hay que ir más allá de las palabras para aclarar el camino cuando, en medio de los avances de la izquierda en la región, aquí también hay muchos que se empiezan a autocalificar así pero proponen “cordura”, “sensatez”, ser “izquierda moderna, nueva” que renuncia a lo que la izquierda realmente es y aplica la misma política neoliberal y sometida al imperialismo. Esa “izquierda” que busca dar rostro humano al capitalismo, que solo enfrenta efectos del neoliberalismo, que tiene como meta máxima a reformas tan inútiles como cambiar a Gutiérrez por Palacio, no es más que una variante de la vieja socialdemocracia, a la que Norberto Bobbio decía que hay que temer porque al mismo tiempo que adula al reformismo, asusta sobre la acción revolucionaria.
En la Asamblea Constituyente de 1792, surgida tras la Revolución Francesa, se dio por primera vez la utilización de las palabras “izquierda” y “derecha” para diferenciar posiciones políticas. Mientras los que estaban a la derecha de la sala, los Girondinos, pedían restaurar la legalidad y el orden monárquico, los del lado izquierdo, La Montaña, con Marat y Dantón, luchaban por un régimen revolucionario, que construya algo totalmente nuevo y sin el cual era impensable cumplir el mandato de “libertad, Igualdad y Fraternidad”.
Comparativamente, desde entonces los términos han quedado. Dependiendo del momento histórico, los que fueron de izquierda en el momento de ascenso revolucionario, pueden convertirse en los conservadores en el momento de sostener el orden contra cualquier alteración que lo ponga en duda. Ese fue el caso de los liberales, izquierda en el tiempo de Alfaro, convertidos en derechistas reaccionarios al grado de haber apoyado dictaduras o desvanecerse en medio de partidos de derecha.
Entonces, ¿qué es lo que define el ser de izquierda en nuestros días? Parecería que con el desprestigio total del neoliberalismo no queda nadie que se autocalifique como tal. Incluso derechistas consumados como el Alcalde de Guayaquil a cada momento dice que hace transformaciones que son “revolucionarias”, usando este término para justificar retrocesos históricos mayúsculos. Y no faltan los populistas y otros oportunistas que ahora se llaman abiertamente de izquierda, como lo hizo Bucaram o Damerval, pretendiendo montarse en la ola de luchas populares para llevarse la mejor tajada. Otros más, repetirán la cantaleta de que de esa clasificación ya no sirve, enmarcándose en los seguidores de la tesis del fin de las ideologías de Fukuyama.
Retornando al ejemplo de la Revolución Francesa, la izquierda tiene como su primera característica la de ser una fuerza social que plantea un cambio radical de estructuras. Esto, en momentos en los que el capitalismo y su consecuencia, el imperialismo y las guerras, no dejan más espacio que repetir con Rosa Luxemburgo que para la humanidad la alternativa es escoger entre Barbarie o Socialismo, tiene una connotación clara: no se puede ser de izquierda si no se es anticapitalista, si no se plantea luchar contra el sistema de explotación. Ser antineoliberal no significa necesariamente pertenecer a la izquierda, pues muchos gobernantes de países imperialistas europeos han criticado los efectos del neoliberalismo, pero buscando mantener el sistema de explotación de hombres, mujeres y la naturaleza.
La radicalidad en ese planteamiento tiene que ver con ir a la raíz en cada análisis, en develar lo que no se ve a primera vista pero que engloba la verdad de la explotación. Pero tiene que ver también con la necesaria coherencia en la práctica con esas concepciones. Por eso el calificativo de “izquierdista” es uno que se lo obtiene en base a actos de vida, de una historia personal y colectiva que lo confirmen, de una entrega a la causa colectiva más allá de los intereses individuales. Vale recordarlo ahora que cualquiera quiere llamarse de izquierda, porque no hay “banqueros socialistas”, o se es banquero capitalista, de los que roban y hacen quebrar bancos, o se es socialista, pero no las dos cosas.
Lo dicho significa también que las personas de izquierda tienen una clara ética política en torno a ese objetivo colectivo. El idealismo moral (aunque se sea ateo y materialista dialéctico como el Che) está presente en quienes, a contracorriente, quieren instaurar una utopía realizable y necesaria: la revolución social y la emancipación de la humanidad. No es cualquier humanismo el de los izquierdistas, es uno basado en la historia, en la ciencia y en la razón, construido en el trabajo y la reflexión colectivas.
