La falacia no necesariamente constituye una falsedad o una mentira; por lo general suele ser algo peor que ella. Es el fruto del “arte” de la manipulación de la verdad para confundir, distraer y desviar el ejercicio de un razonamiento correcto, logrando obtener una distorsión de lo que es cierto, de lo que es real, para engañar y perjudicar. La falacia es, por eso mismo, mucho más perversa que una simple falsedad o que la mentira misma.
Y falacias son las que se encuentran, abundantes, en el reciente artículo “de opinión” del señor Alfredo Bullard [1], donde califica de “mamarracho” el proyecto de ley presentado por el Poder Ejecutivo para penalizar, bajo la figura del prevaricato, la actuación de aquellos árbitros que, en el ejercicio de sus funciones, dicten laudos manifiestamente contrarios al texto expreso y claro de la ley, citen –sobre todo– pruebas inexistentes o hechos falsos, o se apoyen en leyes supuestas o derogadas.
Falacia es afirmar, por ejemplo, como lo hace Bullard, que el árbitro, “privado nombrado por las partes y unido a ellas por una relación contractual, no cumple ninguna función pública y un error durante la prestación de su servicio está sujeto al contrato que celebró y no a la entrega de una potestad estatal”. Esta falacia, llamada “del hombre de paja”, es tal porque con ella se crea una posición fácil de refutar para luego atribuírsela al oponente con la intención de aplastarlo, aunque en realidad el verdadero argumento del adversario no termine siendo refutado sino sólo el argumento ficticio que ha sido creado.
Es eso lo que hace Bullard aquí al atribuir tal supuesta posición –que en realidad no tiene– al proyecto de ley que él insulta primero y ataca después. Sólo acomete la “opinión” que del proyecto tiene, pero no a éste en sí mismo. Y es que si bien el árbitro es un privado elegido por las partes para la solución de un conflicto, su decisión contenida en un laudo no sólo tiene efectos directos sobre ellas, sino también sobre terceros que podrían ser víctimas de un proceso arbitral ficticio que sirviese para arrebatarles lo que legítima y legalmente les pertenece. Esto fue precisamente lo que, desde la figura del arbitraje, supo hacer bien el ahora reo Orellana: montar procesos arbitrales en los que las partes lo eran sólo en apariencia, y con árbitro real, pero coludido en el hecho, “resolvía los casos” con fuerza legal para ejecutar sus decisiones, despojando así de sus propiedades y bienes a quienes fueron víctimas del ejercicio del “legítimo derecho al uso de la vía arbitral”. Por supuesto, todo esto trae, añadidamente al agravio generado en quienes fueron víctimas de esta forma delictiva de actuar, efectos nocivos que entorpecen el desarrollo de la economía del país porque actos de esta naturaleza generan desconfianza del sistema aparejada de una frecuente sensación de desprotección de los ciudadanos y la consecuente paralización, en mayor o menor grado –pero que siempre afecta–, de las relaciones contractuales de innegable contenido económico. Que lo diga, si no, el señor Bullard, “connotado” profesor de Análisis Económico del Derecho, pues he aquí la demostración fáctica de lo antedicho: el árbitro, “privado nombrado por las partes” está ciertamente unido a ellas, pero también lo está a la sociedad a la cual sus decisiones se proyectan y afectan, de una u otra forma. Al brindar un servicio público de evidente contenido económico, los árbitros ejercen una función pública de naturaleza especial [2].
Algo más en este punto: si hay algo que sea verdaderamente “simpático, cómico e ignorante” en todo esto, es precisamente lo que añade Bullard para dar “solidez” a su extraordinaria “opinión”: “si el árbitro –dice Bullard– comete un delito (estafa a las partes, participa en un esquema para privar ilegítimamente de patrimonio a terceros, se corrompe para resolver, etc.) puede ir preso”. Leer esto resulta verdaderamente cómico por lo ingenuo e ignorante de su contenido. ¿Qué estafa, pues, podría haber del árbitro hacia las partes que lo “eligieron” para la solución de sus “controversias”, si todos ellos, en proceso fingido, ya habrían concertado sus voluntades para delinquir y perjudicar a terceros? ¡Ninguna! Es justamente a esta forma de actuar a la que apunta el proyecto de ley: a sancionar el posible uso delictivo de la figura arbitral. No se entiende, pues, por qué esta propuesta pueda provocar tanta molestia al señor Bullard, honesto árbitro internacional.
