Será que soy terca y desconfiada, o que fui concebida en plena conmoción por el atentado contra el carguero La Coubre en el puerto de La Habana y el primer ¡Patria o Muerte! se grabó en mí como información genética, pero lo cierto es que, mientras más me convidan a olvidar, más imperioso se me hace el ejercicio de la memoria.
Pasar la página nos ha pedido a los cubanos el Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, lo cual me recuerda el dilema de la gallina y el huevo, pues justo ese pasado del que debemos –según él– hacer borrón y cuenta nueva, dispara todas las alarmas ante semejante invitación y ofrece todos los argumentos para rechazarla y combatirla, por inaceptable.
No puedo imaginar qué hubiese escrito José Martí si hubiera visto crecer el monstruo hasta convertirse en lo que es hoy, pero cuando apenas si daba los primeros pasos, vio claramente sus garras mal cubiertas con guantes de terciopelo, en aquella nefasta Conferencia Internacional Americana, organizada en Washington (1889-1890), que sentó las bases de un panamericanismo a lo Monroe, con América Latina y el Caribe como simple patio trasero del nuevo Imperio.
Al futuro debe haber viajado en las postrimerías del siglo XIX, y para todos los tiempos nos avisó del mortal peligro de un convite con el vecino, que quiere ahorrarse el trabajo de quitarnos mañana por la fuerza lo que podemos darle ahora de buen grado, y que
“no abre créditos ni adelanta caudales, sino donde hay minas abiertas y provechos visibles, y exige además la sumisión”.
Es Martí quien con razón recela y teme, y nos llama a no bajar la guardia ante un país que ya entonces comenzaba
“a mirar como privilegio suyo la libertad, que es aspiración universal y perenne del hombre, y a invocarla para privar a otros pueblos de ella”.
Y podrá decir Obama lo que quiera, pero en esa historia que nos pide olvidar, Estados Unidos no reconoció siquiera la beligerancia de los cubanos en las gestas independentistas durante la segunda mitad del siglo XIX. Hizo lo que ha hecho siempre y en todas partes, y que Martí describió, sin saber que apenas 3 años después de su muerte, sucedería exactamente lo mismo con su patria adorada:
“Sin tenderles los brazos, sino cuando ya no necesitaban de ellos, vio a sus puertas la guerra conmovedora de una raza épica que combatía.”
Los cubanos bien sabemos qué pasó, cómo intervinieron en el conflicto con España y nos escamotearon la victoria, nos impusieron una enmienda constitucional y cuanto tratado aseguraba nuestra dependencia, convirtieron a Cuba en burdel, saquearon nuestro país y, por robar, hasta un pedazo de territorio nos arrebataron para instalar una base naval, afrenta que no tienen –lo ha dicho Obama– la menor intención de reparar.
En su muy reciente injerencista Directiva de políticas, el Presidente de Estados Unidos reconoce la legitimidad del Gobierno Revolucionario. ¡Albricias! Es algo que, desde Dwight D. Eisenhower –de dientes para afuera, por cierto–, ninguno de sus predecesores había hecho.
Así había sido, también, durante la etapa republicana. A quien gobernase acá podrían faltarle simpatías y votos, ¿pero el apoyo de Washington? Veinte mil cubanos muertos no parecieron importar al vecino del Norte, y hasta el fin siguió apostando al tirano Fulgencio Batista como su hombre fuerte.
“¿Acaso en nuestra propia República no han impuesto siempre los magnates de Washington y Wall Street al Presidente que convenía a sus intereses? Y, ¿no han cerrado la principal puerta de avance de los pueblos: la Revolución, al manifestar que no se reconocería a ningún gobierno revolucionario hasta que rinda su vasallaje a los señores del azúcar y del petróleo?”
Son preguntas de Julio Antonio Mella, que vivió y combatió aquel bochornoso estado de cosas, cuando el siglo XX recién comenzaba: el sojuzgamiento total, el entreguismo más abyecto, la falta absoluta de independencia, soberanía y autodeterminación, tres inalienables derechos de los pueblos que, en un “sí, pero no”, esta directiva de Obama le reconoce a Cuba y a la vez niega, coarta y condiciona, a fuerza de injerencia, en otro ejercicio de pura lógica hegemónica.
Mucho ha vivido la nación, incluso la frustración de creerse al fin libre y verse esclava de nuevo. Olvidarlo sería abrir la puerta para que vuelva a pasar, y aquí y en cualquier lado, en esta y todas las épocas, los retrocesos cuestan caro y pagan siempre los pueblos.
Así que gracias, pero no voy a olvidar –y segura estoy de que la inmensa mayoría de mis compatriotas tampoco– qué y cómo era Cuba, a cuán buena hora llegó el Comandante y mandó a parar, y cuánto fuimos y seguimos siendo castigados por ser libres y dignos.
¿Decir lo que pasó, pasó? ¿Cómo, si sigue pasando? ¿Creerán que somos tontos? Patriotas y antimperialistas sí que somos, las dos cosas, que no es posible –hoy menos que nunca– ser lo uno y no lo otro. Ofenden nuestra inteligencia al intentar vendernos gato por liebre, sobre todo porque no hay nada nuevo bajo el Sol, únicamente versiones más actualizadas del palo y la zanahoria.
“El capitalismo yanqui ha sido siempre enemigo de la independencia de Cuba. No es de ahora que (...) desea poseer esta Isla, sino desde hace más de un siglo”.
Son estas palabras de Mella, a las que hemos de sumar otra centuria, de modo que sobran razones para la desconfianza y ni el beneficio de la duda podemos darle al Imperio, que nos pide olvidar y cambiar, pero no cambia ni olvida.
¿Terca? Sí, y a mucha honra, pues esa terquedad es herencia de mis padres y de mi pueblo. Hasta podría decirse que es cosa de los genes, se trasmite de generación en generación y, si muta, es para más.
La independencia de Cuba no está en discusión ni es ni será moneda de cambio. Ojalá el vecino soberbio acabe por entenderlo.
Agencia Cubana de Noticias
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