En junio de 2012, durante la conferencia de Ginebra 1, Estados Unidos y Rusia decidieron repartirse el Medio Oriente sobre las ruinas de los acuerdos Sykes-Picot de 1916. Lo que se presentaba al mundo como la voluntad de alcanzar una paz justa y duradera significaba en realidad el regreso a un mundo bipolar, como en tiempos de la Unión Soviética, y excluir de la región a británicos y franceses.

Aquel proyecto podía parecer ilusorio. Sin embargo, 14 meses más tarde, está empezando a concretarse.

Hasta ahora, los europeos habían maniobrado bien. En noviembre de 2010, el entonces presidente francés Nicolas Sarkozy y el primer ministro británico James Cameron firmaban el Tratado de Lancastar House en el que Francia y el Reino Unido ponían en común sus fuerzas de proyección, o sea sus fuerzas coloniales. Conforme a lo pactado con Washington, los dos países esperaban el inicio de la «primavera árabe» para fomentar disturbios en Libia y Siria. A sus agentes libios, les entregaban la bandera el ex rey Idriss, colaborador de los británicos. Y al Ejército Sirio Libre lo cubrieron con la bandera del mandato francés. Bastaba con ver ambos símbolos para darse cuenta de que aquellos movimientos supuestamente revolucionarios sólo eran fantoches fabricados por los antiguos ocupantes.

Con ayuda de Qatar y de Arabia Saudita, lograron sembrar la confusión en los dos países seleccionados como blancos. Una parte de las fuerzas que se oponían a Muammar el-Kadhafi y a Bachar al-Assad se sumaban temporalmente a los yihadistas de la OTAN. La Yamahiria libia sucumbió a los bombardeos –por falta de alianzas internacionales. Pero Siria no fue bombardeada y resistió. El problema se había modificado. Ya no se trataba de echar por tierra las instituciones sino de optar por un futuro. Los malentendidos fueron disipándose poco a poco. Actualmente, como en todas las guerras, sólo quedan dos bandos: el Estado laico y el yihadismo internacional.

Lo mismo sucedió durante la Segunda Guerra Mundial. Charles de Gaulle se vio aislado cuando lanzó su llamado del 18 de junio de 1940. Muy pocos fueron los franceses que respondieron entonces a su llamado. Unos pensaban que la guerra ya estaba perdida, aún antes de su inicio. Otros no toleraban el carácter autocrático del líder. Pero 4 años más tarde, el general disponía del respaldo del 95% de los franceses, porque era el hombre que los estaba conduciendo a la victoria y también porque había sabido unificar las diferentes sensibilidades políticas en torno a su persona.

Y Francia no sabe qué hacer ahora que el presidente Assad reúne a la inmensa mayoría de los sirios en torno a su persona. En una entrevista al canal de televisión TF1, el presidente Francois Hollande afirmó que el objetivo de la guerra de Siria es la democracia. Según él, los occidentales tendrían entonces que poner en el poder a los demócratas sirios, o sea –precisó– ni Bachar al-Assad ni los yihadistas. Ese análisis absurdo equivale a decir que hay tres bandos en el campo de batalla. La verdad es que no hay más que dos y que los demócratas se han puesto del lado del Estado sirio, o sea con el presidente Assad.

Ese es, en el fondo, el alcance internacional que tiene esta guerra: la colonización ya carece de sentido en el siglo XXI. Si Estados Unidos y Rusia quieren repartirse la región en zonas de influencia, como su estatus les permite hacerlo, tendrán que hacerlo según principios diferentes a los que hace un siglo adoptaron británicos y franceses. Tendrán que razonar en términos de alianza y no de dominación.

Fuente
Al-Watan (Siria)