La mañana de ese día se había iniciado con una marcada sensación de intranquilidad para todos los habitantes de San Juan, un pequeño, aunque acogedor, pueblecito de la costa norte. Nadie sabía por qué, pero todos llevaban en sí un extraño sentimiento de intranquilidad.
A pesar de esta rareza, nadie olvidó que por la tarde la función de matinée –única por entonces– del circo visitante comenzaría a las cuatro. Era una especie de “sacada de vuelta” a la mala impresión que reinaba ese día en el ambiente, lo que evitaba respirar con tranquilidad. Además, en este circo (que por disposición del alcalde sanjuanero se erguía modesto, pero con buen aspecto y llamativa imagen, algo alejado de la comunidad) se ofrecía entretenimiento asegurado por la calidad y novedad de su presentación. Mas de entre todos los números, resaltaba el arte histriónico y elocuente de la payasa del circo: una mujer que parecía llevar en sí la síntesis de todas las mujeres y de ninguna a la vez, pero que trabajaba en ese oficio con pasión desde hacía buenos años. Su espectáculo era nada común. Primero por tratarse de una mujer encarnando y segundo por el mensaje de su escena: jocosa, pero de contenido realista y, sobre todo, moral. Esto gustaba a la gente. Los alejaba, aunque sea por unos momentos, de los diarios problemas, de la realidad del campo y sus vicisitudes. Y así como los hacía reír, también los hacía reflexionar.
Nadie sabe hasta hoy qué pasó, pero una media hora antes del inicio de la función, el circo fue hecho presa del fuego. Preocupado por el avance de las llamas por los pastizales secos del campo que se extendían hasta la comunidad, el dueño del circo envió al pueblo a su famosa payasa, que ya estaba lista para la actuación, a pedir auxilio.
Una vez que llegó allá para cumplir su cometido, la payasa gritaba “¡Auxilio! ¡Auxilio...! ¡El circo se quema y el fuego avanza por los pastizales...!”. Pero los pobladores creyeron que se trataba de un espectacular truco para lograr que más gente asistiera a la función que estaba a punto de empezar. Se reían y hasta aplaudían a la payasa, mientras ella se desgañitaba cada vez más y, entrando en pánico, agudizaba su pedido de auxilio acompañada ahora de llanto, intentando explicar que no era broma lo que ella decía, que esto era serio y que necesitaba la ayuda de todos. Pero seguían sin escucharla.
Para cuando los pobladores reaccionaron, toda acción fue en vano, porque, así como el circo, el mismo pueblo fue devorado por el incendio. Nada se pudo hacer. Pudo más el atuendo y la condición de ser mujer.
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