En consecuencia, se requiere de un programa que diga cómo se plantea transformar la realidad, no refundando más de lo mismo, como en esas obras que las inauguran varias veces a partir de la colocación de la primera piedra. El programa de izquierda debe decir a todos que su aplicación significa cambio verdadero y que este empieza por la dirección del mismo, por que va orientado a beneficiar a los trabajadores y los pueblos y nacionalidades del Ecuador, dando un giro a lo que se ha hecho hasta hoy en beneficio de la oligarquía y el imperialismo.
La izquierda que la derecha quiere y la otra
Creo que a los militantes de la izquierda no se les ocurrió, en ninguna parte del mundo, pretender decirles a los derechistas cómo deben organizarse y actuar. La derecha, por el contrario, lo hace y ello porque desde el poder hay una izquierda que consideran tolerable y otra que no lo es, una que les sirve para decir que la “democracia” de papeleta es tal, que hasta los “rojos” pueden participar. ¿Pero una izquierda que se amolda a lo que la oligarquía quiere de ella, puede seguir llamándose izquierda?
La conocida frase del Quijote: “Sancho, si los perros ladran es señal de que avanzamos”, tiene mucho sentido al querer contestar esa pregunta. Si la derecha y los capitalistas nos ven con ojos querendones, nos dan calificativos que en última instancia significan que no les causamos molestias, quiere decir que no avanzamos. Una izquierda que no cause el temor y la furia de sus enemigos, seguramente se cambió de orilla y, aunque mantenga un poco de verbo izquierdizante, sus propuestas no dejarán de ser ajustes a una dominación inmisericorde contra los trabajadores de la ciudad y el campo, no importa a qué cultura pertenezcan o cuál sea su color de piel.
Por ello, como siempre, hay que ir más allá de las palabras para aclarar el camino cuando, en medio de los avances de la izquierda en la región, aquí también hay muchos que se empiezan a autocalificar así pero proponen “cordura”, “sensatez”, ser “izquierda moderna, nueva” que renuncia a lo que la izquierda realmente es y aplica la misma política neoliberal y sometida al imperialismo. Esa “izquierda” que busca dar rostro humano al capitalismo, que solo enfrenta efectos del neoliberalismo, que tiene como meta máxima a reformas tan inútiles como cambiar a Gutiérrez por Palacio, no es más que una variante de la vieja socialdemocracia, a la que Norberto Bobbio decía que hay que temer porque al mismo tiempo que adula al reformismo, asusta sobre la acción revolucionaria.
Esa línea, aquí e incluso en ciertos gobernantes del continente, se caracteriza por el gatopardismo de cambiar algo para que nada cambie y lo hace bajo el argumento de que es “realista”, de que esa es la “real politik” y que la correlación de fuerzas no da para más. Error que suena a traición, ya que el compromiso de la izquierda no es conformarse con la actual correlación de fuerzas, en la que innumerables pobres están alienados y confundidos al grado de dar el voto para elegir al que dirigirá la opresión por otros cuatro años. Por el contrario, el izquierdista verdadero busca cambiar la correlación de fuerzas.
Muchos justifican ese comportamiento mal utilizando una frase de Lenin referida a la necesidad de no actuar aplicando recetas, sino a tener los principios claros para realizar el análisis concreto de la situación concreta. Pero Lenin dijo y demostró en los hechos que ese análisis de la situación concreta no esta hecho para generar conformismo con el sistema, sino que se realiza para encontrar las formas de acrecentar las fuerzas revolucionarias y poner en juego la necesidad del poder político en manos del pueblo.
En esto, digamos por hoy que siempre habrá diferencias entre reformistas y revolucionarios y, dentro de éstos, entre marxistas y anarquistas; habrá errores en determinados momentos e interpretaciones equivocadas de ciertos signos de la crisis; pero otra cosa es quedarse en la palabrería izquierdizante para llamar a ser “modernos e inteligentes”, “proactivos” en el marco del sistema y sostener que “una cosa es con violín”, así que no importa lo que se plantee porque la acción debe enmarcarse en “lo posible”. La transformación social no es parte del “arte de lo posible” del que habla la derecha y los falsos representantes de izquierda o, al menos, se acerca al llamado de Mayo del 68 en Francia: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.
La izquierda ecuatoriana, si quiere presentar una alternativa clara en las elecciones, debe diferenciarse de aquellos izquierdistas de ocasión, poner límites con los que se dicen de izquierda pero que caminan en el otro lado para “ser sensatos”, distinguir en el continente a los izquierdistas de verdad o a los “modernos”, porque solo así podrá dar claridad ideológica a su propuesta crítica del capitalismo y solo así las elecciones servirán para elevar el nivel de conciencia y lucha social.
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