Aplaudamos, celebremos, acumulemos brindis, lancemos fuegos de artificio y entonemos himnos: la democracia ha llegado a América Latina. Y, luego, una vez pasada la ebriedad, analicemos con cuidado lo que significa: la democracia latinoamericana del siglo XX es, en esencia, una democracia de partidos. Sin el apoyo de éstos resulta prácticamente imposible que un candidato tenga posibilidades de ganar una elección (e incluso hay países, como México, que lo prohíben). Son los partidos, pues, quienes compiten y se reparten el poder. Pero una auténtica democracia no sólo debería regular la competencia entre los partidos, sino la vida interna de éstos, así como los mecanismos que emplean para elegir a sus candidatos. Y es aquí donde América Latina enfrenta un desafío monumental: una cosa es que, después de tantas décadas de autoritarismo, los ciudadanos al fin puedan votar –y confiar en que su voto se respete-, y otra es que sepan la forma como han sido seleccionados los hombres que figuran en las boletas o a qué intereses sirven.
A diferencia de quienes aspiran a convertirse en presidentes, gobernadores o alcaldes, cuyos méritos y defectos resultan inocultables ante el escrutinio público, quienes figuran en las listas para diputados, senadores o regidores rara vez son conocidos por los votantes. Mientras que en lugares como Estados Unidos los congresistas se ven obligados a responder en primera instancia ante sus comunidades –lo cual los lleva con frecuencia a desafiar a sus dirigencias nacionales o a votar iniciativas en contra de sus convicciones-, en América Latina los legisladores no suelen ser sino burócratas al servicio de los partidos. En esta medida, no constituyen un auténtico contrapeso al ejecutivo y, más que representar los intereses de los ciudadanos, protegen los de sus respectivos grupos. La democracia deviene, así, partidocracia: el gobierno de los partidos para los partidos y por los partidos, que rara vez se sienten obligados a rendir cuentas frente a los ciudadanos.
De hecho, buena parte de los partidos latinoamericanos no son sino negocios. Excelentes negocios. Alimentados con los recursos de los contribuyentes y las prebendas que obtienen gracias a apoyar tal o cual proyecto de ley, muchos partidos prosperan aun si carecen de programas o ideas claras sobre los asuntos públicos. Decenas de pequeñas organizaciones, que resultarían irrelevantes si no fuese por la necesidad que tienen los mayores de pactar con ellas, florecen en el bien abonado terreno de la contienda electoral. Insisto: basta observar de dónde provienen sus votos, la manera como apoyan ora la iniciativa de un partido, ora la de su rival, para apreciar su condición de empresas electorales.
El Partido Verde Ecologista de México (PVEM) es notorio en este sentido, aunque abundan casos similares en toda América Latina. Escoja usted un nombre atractivo –y qué mejor que la lucha ecológica, tan bien posicionada-, realice un mínimo trabajo de campo para obtener ese porcentaje de firmas o votos que exige la ley para asegurar su registro, y habrá obtenido una franquicia inmejorable. A partir de ese momento puede usted dedicarse a posicionarla y explotarla, vendiendo su apoyo al mejor postor. Felicidades: negocio redondo. En las últimas dos elecciones federales, el Partido Verde no ha presentado un candidato propio –para qué malbaratar su rentabilidad política- y se ha limitado a aliarse primero con el PAN y luego con el PRI, alcanzando un número de diputados que le permitió seguir elevando su precio. (En las elecciones intermedias de 2009, el PVEM modificó su estrategia: contrató a una estrellita de telenovela para que defendiera con su bello e inocente rostro, su iniciativa de aprobar la pena de muerte. Oyó usted bien: el único partido verde del mundo que apoya la pena de muerte.)
Un caso todavía más escandaloso: la “parapolítica” colombiana. Los parlamentarios al servicio de paramilitares –o de directamente los narcotraficantes- no han cesado de salir a la luz durante el gobierno de Alvaro Uribe, incluyendo a destacados miembros de su propia formación política (e incluso de su familia), demostrando que el crimen organizado se infiltra cada vez con mayor fuerza en la vida partidista. La narcopolítica como nuevo paradigma de nuestro tiempo: lobbystas que garantizan la impunidad de sus jefes y que, podemos suponer, encabezan los movimientos contra la legalización de las drogas.
¿A quién sirven los partidos políticos latinoamericanos? ¿A los ciudadanos? Rara vez. Más bien a sí mismos y a los grupos económicos que los amparan. En cualquier sistema político, los participantes compiten por el poder y son capaces de hacer cualquier cosa con tal de preservarlo –Maquiavelo dixit- pero, al menos en teoría, la democracia representativa debería contar con recursos que obliguen a los contendientes a someterse al escrutinio público. Pero cuando los partidos se hallan desconectados del resto de la sociedad, su competencia se reduce a una simple batalla por el poder (y el dinero), ajena al bienestar común. Si a ello se suman opiniones públicas débiles y medios de comunicación poco dispuestos a proteger el interés general, las democracias latinoamericanas se transforman en jugosas arenas donde los distintos grupos económicos y políticos, tanto legales como ilegales, defienden sus propios intereses a través de los partidos. Y nada más.
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Partidos S.A. — El insomnio de Bolívar,
por Jorge Volpi,
pp. 118-121,
Editorial Sudamericana 2009
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