Escribir desde Estados Unidos y sobre Estados Unidos, es el proyecto final de mi vida.
Sé que me quedan pocos meses y todavía tengo mucho, mucho que escribir sobre este extraordinario país -la hiperpotencia de la historia- que comienza a entrar en el proceso decadente y puede desplomarse, como otros imperios, como el imperio egipcio, el persa o el imperio romano, temas sobre el cual ha escrito un libro básico el historiador norteamericano, Paul Kennedy, de Yale y, sin retroceder mucho en el tiempo, como el imperio soviético.
Así lo digo porque presiento que pronto me voy. Y no quiero llevarme en silencio esa percepción que es más certera hoy, en diciembre del 2005.
Había comenzado estas notas cuando, este invernal domingo de febrero, tuve que ser internado de urgencia por los efectos de una recurrente infección al sistema urinario, que amenazaba afectar al funcionamiento de mis riñones.
Quedé internado en el hopital de New Bern, pequeña ciudad de Carolina del Norte. Y en los siete días que permanecí bajo atención médica, con sondas, jeringas, sometido a una sinoscopia -que es como introducir una cámara por las vías urinarias- una expedición libre si media la anestesia, mis riñones fueron escaneados varias veces y un batallón de médicos computarizados y con equipos médicos ya del estado del arte. En fin, en todo ese tiempo médico, sucedieron cosas que alimentaban la idea original de este artículo: Algo anda mal en la cúpula de la hiperpotencia. Veamos: el vicepresidente sale blandiendo una escopeta y hiere a un amigo y correligionario. Curiosamente, el incidente se mantuvo en secreto por más de dos días. El escándalo post huracán Katrina, que destruyó a Nueva Orleans, mostró nuevas facetas de incompetencia y corrupción. Y la situación en Irak se ha convertido en una guerra civil entre facciones religiosas. No hay por dónde perderse. De todos modos, como escritor y periodista que he sido toda mi vida, es interesante estar lúcido en el proceso final, pese a los dolores. Es curioso, uno termina por acostumbrarse al dolor. Se hace una rutina conocida porque, además, uno sabe que, después del espasmo, en mi caso en el brazo y pierna izquierdos, viene un alivio, un relajo enaltecedor como una droga que invita a seguir serenamente adelante.
Y escribir es un forma de ignorar y soportar los males que me aquejan.
Y asi, hasta hoy, he dicho cartesianamente en los últimos siete años a quien quiera leerme u oírme: Escribo. Luego, existo.
Es probable que esté asistiendo al final de una época imperial, del cenit de la civilización electrónica, informática y digitalizada, masa de materia deslumbrante y energética, con gran capacidad destructora pero en su cabeza patéticamente estúpida.
Walter Lippmann, el gran filósofo del periodismo norteamericano, escribió en su famosa columna a comienzos de la década del 60, que Estados Unidos semejaba a una gigantesca criatura de la era de los dinosaurios, un enorme cuerpo con poderosas extremidades, largo cuello que lo elevaba por sobre las copas de los árboles más altos, con gran capacidad para escrutar todos los horizontes, pero arriba, una pequeña cabecita, con un cerebro chiquitico. Retrato de la era Bush.
Es probable que esté viviendo el fin de una época imperial. También es admisible pensar que estoy viviendo el momento más alto, el cenit, del desarrollo de la civilización en este planeta Tierra. Pero también presentía la catástrofe final, cuyo premonitorio primer episodio ocurrió el 11 de septiembre del 2001, terroristas islámicos suicidas mediante, con el símbolo, pegado en todas las retinas, de las Torres Gemelas del World Trade Center ardiendo y echando un humo con volutas de formas caprichosas. Incluso, un fotógrafo aficionado creyó haber captado el perfil de un hombre con turbante y larga barba. La foto, difundida fugazmente, parece haber desaparecido de los archivos y borrada de toda memoria.
El estar condenado a una silla de ruedas, me ha servido para hacer lo que equivale a un master nada académico en estudios sobre Estados Unidos. Todo está relacionado. Tiene que ver con la electrónica y la digitalización. Vivimos en un tiempo en que las pantallas prácticamente han desplazado al papel. Ya podemos leer nuestros libros preferidos en la pantalla. Y ni qué decir de periódicos y revistas.
Por supuesto, está la Internet. ¡Ah la Internet! ¡Qué gran invento norteamericano, generosamente ofertado al mundo!
Francia lo tuvo antes, con el experimento de la compañía de teléfonos conocido como Minitel, pero sus creadores no tenían la visión universal como para compartirlo con el resto del mundo. Gracias a la Internet, desde mi silla de ruedas he logrado acceso a los datos esenciales más recónditos de la globalidad y, sobre todo, de la hiperpotencia patéticamente convulsionada por sus propios temores.
Temores que pueden provenir de un vasto arcoiris apocalíptico, que van desde un árabe enloquecido con un maletín-bomba nuclear, una tormenta huracanada y devastadora, a una bandada de pajaritos que pueden sembrar la muerte viral masiva en una potencia requetecargada de misiles, pero desprovista de vacunas para prevenir virus y enfermedades que se suponían ya desaparecidas del territorio de la Unión.
Además de estas paranoias existen, por supuesto, otros indicios. Por ello, seguiré describiéndolos en próximos artículos, si todavía puedo escribirlos./BIP
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