Entre la demagogia que rezume a borbotones el proyecto (contra) reformador de Enrique Peña Nieto se escapan las verdades lacerantes que sus promotores y sus publicistas no logran dulcificar con los placebos de su retórica fatua, con el objeto de que la población las trague plácidamente. En su “conjura contra la nación”, siempre tratan de “engañarla con los mismos eufemismos y argumentos insostenibles”, como diría Manuel Bartlett.

Para tratar de justificar el nuevo ciclo neoliberal reprivatizador de los sectores estratégicos de la nación: el energético, las telecomunicaciones, la infraestructura, su apertura al pillaje indiscriminado por parte del empresariado local y foráneo, su trasnacionalización, los peñistas no han dudado en emplear la desgastada y desacreditada verborrea escuchada durante los gobiernos priístas y panistas desde el periodo de Miguel de la Madrid.

De la Madrid inició el proceso de demonización ideológica del Estado al responsabilizarlo de todos los males del país, para luego proceder políticamente al desmantelamiento de su estructura económica-social: el recorte del gasto (corriente, social y de inversión) y la reducción de la administración central: la asfixia presupuestal de las empresas paraestatales, el alza de sus precios y servicios para compensar dicho castigo, complementado con la mutilación de los subsidios que beneficiaban a la población, la agudización de su saqueo fiscal (como es el caso de Petróleos Mexicanos, Pemex), su desaparición y venta en turbios procesos (ingenios, intermediarios financieros, Imevisión, Teléfonos de México, etcétera), la reprivatización de sectores vitales propiedad de la nación (la petroquímica, por ejemplo), de dominio directo, inalienable e imprescriptible, resguardados por el Estado, bajo la coartada de que no eran del interés público. Carlos Salinas de Gortari lo ahondó con el subterfugio de su “modernización” neoliberal y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

El nuevo Porfirio Díaz-Salinas y su José Ives Limantour-Pedro Aspe (los gurús de Enrique Peña y Luis Videgaray), por la puerta trasera, por encima de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, con la legislación secundaria, el reglamento de 1989, la Ley de Inversión Extranjera de 1973 y la sustitución de ésta por la de noviembre de 1993, franquean el paso al capital foráneo, una de las piezas centrales del nuevo proyecto que cumple al menos tres funciones: financiar al modelo (complementar la inversión interna pública y privada; aportar las divisas para corregir el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos y reforzar las reservas internacionales del banco central), mantener la estabilidad de la moneda (vital para la desinflación) e integrar (subordinar) la economía mexicana a la estadunidense, al ofrecerles un trato nacional y de nación más favorecida sin una correspondencia similar más allá del papel. La reglamentación abre las puertas del mercado financiero (bolsa, banca y otros). La ley, las puertas de la economía, con algunas áreas estratégicas reservadas al Estado (petróleo y demás hidrocarburos, petroquímica básica y electricidad, entre otras) y al sector privado (radiodifusión y televisión, distintos de televisión por cable, comercio al por menor de gasolina y distribución de gas licuado de petróleo; hasta el 51 por ciento en instituciones de seguros y de fianzas, casas de cambio, administradoras de fondos para el retiro, pesquerías, puertos). Salvo esas excepciones, temporales porque los gobiernos subsecuentes se encargan de eliminarlas gradualmente, todo es terreno virgen de conquista y de rapiña: la inversión en los sectores agropecuarios, la minería, la industria, los servicios (entre éstos se permiten en la telefonía celular, la construcción de ductos para la transportación de petróleo y sus derivados y la perforación de pozos petroleros y de gas), las coinversiones, la compra de empresas. No sólo se les ofrece una seguridad jurídica que usurpa la letra y el espíritu de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y el sometimiento de las disputas en los tribunales internacionales (estadunidenses). Además, se allanan los obstáculos al libre movimiento de capitales (entrada-salida cuando quieran, compra-venta de divisas, transferencias de utilidades y pagos por regalías, patentes y marcas sin límites, dispensa en el pago de impuestos en las operaciones bursátiles).

