El Ejército, que ha sido sacado de los cuarteles para confrontarse con la sociedad, aparece a los ojos de la población como una fuerza de ocupación que limita las garantías individuales y pone bajo sospecha al pueblo que se organiza. En los hechos, el Ejército está suplantando a la autoridad civil en las estrategias contra el crimen organizado. Desde su óptica militarista releva a las corporaciones policiacas para hacer demostraciones de fuerza con el fin de aparentar, en los medios de comunicación, una guerra sin cuartel contra el narcotráfico. Por desgracia los resultados ponen en entredicho la eficacia de sus acciones y quedan en evidencia los altos niveles de infiltración y corrupción que se han anidado en sus estructuras de mando.
La población rural ha registrado, a lo largo de los años, la crueldad de los operativos militares, sobre en todo en regiones catalogadas como focos rojos a causa de la emergencia de movimientos sociales que resisten las políticas privatizadoras y que, desde la óptica militar, se trata de brazos civiles de los grupos armados. En esta lógica conspirativa, los operativos militares en las serranías devienen en retenes donde obligan a las familias a identificarse, a decir la razón de su viaje, su origen y destino, su ocupación y la propiedad del vehículo. Esta práctica se generalizó desde 1994 con el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y ha venido extendiéndose a lo largo y ancho del país con los diferentes programas de combate al narcotráfico, que no son otra cosa que un proceso de militarización que considera al ciudadano como enemigo al que hay que interpelar, confrontar o destruir. No es gratuito que los operativos militares tengan como resultados agresiones físicas, violaciones sexuales y muertes de mujeres y niños, como ha sucedido en Guerrero, Chiapas, Veracruz, Michoacán y Sinaloa.
Al Ejército se le involucró en los operativos policiacos a través de las Brigadas de Operación Mixta (BOM), para aplicar la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos y al mismo tiempo realizar trabajos de investigación, contención y represión contra los grupos insurgentes y las organizaciones sociales independientes. En estos operativos el Ejército trató de mantenerse al margen de las revisiones a los viajeros y se definía únicamente como fuerza de apoyo para enfrentar cualquier contingencia.
Posteriormente el gobierno creó el programa México Seguro, donde el Ejército asumió el control de los operativos policiacos y se integró –con elementos castrenses– la Policía Federal Preventiva. Todos sabemos que estos operativos fueron ante todo un recurso mediático del presidente Fox, y no tanto una estrategia seria orientada a contener el crecimiento de los cárteles de la droga, los cuales, paradójicamente, cuando el presidente llegó a Tijuana a declararle la guerra a los barones de la droga, estos demostraron que ya se encontraban apertrechados en todo el país.
Con el nuevo gobierno federal se crea el programa Operación Conjunta, la carta de presentación del presidente Felipe Calderón: una maniobra mediática orientada a demostrar fuerza y decisión. Dio inicio en Michoacán, su tierra natal, para extenderse a Guerrero, Sinaloa y Baja California con el fin de desmantelar la capacidad instalada y el sicariato creado por la economía criminal del narcotráfico.
Por más que se ha querido vender la estrategia -tanto al exterior como entre los connacionales-, hemos constatado graves inconsistencias en la manera de operar del Ejército Mexicano. Se ha invertido más en la propaganda de este programa sin evaluar en su justa dimensión los resultados tangibles en los lugares donde el narcotráfico funciona como otro Estado, que tiene sus propios mandos, leyes, controles territoriales, tecnología de punta, sicarios, suficiente armamento, equipo de inteligencia, poder económico y capacidad de cooptación hacia las fuerzas del orden, sagacidad para poder infiltrarse en el sistema federal y estatal de justicia y una gran visión para la negociación política.
La democracia electoral, que ha abierto las puertas a los partidos políticos para que nos representen, se ha transformado en un proceso que polariza la vida política de nuestro país a causa de los grandes intereses creados al interior de los grupos políticos coludidos con el gran capital y el crimen organizado. La transición democrática sigue dejando fuera a los ciudadanos en la toma de decisiones y en la distribución del presupuesto público. En el plano nacional se vive un desencuentro entre gobierno y sociedad por la falta de representación y legitimidad de las autoridades y por su empecinamiento al imponer un modelo de desarrollo contrario a los intereses y aspiraciones de la población empobrecida de México.
El cambio democrático no se ha traducido en un cambio profundo en la manera de ejercer el poder, en las formas elementales para relacionarse con los ciudadanos, ni ha sido un cambio de rumbo que reivindique las causas y la memoria de quienes ofrendaron su vida para dignificar la lucha de los olvidados. El cambio va a contracorriente de los movimientos sociales de México. Los intereses de clase prefiguran un escenario de desgate y confrontación política por falta de espacios para el dialogo y la concertación.
El síntoma más grave es que la democracia neoliberal se ha vestido de verde olivo en este nuevo sexenio. El gobierno federal ha tenido que utilizar al Ejército para poder posicionarse en el plano nacional e internacional, utilizando los temas de la seguridad pública y la narcoviolencia como las banderas de la lucha por la legalidad y el fortalecimiento de las instituciones.
El uso de la fuerza del Ejército para emprender un combate frontal contra la delincuencia organizada pone en alto riesgo la convivencia pacífica entre los pueblos y los mismos procesos democráticos que avanzan en las regiones marginadas de nuestro país. Cuando el Ejército daña a la población se genera una descomposición social y un rompimiento de las estructuras comunitarias que le cuesta mucho a los pueblos reencauzar su caminar, resarcir los daños causados, amainar el dolor y emprender la marcha por el sendero de la justicia. Los pueblos indígenas y campesinos han tenido que cargar con el estigma de insurrectos y revoltosos con el fin avieso de desmovilizarlos y acallar sus demandas.
A pesar de las múltiples provocaciones provenientes de los cuerpos de seguridad y del mismo Ejército, los pueblos indígenas y campesinos le han apostado a una lucha de resistencia dentro de los marcos legales y pacíficos.
En Guerrero los pueblos han abierto múltiples caminos para poder resistir las amenazas externas de las transnacionales y del mismo narcotráfico que tienen las intenciones de ponerle precio a la tierra, al agua, al bosque, al aire, y hasta la vida de los campesinos. Esta tendencia privatizadora ha obligado al gobierno federal a utilizar al Ejército como un instrumento de control, desmovilización y represión contra los pueblos que se revelan ante las amenazas de los megaproyectos que buscan desplazarlos y expulsarlos de sus territorios. El Ejército, en tiempos del neoliberalismo, ha sido preparado por el imperio estadunidense para emprender la guerra contra los pobres simulando una guerra contra el narcotráfico y la economía criminal, que forma parte del círculo perverso del negocio de la violencia y la muerte de las mayorías empobrecidas.
*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan cdhm@tlachinollan.org
Fecha de publicación: Julio 2a quincena de 2007
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