Es muy sabido que las guerras sirven para activar economías (o al menos para maquillar números), crece la oferta de empleos (como soldados, vigilantes y sicarios), crece la inversión en infraestructura (vías de comunicación en puntos estratégicos, prisiones y demás inmuebles relacionados con la seguridad) y en tecnología (armamento), y la ventaja económica crece cuando esa guerra es auspiciada. No es ningún secreto que Estados Unidos ha utilizado las guerras, como las que encabezó en Irak o Afganistán, como válvula de escape ante situaciones internas adversas. Y qué decir del negocio posterior de reconstrucción.

Pero la moneda tiene dos caras. También está la economía del país vencido: queda demolida y, en ese caso, la reconstrucción se impone como una lápida de deuda. La guerra mexicana (porque a pesar de que se le pueda nombrar con un sinnúmero de eufemismos, es una guerra) no puede ser ajena a las consecuencias económicas. Sus “estrategas” no podrían no haber previsto gastos y ganancias y, si seguimos las teorías racionales con las que se les educó, tampoco se hubiera comenzado la confrontación si en esos cálculos se hubiera determinado un costo mayor al de las ganancia (como costos y ganancia puede incluirse todo: desde la inversión nacional, la extranjera y la oferta laboral, hasta temas más difíciles de cuantificar como seguridad, consecuencias políticas y devastación interna).

No cabe duda que las consideraciones económicas tomaron parte en la detonación de esta guerra; aún el propio contexto de recesión mundial pudo haberse considerado un estímulo. Otra cosa son las consideraciones humanas, las cuales son más difíciles de imaginar dentro del contexto de ésta y cualquier guerra. ¿Qué consideración sobre el bienestar humano puede haber en una lógica que se plantea un ataque de exterminio del bando contrario? No podía no esperarse que este otro bando no se defendiera y reforzara su armamento, y que radicalizaría sus operaciones, al igual que su perversidad, con el fin de capitalizarse, al grado de competir y enfrentarse con otros grupos ante la urgencia de recursos. Hablar de una guerra por razones humanas es una incoherencia.

Hay quienes argumentan que sucede todo lo contrario, que con un Estado “fuerte” (duro) y un crecimiento macroeconómico estable la mejora en la calidad de vida de los habitantes será poco a poco más palpable, al grado de que, en algún futuro, todos aquéllos hoy tan criticados serán honrados como héroes nacionales. Se se asume que esto tuviera algo de verdad, ¿tiene que ser así? ¿La calidad de vida de las personas invariablemente debe tener un puesto secundario detrás de todos los macroindicadores, supeditada, siempre, a las políticas de reacción, esperando que la crisis y las muertes nos rebasen para formular reformas a favor de los derechos humanos, o a que la manifestación social se vuelva tan incontrolable que ya no quede más que ceder? Por qué no pensar que puede ser al revés, que un país cuyo centro de desarrollo son los derechos humanos y sociales, y que no deja que ninguna otra política actúe por sobre de ellos, si bien puede no ser el más rico, sí puede presentar un desarrollo humano envidiable.

Dentro de un contexto mundial que anuncia recesión tras recesión y ajustes tras ajustes, está en la próxima administración dar prioridad a los resultados económicos (como exige el Manual de Carreño internacional) o a los humanos; seguir con una guerra con la apuesta de que creará más trabajos y desarrollo que muertes y desplazados, apostando a hacer ajustes en el camino, o a un proyecto inédito de verdadero desarrollo humano. Pero debo insistir: esto no es sólo cosa del gobierno, de hecho es poco lo que se puede esperar; los últimos acontecimientos lo confirman. ¿Necesitan ser más descaradamente obvios para que nos demos cuenta de que, en realidad, están muy ocupados compitiendo por el poder con cárteles y empresarios excluidos o de que, en el mejor de los casos, lo único que le interesa a la clase política es garantizar una cierta estabilidad social?

La idea de control y estabilidad implica estandarización (mano de obra bajo la sombra de algunos Pepes y Toños) y control estricto de la disidencia. Entre más se somete la política a la economía, más se le cierra el espacio al pensamiento diferente. Eduardo Galeano apoya el derecho al delirio como actividad liberadora, pero el delirio es sinónimo de inestabilidad y es indeseado. Los gobiernos padecen de paranoia endógena a la diferencia, ven en ella la inestabilidad en potencia. Sin embargo, el respeto a la diferencia es la base del respeto al otro y a sus derechos, punto de partida de los derechos humanos. Pero como lo he hecho en otras columnas, insisto, este respeto debe comenzar desde abajo, desde los mismos que lo demandamos; desde la acción consciente de quienes estamos preocupados por el devenir de todos. El desarrollo humano inicia con la apertura y recepción hacia lo diferente, dejar de ver una amenaza en cualquiera que piense diferente. Habrá que poner especial atención en las dichosas reformas que los comentaristas noticiosos tan ansiosamente esperan, pero cuyo contenido nunca mencionan. Es importante estar ahí, poner los puntos sobre las íes y lograr que éstas tengan real contenido social y humano y que dicho contenido no quede en letra muerta.

Fuente
Contralínea (México)