Ante las acusaciones publicadas en su contra, cuando era ministro del Presupuesto, el político francés Jerome Cahuzac negó tener cuentas bancarias fuera de Francia. Lo negó, primero, ante las cámaras de televisión, y luego ante la Asamblea Nacional. Al ser finalmente desenmascarado y llevado ante la Justicia, se vio obligado a dimitir y ahora acaba de ser condenado, en primera instancia, a 3 años de cárcel y 5 años de exclusión de todo cargo electivo por «evasión fiscal» y «lavado de dinero proveniente de la evasión fiscal». La prensa francesa celebra la severidad del veredicto y afirma que la «única» manzana podrida de la clase política ha recibido su merecido. La verdad es que Cahuzac recibe una condena demasiado dura porque hay que disimular las faltas de sus colegas.
Conocí a Jerome Cahuzac el 12 de diciembre de 2012, hace exactamente 4 años, cuando él impartía una conferencia en la Escuela de Altos Estudios Comerciales de París. La pregunta que Cahuzac trataba de responder en aquella conferencia da mucho que pensar en momentos en que un presidente socialista está a punto de terminar su mandato: «¿Es posible gobernar [aplicando una política de] izquierda en tiempos de crisis?».
En aquel momento, nadie lo sabía aún, pero Cahuzac había recibido, una semana antes, el correo electrónico de Mediapart que desencadenaría su caída en desgracia.
¿Qué queda de la izquierda? ¿Qué queda de la crisis? ¿Qué queda de Jerome Cahuzac?
Un ministro banalmente humano
En aquel momento, como buen estudiante empeñado en obtener una pasantía de fin de año, abordé al ministro al final de la conferencia, a cuya pregunta acababa él de aportar una respuesta afirmativa. Conversamos sobre su circunscripción de Villeneuve-sur-Lot, lugar que conozco un poco por razones familiares. Le dije luego que me interesaba trabajar con su equipo ministerial para seguir lo más de cerca posible el tema de investigación de mi tesis… sobre los paraísos fiscales. Le hice llegar mi currículum y su oficina me contactó a la semana siguiente.
Esa enorme coincidencia carece de importancia porque finalmente me uní al equipo de Olivier Metzner y nunca llegué a trabajar con Jerome Cahuzac, pero es un buen pretexto para que nos interroguemos sobre el resultado de su juicio en primera instancia y sus posibilidades de éxito cuando presente su recurso contra ese veredicto.
No vale la pena volver a mencionar todo lo que ya se ha escrito en la prensa sobre su caso. Sin embargo, un excelente artículo de Hervé Gattegno para Vanity Fair merece que lo citemos aquí. Ese trabajo permite comprender la acentuada preferencia del ministro Cahuzac por la mentira y el drama interno, quien hoy explica:
«No tuve otra opción que mentir a mis amigos. Decirles la verdad era ponerlos ante une alternativa insoportable: o se callaban y yo los convertía así en cómplices, o me denunciaban y nuestra amistad quedaba destruida. En ambos casos, los perdía.»
También dice:
«Llevaba ese secreto enterrado en un rincón de mi mente, pero nunca he sido esquizofrénico. Como ministro del Presupuesto hice mi trabajo sin vacilación. Sabía, por experiencia, cuán fácil es hacer trampa y cuán difícil es resistir a la tentación. Cuando alguien paga en efectivo, hay que ser un héroe para declararlo todo [al fisco]. Yo no fui un héroe. Es por eso que hay que poner límites, instaurar mecanismos de vigilancia y sanciones disuasivas.»
Y precisa:
«Yo construí mi vida política de manera escrupulosamente honesta, intelectual y materialmente. Cuando abrí esa maldita cuenta, no tenía ningún mandato, no era candidato a nada, ni siquiera imaginaba que algún día lo sería. Me convertí en un hombre respetado, escuchado, se me reconocía una competencia, tenía influencia en la política de mi país… Yo hice sacrificios para lograr ese estatus. No podía aceptar que todo fuese destruido por una imbecilidad de hace 20 años…»
La mentira, la ambición, la abnegación y, luego, la decadencia, el miedo y el llanto.
