Humberto Musacchio /
Para nuestros hombres públicos, la cultura es una entidad extraña, ajena a su entendimiento y a sus intereses. La perplejidad que provoca en los políticos los lleva con frecuencia a desentenderse de ella, a darle la espalda, cuando no a considerarla objeto de sus odios. José Millán Astray, un militarote franquista, allanó la cátedra de Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca al grito de “¡Muera la inteligencia!” El nazi Joseph Goebbels solía repetir que cada vez que oía la palabra cultura echaba mano a la pistola y, mutatis mutandis, igual ocurría con el matarife Gustavo Díaz Ordaz, que llegó a extremos genocidas.
Frente a la cultura, un ex gobernador de Nayarit proyectaba su ignorancia cuadrúpeda cuando decía: “no, pos eso es cosa de jotos y de viejas, pues”. En esas palabras había algo más que homofobia y misoginia, pues encerraban la arraigada convicción de que algo tan confuso e inútil sólo podía dejarse en manos de homosexuales o de mujeres, seres a los que consideraba igualmente despreciables.
Hasta José López Portillo, quizá el presidente más culto que ha tenido México, como parte del dispendio sexenal le creó Fonapás a su esposa y le entregó Radio, Televisión y Cinematografía a su hermana, con los resultados de todos conocidos, incluido el incendio de la Cineteca Nacional, en el que Emilio García Riera vio un símbolo de la política cultural de aquellos años.
El Festival Cervantino tuvo el patronato -o madronato- de varias primeras damas, a quienes se dejaban esas cosas que visten bien, que permiten pararse el cuello sin hacerle daño a nadie, más que a la cultura, por supuesto.
Al arribar al poder Vicente Fox, la cultura, como era esperable y explicable, se dejó en manos de las mujeres y “la señora Marta” encomendó el changarro llamado Conaculta a su amiga Sari Bermúdez, cuyo único antecedente lo tenía como lectora de noticias en el noticiero cultural del canal 11. Rodeada de un equipo capaz, finalmente Sari no lo hizo tan mal, pero su costoso aprendizaje lo pagamos los contribuyentes.
Ahora, por fortuna, el Consejo lo encabezará Sergio Vela, una figura del ámbito musical que es también un funcionario con trayectoria conocida y reconocida. Lamentablemente, quienes le siguen en orden jerárquico llegan a sus cargos en forma, por decir lo menos, extraña. Alfonso de Maria y Campos, el nuevo director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, es historiador y tuvo una exitosa gestión en Publicaciones del Conaculta, pero carece de experiencia en el área puesta ahora a su cargo.
Por su parte, Teresa Franco, nueva directora de Bellas Artes, no cumple con el requisito de ley que obliga a dar ese cargo a un creador. Además, tuvo una muy atropellada gestión durante los ocho años que estuvo al frente del INAH, tiempo en el que abundaron los conflictos con el personal del Instituto y se pretendió comercializar las zonas arqueológicas. Como testimonio de aquellos desatinos, en Teotihuacan se levanta una estructura de concreto de varios pisos, la que tal vez llegue a aprovechar un personaje como Roberto Hernández, a quien Felipe Calderón debe estarle pagando el generoso patrocinio de su campaña electoral.
Los panistas, tan católicos como son, deben ponerse a rezar para que Dios ilumine a los flamantes directores del INBA y el INAH. De paso, rueguen también por Elena Cepeda, la flamante secretaria de Cultura del gobierno perredista de la capital, una persona por completo ajena al mundo de la cultura. Pero eso, ¿a qué político le puede importar?
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