente vinculados a la «construcción de un Estado» sino que más bien imitan, con una similitud y una lógica aterradoras, las políticas y las etapas sudafricanas de la construcción de los bantustanes/Homelands.
El proyecto de Fayyad de lograr la estabilidad política a través del desarrollo económico es en realidad el mismo proceso abiertamente institucionalizado en la política sudafricana de los Homelands bajo el lema de «desarrollo separado». Lo que ya quedó demostrado durante la experiencia sudafricana es que en condiciones de tanta vulnerabilidad ningún gobierno puede tener poder real y que el «desarrollo separado» equivale a dependencia extrema, a vulnerabilidad y a disfunción permanentes. Esa es la lección más importante del caso sudafricano, lección que está siendo peligrosamente ignorada en Palestina aún cuando todos los síntomas están presentes, lo cual ha sido admitido por el propio Fayyad de forma repetida y cada vez con más frustración. Declarar la independencia no resolverá el problema de la fragilidad palestina sino que la hará más evidente.
Además, cuando el «desarrollo separado» se estanque en Cisjordania, lo cual es inevitable, Israel se verá ante una insurrección palestina. Israel necesita por lo tanto establecer un último punto de apoyo que le permita garantizar la soberanía judía antes de que eso suceda. La declaración de un «Estado» palestino reduciría entonces el problema a un simple diferendo fronterizo entre dos bandos supuestamente iguales.
En los pasillos del parlamento israelí, los estrategas políticos de Kadima y los sionistas liberales están seguramente en vilo en este momento, durante el tiempo libre que les dejan los constantes mensajes que seguramente están enviando de forma indirecta a Ramalá estimulando ese paso y prometiendo amistad, contactos privilegiados y grandes ventajas. Y es que todos ellos saben lo que está en juego, saben lo que todas las páginas de opinión de los grandes medios de prensa y lo que todas los blogs de los estudiosos han estado diciendo últimamente: que la solución de los dos Estados está muerta y que Israel se encontrará pronto ante una lucha antiapartheid que destruirá inevitablemente el poder del Estado judío. Eso implica que una declaración unilateral de independencia por parte de la Autoridad Palestina que reviviera una solución de dos Estados –a pesar de los evidentes absurdos de la bantustanización– representaría ahora la única posibilidad de preservar el poder del Estado judío, porque es a la vez la única manera de poner en crisis el movimiento antiapartheid que anuncia la condena de Israel.
La comparación con los bantustanes sudafricanos es tan peligrosa que ha sido descartada hasta este momento, tratada como una cuestión secundaria, e incluso como una exótica ilusión de los especialistas, por quienes luchan contra el hambre en Gaza y por humanizar el cruel sistema de muros y barricadas para llevar ayuda a quienes enfrentan la muerte. La inesperada iniciativa seria de la Autoridad Palestina de Ramalá tendiente a la proclamación de un Estado independiente dentro de un territorio no soberano debe llevar imperiosamente a una nueva comprensión colectiva de que se trata de una cuestión terriblemente pragmática.
Ha llegado el momento de prestar más atención al verdadero significado de la palabra «bantustán». El movimiento nacional palestino sólo puede esperar que alguien, dentro de sus filas, trate de hacerlo tan seriamente como ya lo ha hecho Israel, antes de que sea demasiado tarde.
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