Todo eso es banalmente humano.
Un juicio populista
excepcionalmente severo
En ese contexto, esta condena en primera instancia a 3 años de cárcel es dura, muy dura. Prueba que el ex ministro no fue tratado como debió serlo, o sea como un delincuente sin antecedentes. Prueba que la mala opinión creada alrededor del gobierno se paga con un tratamiento particular. Prueba que la igualdad que Francia exhibe como divisa es sólo una palabra, que no tiene el mismo peso según se trate de un ministro o de una persona común y corriente. Prueba que, a fuerza de querer ser ejemplar, esa justicia se hace injusta.
Para defender día a día una miseria humana que reincide repetidamente, yendo desde el conductor irresponsable repleto de alcohol y estupefacientes hasta el padre de familia no menos sobrio que pierde la paciencia con mujeres y niños, y pasando por el traficante de droga de poca monta que envenena decenas de almas, la práctica exige que la condena de cárcel se pronuncie sólo después de un periodo de prisión domiciliaria simple y de uno a dos periodos de prueba, que pudieran ser acompañados de trabajo en interés de la comunidad.
Esta práctica exige, en efecto –a no ser que se trate de infracciones particularmente graves, como los crímenes de sangre, los actos de violencia que dejan a la víctima considerablemente incapacitada, y que caen en el marco de otras jurisdicciones–, que los jueces eviten pronunciar una pena de aplicación firme en los casos de primeras condenas. Y, en caso de que el juez recurra a una pena de aplicación firme, la práctica exige invariablemente que esa pena sea inferior o igual a 2 años para posibilitar la obtención de una reducción ab initio, o sea para evitar a toda costa, desde el primer momento, el encarcelamiento y abrir la posibilidad de una libertad restringida o con uso de brazalete electrónico.
Esa práctica es tan frecuente que en derecho se denomina subsidiaridad de la pena de cárcel, aparece en el Código Penal y fue incluso fortalecida por la Ley Taubira del 15 de agosto de 2014. Esta práctica codificada, que designamos como ley, significa por consiguiente que la pena de cárcel se utiliza solamente como último recurso, cuando no existe ninguna otra manera de proteger a la sociedad y de evitar la reincidencia en el delito.
Cuando nos preguntamos, ¿qué hizo realmente Jerome Cahuzac? ¿Cuántas vidas perjudicó, cuántos destinos desbarató? El ex ministro puso en una cuenta bancaria (en Suiza) fondos que había percibido legalmente y que debería haber puesto en otra cuenta bancaria (en Francia). Nadie murió por su culpa, nadie sufrió por lo que hizo. Simplemente no respetó su obligación con la sociedad [1].
Jerome Cahuzac no representa por lo tanto ningún peligro y su potencial de reincidencia es igual a cero. Así que no debe ir a la cárcel.
¿Qué gana la sociedad con encerrarlo? Nada, es sólo una cuestión de venganza –síntoma de una sociedad enferma– contra un hombre de 64 años, ya aplastado hasta el fin de sus días por uno de los peores escándalos de la Quinta República. Absolutamente nada, aparte de penalizar aún más al contribuyente francés gastando 100 euros al día para mantenerlo en la cárcel. Por ignorar las posibilidades de reclusión domiciliaria y reducciones de sentencia aplicables a su caso, y el costo adicional de la sección VIP del establecimiento penitenciario donde será recluido, esta sentencia implicará una factura que se elevará a más de 100 000 euros por 3 años, o sea una sexta parte del delito que cometió.
Sería bueno que, después de las pasiones desatadas por su juicio en primera instancia, el derecho y el sentido común acaben imponiéndose en el examen de su apelación.
[1] Artículo 13 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano:
«Para garantizar el financiamiento de la fuerza pública y de los gastos de administracion, es indispensable una contribución de la comunidad. Esta contribución debe ser garantizada, a partes iguales, por todos los Ciudadanos.»
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