Como para confirmar que las épocas de crisis pueden ser también de esperanzas, la ONU fue la criatura magnifica de una época terrible; un regalo para los sobrevivientes de la «gran matanza», un premio a la persistencia de los que creyeron que el mundo podía funcionar sobre bases nuevas y un mentís para los excesivamente optimistas.
El período llamado de “entre guerras” 1919-1939, enseñó que el Tratado de Versalles, negociado por Woodrow Wilson, fue un error, entre otras cosas por su naturaleza típicamente imperialista. Lloyd George premier ministro de Inglaterra y Georges Clemenceau, de Francia, asumiendo el papel de ’vencedores’, cosa que no fueron, despedazaron territorialmente y saquearon a Alemania, acusándola de ser responsable de la guerra.
La rapiña, la venganza contra Alemania y las pugnas entre lobos de la misma camada, fueron el escenario de los esfuerzos de Wilson para negociar el Tratado de Versalles, un macuto de más 400 paginas que, entre otras, estipulaba la creación de la Sociedad de Naciones, instrumento que no funcionó porque los que ganaron la guerra perdieron la paz al creer que, imponiendo el desarme unilateral de Alemania y quebrantándola económicamente, podía garantizarse la paz.
Aquellos polvos trajeron otros lodos. El pueblo alemán fue manipulado haciéndoles creer que su derrota no se produjo en los frentes, sino que fue resultado de una conspiración de liberales, judíos y socialistas.
La ruina y las penurias alimentaron el revanchismo y abrieron el camino a la demagogia, al fascismo, a Hitler y a la guerra.
Por su naturaleza brutal y esencialmente primitiva, su inconsistencia ideológica, por la violencia y la criminalidad que auspició, el fascismo obró el milagro de facilitar la plataforma unitaria sobre la cual: Roosevelt, Churchill y Stalin, crearon el consenso para formar la coalición anti fascista, ganar la guerra y formar la ONU.
Al diseñar la arquitectura de la ONU, se trató de evitar los defectos que dieron al traste con la Sociedad de Naciones y, mediante la creación del Consejo de Seguridad, con capacidad militar para hacer cumplir sus resoluciones relacionadas con el mantenimiento de la paz, se albergó el sueño de que la guerra estaba conjurada.
Circunstancias adversas, la principal de ellas, la muerte de Roosevelt antes del fin de la guerra, el inicio de la Guerra Fría y la confrontación Este-Oeste, impidieron que se legislaran los pormenores relacionados con la formación de las fuerzas militares de la ONU.
Sin esos esclarecimientos se llegó a 1950 cuando ante el conflicto coreano, sin la presencia de la Unión Soviética que se ausentó voluntariamente, ni de la Republica Popular China cuyo escaño era usurpado por Taiwán, Estados Unidos, por primera vez impuso su punto de vista en materia militar al Consejo de Seguridad, formando un contingente de tropas norteamericanas que operó bajo la bandera de la ONU.
El precedente fue funesto y la receta se ha repetido muchas veces más.
Los conflictos se sucedieron y ante la falta de precisiones, cada secretario general improvisó.
Así hizo Dag Hammarskjöld segunda personalidad en ocupar el cargo de Secretario General de la ONU, al formar las fuerzas de mantenimiento de la paz para lidiar con los primeros conflictos árabe-israelí, con la Crisis del Canal de Suez y con la situación creada en África en torno a la independencia del ex Congo Belga.
Con ligeros cambios, las indefiniciones persisten. A falta de precisiones, en situaciones de crisis, casi siempre Estados Unidos toma la iniciativa, auspicia la adopción de la resolución correspondiente, promueve el envío de contingentes de tropas, las organiza, fija sus misiones y las orienta sobre el terreno. Unos más que otros, los secretarios generales, lo dejan hacer.
Excepto U Thant que lidió brillantemente con la Crisis de los Misiles en 1962, y estuvo a la altura de su investidura, ninguno ha afrontado crisis tan graves como las que se han vivido en los últimos años en los que Kofi Annan ha sido tan discreto, que muchos opinan que pudo haberse quedado en casa.
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