Si Porfirio Díaz y José Yves Limantour modificaron la Constitución de 1857 para permitir la entrada del capital inglés y estadunidense a la explotación minera y, tras la crisis de 1892, la creación de nuevas industrias, ¿por qué la “modernización” de Salinas y Aspe no podían emular la “modernización” de aquéllos?

Ernesto Zedillo y Vicente Fox ampliaron la brecha aperturista a la inversión privada local y extranjera con el caballo de Troya de los proyectos de infraestructura diferidos en el registro del gasto (Pidiregas), mutados a proyectos de inversión de largo plazo en Pemex y la Comisión Federal de Electricidad (la generación privada se inició con Salinas en 1994), los contratos de servicios múltiples en la exploración y explotación de hidrocarburos, a plazos de 10 a 20 años, y en la concesión de otras obras públicas y sectores económicos. Zedillo entregó el sector financiero a los inversionistas extranjeros y desempolvó los “contratos riesgo” firmados por Miguel Alemán –el cachorro de la Revolución o Míster amigo– con cinco firmas petroleras estadunidenses para que explotaran y extrajeran el crudo en zonas determinadas en el Golfo de México, el cual deberían entregar a Pemex a cambio de una quinta parte del valor del hidrocarburo (además de que indemnizó a la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, expropiada por Cárdenas). Felipe Calderón siguió con los contratos de servicios integrales y la asociación público-privada.

Todos asumieron como propias las contrarreformas estructurales neoliberales impuestas por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el “Consenso” de Washington y la Organización Mundial de Comercio que exigen, a cambio de su bendición, la jibarización del Estado, la privatización económica y la eliminación de los controles internos y externos a la inversión foránea, directa y especulativa, que obstaculizan la acumulación de capital global bajo la hegemonía industrial-financiera.

Todos usaron las mismas justificaciones: “modernización”, “capitalismo popular”, “insuficiencia de recursos públicos”, “importancia de esos capitales para estimular la creatividad privada”, “más recursos financieros disponibles”, “inversión, transferencia y asimilación de las nuevas tecnologías”, “eficiencia”, “competitividad”, “exportaciones”, “crecimiento”, “empleo”, “mejores salarios y bienestar”, “recaudación fiscal”, “acceso a bienes y servicios de mayor calidad y menores precios…”. Todas las mentiras que se les ocurrieron para vender el paraíso perdido del “mercado libre”. Todos evitaron llamar las cosas por su nombre: privatizaciones, desnacionalización, entreguismo, vasallaje.

Ahora los peñistas manosean la misma fraseología (“modernización”, “escasez de recursos financieros”, “redimensionamiento”, “capitalización”, “complementación”, “inversión conjunta”, “democratización de la productividad”, “pluralismo económico”, “apoyo a la economía familiar”, “reducción de precios”, “tecnología”, “inversión”), para defender las mismas políticas: el “acceso al capital privado sin perder la soberanía del Estado”, “una amplia participación del sector privado en el suministro de energía, en hidrocarburos, nueva infraestructura de transporte de gas natural por ductos, en electricidad, en las áreas que permita la regulación vigente”, en palabras de Enrique Peña; “de la mano de las más grandes compañías petroleras del mundo por primera vez en medio siglo (Emilio Lozoya), con “empresas líderes en el ramo de la petroquímica y esquemas de suministro de largo plazo” (Estrategia Nacional de Energía); la apertura total de la inversión extranjera directa en telecomunicaciones y comunicación vía satélite, y hasta el 49 por ciento en radiodifusión, en todos los sectores, según el Pacto por México. Aunque lo prohíba la Constitución, Enrique Peña y los partidos Revolucionario Institucional, Acción Nacional, Verde Ecologista de México y parte del de la Revolución Democrática –el presidente nacional de este último, Jesús Zambrano, dijo: ‘‘la participación de la iniciativa privada en el sector energético de ninguna manera la vetamos [sic]. Al contrario, se requiere que participe”– la burlarán con sus contrarreformas en las leyes secundarias. Al cabo, la Carta Magna es un pedazo de papel donde yace muerta la legalidad. Además, como dice cínicamente el senador priísta Manuel Cavazos –señalado por su posible vínculo con presta-nombres y negocios del crimen organizado, como cómplice en el tráfico de armas de Estados Unidos a México– “en el diccionario del PRI (Partido Revolucionario Institucional) no existe la palabra privatización, sino la palabra modernización”.

