Olas que viajan a velocidades de hasta 800 kilómetros por hora en las profundidades oceánicas, y que a su arribo a suelos someros ya no son olas sino paredes de agua de varios metros de altura, que arrastran lo que encuentran a su paso: casas, personas, pedazos de concreto, lanchas, coches o palmeras con todo y raíces, como si se tratara de minúsculos juguetes.
La avalancha de agua con su enorme contenido, es empujada cientos de metros hacia dentro de la costa, para después, con idéntica fuerza, ser devuelta al mar. Y luego llega otra y otra. Son barreras acuáticas, componentes de un fenómeno geológico, el tsunami, que en diciembre pasado cobró la vida de más de 150.000 personas en Asia, en las costas de 11 países.
Los tsunamis se originan por temblores, avalanchas, erupciones volcánicas, incluso el impacto de algún cuerpo cósmico (como un meteorito) en el suelo marino, y si estos movimientos generan un desplazamiento vertical de la columna de agua que se localiza sobre ellos, se produce una serie de olas gigantes que viajan enormes distancias y pueden llegar a provocar una enorme destrucción a su llegada a la costa.
Para entender este fenómeno, hay que recordar que la superficie de la Tierra no es, como podría parecer, una capa continua, sino que está compuesta de varias placas diferentes, las placas tectónicas: gigantescas masas de roca sólida que miden de cientos a miles de kilómetros de longitud. Su grosor también varía, de aproximadamente cinco kilómetros en los suelos marinos, a más de 100 kilómetros en los continentes. En regiones interiores de América del Norte y del Sur, por ejemplo, ese grosor alcanza 200 kilómetros.
Las placas no permanecen inmóviles sino que se desplazan, y al hacerlo, chocan con otras, produciendo temblores; si la fuerza acumulada es muy grande, pueden incluso llegar a formarse cordilleras. En estas zonas de contacto una placa se desliza bajo la otra, en lo que se conoce como zonas de subducción.
De acuerdo con información dada a conocer por el Centro Nacional de Información sobre Temblores de los Estados Unidos, el terremoto de nueve grados en la escala de Richter que ocurrió el 26 de diciembre de 2004, fue resultado del deslizamiento de la Placa del Indico bajo la Placa de Burma, en una región localizada a 30 kilómetros de profundidad y a 160 kilómetros al oeste de la costa norte de la isla de Sumatra, a las 7:58 hora local, o 6:58 de la noche del 25 de diciembre, hora del centro de México.
La energía liberada fue del equivalente a 475.000 kilotones de TNT o a la de 23.000 bombas de Hiroshima. Los científicos calculan que, dada la magnitud del terremoto, el piso marino sobre la falla debió desplazarse hacia arriba varios metros, lo que ocasionó que cientos de kilómetros cúbicos de agua también se desplazaran hacia la superficie. Olas muy largas empezaron a trasladarse a través del océano, desde el epicentro del terremoto.
El viaje del tsunami había comenzado. Probablemente los barcos que se encontraban cerca de ahí no sintieron nada, porque en la superficie lo único que cambia es que el nivel del mar sube y baja ligeramente, cuando mucho un metro. Pero a grandes profundidades los efectos son mucho más notorios. El tsunami se mueve a velocidades de hasta 800 kilómetros por hora (velocidad a la que viajan algunos jets) y cuando llega a zonas poco profundas, cerca de la costa, pierde velocidad, pero aumenta en tamaño. Las olas llegaron a la provincia de Aceh, en Sumatra, 15 minutos después del terremoto y les tomó menos de siete horas recorrer los cerca de 4?800 kilómetros que las separaban de las costas de Africa.
Los tsunamis son fenómenos poco frecuentes en el Océano Indico, y a diferencia de lo que sucede en el Pacífico, no se cuenta con sistemas para detectarlos ni para alertar a las millones de personas que viven en sus costas. En muchos de los lugares más afectados, el mar retrocedió decenas de metros, pero al parecer casi nadie supo aprovechar los minutos que le tomaría al tsunami regresar con su asombrosa fuerza.
Una excepción afortunada fue la de Tilly Smith, una niña inglesa de 10 años que vacacionaba en la playa de la isla Phuket, en Tailandia. Ella había estudiado en su escuela, semanas antes, las características de los tsunamis y supo leer en el extraño comportamiento del mar el indicio del horror que finalmente se produjo. A gritos avisó a sus padres y a un centenar de asombradas personas, que debían correr hacia los lugares más altos de la isla y así salvó sus vidas.
Pocas, comparadas con las decenas de miles de personas que murieron en toda la región, pero más de las que lograron salvar los científicos del Centro de Alarma de Tsunamis del Pacífico, quienes detectaron el terremoto minutos después de su inicio y por no contar con sistemas de alarma bien coordinados en las costas del Océano Indico, vieron avanzar las olas destructivas sin poder hacer nada.
COMO VES, Argenpress
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