Por otro lado, ¿qué delito podría ser ese –preguntémosle al doctor Bullard– según el cual el árbitro “participa en un esquema para privar ilegítimamente de patrimonio a terceros”? ¡No existe! Y justamente porque no existe es que el Ejecutivo propone el proyecto de ley que Bullard vilipendia, para sancionar al árbitro que “participa en un esquema para privar ilegítimamente de patrimonio a terceros”, bajo la figura típica del prevaricato. ¿Dónde está aquí el “mamarracho”? Fuera de la propia falacia bullardiana, ¡en ninguna parte!
Y si como Bullard ha dicho, el árbitro no es el funcionario público que “ha recibido un nombramiento estatal para administrar justicia”, y se sabe que, en el actual esquema penal peruano sólo los funcionarios públicos cometen actos de corrupción, ¿qué delito cometería entonces el árbitro que “se corrompe para resolver un asunto” si el árbitro no es funcionario público? ¡Qué tal contradicción! Mal, mal, mal. El señor Bullard no sólo comete falacias en sus “razonamientos”, incluso se contradice a sí mismo. ¿Y pretende así, con su argumento falaz y contradictorio, que el Ejecutivo no proponga criminalizar tan ilícitas formas de actuar, sólo porque él es árbitro y no le gusta que la política criminal, que es instrumento de protección de lo público, de lo general, de lo que es valioso para las mayorías, tenga presencia en los fueros que él considera suyos por mandato de su liberal formación ideológica? No, el Poder Ejecutivo no puede actuar ausente, omisivo, sólo por un capricho de tamaño infantilismo. Ante lo que sucede, puede y debe, por mandato constitucional, actuar para proteger, sobre todo en fase de prevención, a quienes, como las víctimas de Orellana y su banda de criminales, pudiesen ser sujetos de actos similares en el futuro.
Pero sigamos. Falacia es, también, asegurar que “esa herramienta del prevaricato será usada por quienes pierden un arbitraje para presionar a los árbitros y escaparse del contrato que celebraron”. Además de ser éste un mal ejemplo de redacción gramatical, también encontramos aquí un buen ejemplo de la denominada “falacia del francotirador”, la que tiene que ver con el sesgo cognitivo, la ilusión, de ver series y patrones, donde sólo hay números aleatorios y posibilidades. En efecto, ¿cuáles son, si no, los estudios estadísticos, sociales, de análisis económico del Derecho, según los cuales incluir la ilícita actuación de malos árbitros en el delito de prevaricato “será usado por quienes pierdan un arbitraje para presionar a los árbitros y escaparse del contrato que celebraron”? El señor Bullard, también aquí, por hacer una afirmación que carece de refrendo material que otorgue solidez y validez a sus “opiniones”, únicamente lanza palabras al viento, flatus vocis, y “razona” con especulaciones falaces.
Otra falacia es, asimismo, decir que “ya no serán los árbitros sino un juez penal el que resuelva su controversia”, porque en esta especulación se encuentra presente un bien acabado ejemplo del “argumento ad consequentiam”, o sea, el ejemplo de un argumento que concluye que una premisa, tradicionalmente una creencia, es verdadera o falsa basándose en si esta conduce a una consecuencia deseable o indeseable. ¿Quién le ha dicho al señor Bullard, pues, que penalizar la actuación de árbitros que, como los que formaban parte de la red Orellana, generará que los jueces penales terminen resolviendo asuntos comerciales y mercantiles que no son de sus competencias? Catalogar las consecuencias como deseables o no es propio de una acción subjetiva que responde al punto de vista del observador y no a la verdad de los hechos, más aún si se sabe –como lo sabe el señor Bullard por su condición de abogado– que el juez penal no podría jamás solucionar la controversia comercial o mercantil que involucra a las partes arbitrales, porque su misión es determinar y sancionar la comisión del delito que el árbitro podría cometer mientras procuraba la “solución del conflicto” para el cual fue “elegido”. Como se advierte, Bullard no sólo comete falacias, sino que gusta de distorsionar, a propósito, la realidad.