A Enrique Peña y su equipo no les importa que todo sea una farsa. Que los costos de la apertura a la inversión local y foránea hayan sido premeditadamente perversos, antisociales, antinacionales. Que fracasaran en toda línea. El caso más ilustrativo es la quiebra del sistema financiero de 1995. Que repitieran los mismo fiascos que en el resto del mundo donde se adoptaron las mismas políticas, salvo en China o la India, entre otros, que no adoptaron el fundamentalismo neoliberal, y que gobiernos democráticos postneoliberales, como los de Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela empiecen a estatizar sus recursos y a restablecer los controles a la inversión extranjera con mejores resultados. Que se incumplieran todas las promesas previas. Que el insoportable hedor a corrupción rodee a las reprivatizaciones grotescamente disfrazadas. Que los ejecutivos violentaran una y otra vez el orden constitucional con la complicidad de los poderes Legislativo y Judicial.

Lo único que importa es el éxito alcanzado con la depredación, el saqueo, el entreguismo y la pérdida de soberanía: el enriquecimiento de los hombres de presa internos y externos, así como de la elite política. Ése es el verdadero objetivo.

Las virtudes exaltadas de la inversión extranjera son un mito. La financiera sólo ha traído la inestabilidad macroeconómica permanente, los ciclos especulativos y el devastador colapso de 1995. En 1940-1982, con la economía cerrada, la intervención pública y las regulaciones a dicha inversión apenas ingresaron poco más de 14 mil millones de dólares (MMDD). Pero el crecimiento fue de 6.3 por ciento en promedio real anual. En 1983-2012 llegaron 573 MMDD y sólo se creció 2.4 por ciento. Pese al ingreso masivo, la inversión total equivalió a 20 por ciento del producto interno bruto (PIB) en 2012 contra el 27 por ciento de 1981. En 1993-2012 la inversión extranjera equivalió a 2.4 por ciento del PIB en promedio, y 13 por ciento de la total. Con baja inversión y mediocre crecimiento era imposible que mejorara el empleo. En 2012, más del 52 por ciento de trabajadores (25 millones, de 48 millones) estaban desocupados, no recibían ingresos, habían de buscar un empleo o migrar hacia Estados Unidos.

Lo anterior es responsabilidad de la caída de la inversión pública (de 12 a 4 por ciento del PIB en 1981-2012), la decisión del capital extranjero de remitir el 48 por ciento de sus ganancias a sus matrices –85 MMDD de 175 MMDD– en 1983-2012; el total equivale al 80 por ciento de sus nuevas inversiones: 219 MMDD (la mayoría estadunidenses). La preferencia de los empresarios locales por invertir afuera (94 MMDD en 2000-2012). El uso de tecnologías intensivas de capital, excluyentes de mano de obra, que poco o nada tienen que ver con el desarrollo interno sino con las necesidades de las empresas. La baja compra de insumos nacionales por los inversionistas externos (3 por ciento en promedio) por lo que su demanda beneficia al lugar donde las importan. La preferencia por comprar, fusionarse y desplazar a empresas locales antes que crear otras. Su efecto favorable sobre el comercio exterior es otra quimera. Las exportaciones aumentaron 1 mil 442 por ciento en 1982-2012 (de 24 MMDD a 370.9 MMDD), pero las importaciones lo hicieron en 2 mil 79 por ciento (de 17 MMDD a 370.7 MMDD), por lo que el saldo comercial es crónicamente deficitario, salvo después de las crisis.

La inversión extranjera no busca apoyar el crecimiento. Sólo busca los bajos salarios, los subsidios y exenciones fiscales (por lo que casi no pagan impuestos), los recursos naturales que puede saquear impunemente, la posibilidad de destruir y contaminar el ambiente tranquilamente. El único “impuesto” que está dispuesta a pagar es el de la corrupción, como lo sabe WalMart. Sus jugosas ganancias compensan ese “costo”.

En las siguientes entregas revisaremos las falacias reprivatizadoras peñistas del sector energético.

Fuente
Contralínea (México)