Y falacia es también, por último, sentenciar que “como suele pasar, cuando penalizas una actividad lo que haces es espantar a los honestos y atraer a los delincuentes a la misma”. Se trata aquí del “argumento cum hoc ergo propter hoc” según el cual dos o más acontecimientos se encuentran vinculados causalmente porque se dan juntos. Esta forma de “razonar” es falaz porque correlación no necesariamente implica causalidad. Además, semejante “opinión” resulta singularmente curiosa: según el parecer de Bullard el Estado crea un Derecho penal no para prevenir y sancionar la comisión de delitos, sino para atraer delincuentes y más actos delictivos. ¿Ignora acaso el opinólogo de marras que con el Derecho penal el Estado se comunica con los ciudadanos y que, especialmente en el caso del proyecto de ley que no es de su agrado, se dirige a los malos árbitros, como en su momento lo hizo con los malos jueces y fiscales en sus respectivos ámbitos, para dejarles bien en claro que cometer conductas como aquellas en las que incurrieron los árbitros de Orellana y compañía, genera un saldo de más desventajas que ventajas al ser merecedores de una grave pena? Si ignorase esto, la condición de jurista del señor Bullard resultaría bastante dudosa, pues de qué podría quejarse este abogado que se precia de ser un buen árbitro y de ostentar una honesta y vasta experiencia en el ejercicio de sus funciones [3], si con el proyecto de ley que él, de manera inexplicable, rechaza, lo que se procura, contrario sensu, es atraer a los honestos y espantar a los delincuentes de la noble labor del arbitraje.
El señor Bullard es un conocido abogado cuyo éxito profesional en un mundo de liberalismos de toda jaez, ha sido logrado en virtud de contradecir todo lo que provenga del Estado y de negar, a cualquier costo, el valor que lo público, lo estatal, pudiese desplegar a favor de la sociedad. Es sobre esa base ideológica que se ha permitido formular semejante opinión. ¡Y qué manera de opinar! Asustando, confundiendo, metiendo miedo y desconfianza entre los lectores, para provocar rechazo al proyecto de ley que procura un bien general. Flaco es el favor que con su “opinión” le hace a la protección de bienes jurídicos e intereses mayoritarios, y enorme el que le apropincua a los orellanas que vendrán y a los que aún quedan libres esperando que las aguas se calmen para regresar a sus ubicaciones desde donde podrían seguir haciendo de las suyas. Bullard, pues, no emite juicio razonablemente aceptable en sus “opiniones”, mera doxa después de todo. Sólo ofende, insulta y menosprecia, revelando su desdén de ribete racial, contra quien no piensa –¿deberíamos?– como lo hace él.
En opinión de Bullard, con el proyecto de ley que se convirtió en blanco de sus iras, el Poder Ejecutivo se ha “acongresado”. He aquí presente el eufemismo tras el cual este “intelectual” oculta una grosería que por respeto al Estado de Derecho y a los lectores no merece ser repetida aquí. Con esto y sus distorsiones en el pensamiento, resulta más que evidente que cuando los argumentos y la razón se acaban surgen las falacias y, sobre todo, emerge el lenguaje procaz y artero, herramienta de uso consuetudinario entre quienes no tienen nada constructivo que decir. En esto consiste la “opinión” del señor Bullard: nada que sirva para aportar ni para crecer. ¿Quién ofrece, pues, el mamarracho?
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